Las encrucijadas electorales del presidente

Las próximas elecciones son la oportunidad que AMLO ha esperado para extender su control político a nivel local. Aunque no aparezca en la boleta electoral, su imagen y su estilo protagónico definirán el voto de un sector amplio de la población.
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en memoria de Antonio I. Gómez Alcántara

El próximo 6 de junio se renovarán miles de cargos políticos de los tres niveles de gobierno en México. Estas elecciones, sin duda, tendrán implicaciones y simbolismos políticos que perdurarán en el mediano y largo plazo. Millones de mexicanos llegaremos a las urnas en un ambiente político polarizado, con una sociedad dividida y en condiciones económicas y sanitarias poco deseables. Además de la “renovación” del Congreso de la Unión, en donde cerca del 90% de los actuales legisladores buscarán reelegirse, se decidirá el rumbo político de quince gubernaturas, lo cual cambiará el equilibrio político del país. De estas quince gubernaturas en juego, en ocho el PRI es el partido en el poder, el PAN gobierna en cuatro, Morena y el PRD en una respectivamente, y Nuevo León es el único estado gobernado por un independiente, con Jaime Rodríguez Calderón. Es predecible que la configuración política cambie. Aún es temprano para “cantar” triunfos electorales, y apenas ha dado inicio la temporada de las filtraciones y acusaciones entre los contendientes, lo que puede cambiar el rumbo electoral intempestivamente como pasó con Clara Luz Flores en Nuevo León. Sin embargo, es altamente probable que en algunos estados que han sido un bastión electoral de los partidos de antaño Morena logre salir victorioso con un margen amplio.

El próximo proceso electoral será un parteaguas en el futuro político de Andrés Manuel López Obrador. Para el presidente, el 6 de junio se definirá la continuidad y el legado de su proyecto transformador. Es por ello que ha mostrado un protagonismo electoral al estilo de Plutarco Elías Calles en los años veinte del siglo pasado, en donde las decisiones importantes del partido no se toman por la dirigencia ni se deciden a partir de encuestas a las bases. Pretender que así es, es una llana simulación. López Obrador tiene la última palabra en todas las definiciones de Morena. A la vez, el presidente lleva casi tres años en una continua campaña de desprestigio contra sus adversarios –incluidos la prensa y los científicos– y de mentiras a modo. Los organismos autónomos, requisito fundamental de toda democracia, ven amenazadas sistemáticamente su sobrevivencia y reputación a causa de sus ataques viscerales.

El presidente ansía extender su control político más allá del Congreso y Palacio Nacional. Aunque su partido tiene la mayoría legislativa, López Obrador va por las gubernaturas. El presidente sabe que lo que pasa en las mañaneras está muy alejado de la realidad local de los estados, y qué decir de los municipios. Lo que pasó en Hidalgo y Coahuila el pasado octubre de 2020 debió retumbar en lo más profundo de su orgullo. En el caso de las elecciones locales de Hidalgo, Morena obtuvo el triunfo en tan solo diez municipios del estado, es decir el 17%,

(( Seis municipios los ganó sin coalición mientras que los otros cuatro con la coalición “Juntos Haremos Historia”.
))

 mientras que el PRI obtuvo 31 municipios, es decir el 25%. En el caso de Coahuila la historia es similar. El PRI obtuvo dieciséis escaños de un total de veinticinco, mientras que Morena alcanzó cinco. Ambos casos muestran que, en el ámbito local, la lógica electoral es diferente, compleja y difícilmente encaja en los patrones que se dictan desde el centro del poder. El demoledor triunfo del PRI en estas elecciones deja entrever que el presidente aún no logra extender sus tentáculos políticos al nivel local. Los cacicazgos, las dinámicas clientelares y la cultura política local arraigada son lo que en la mayoría de los casos determinan la intención del voto. Morena no es un partido profesional, y ni de cerca tiene las bases y estructuras que siguen teniendo el PRI o el PAN en algunos estados. Aunque López Obrador no aparezca en la boleta electoral, su imagen y su estilo protagónico de gobernar definirán el voto de un sector amplio de la población. Morena es instrumento del presidente, y bajo esa premisa se está jugando todo su capital político para arrebatarles el poder a sus opositores.

El dilema del presidente

Los presidentes, aun en regímenes sin reelección, tienen un interés por la continuidad política a largo plazo de su legado y de su partido. Barbara Geddes señala que para poder lograr la continuidad política los presidentes deben cumplir tres condiciones: 1) sobrevivir en el puesto sin golpes de Estado, 2) gobernar de manera efectiva y 3) construir una organización política con lealtades personales fuertes.

((Barbara Geddes, Politician’s dilemma, Berkeley, University of California Press, 1994.
))

 Sin embargo, algunas condiciones se contraponen y el cumplimiento de una puede perjudicar la existencia de otra. Por ejemplo, una burocracia competente y profesional es una condición necesaria para producir resultados plausibles. No obstante, pocas veces la profesionalización está casada con la lealtad. Lo mismo ocurre en las nominaciones partidistas. Durante el actual proceso electoral, la selección y el reclutamiento de candidaturas han generado molestias, críticas e incluso fracturas dentro de los partidos políticos. Estas organizaciones, sin excepción alguna, tienen entre sus abanderados figuras con poca o nula experiencia política, pero que en algunos casos provienen de la farándula o son cercanos a las dirigencias partidistas. En el caso de Morena se observa un patrón de vida interna al estilo del PRI hegemónico. Las candidaturas de este partido a las quince gubernaturas, en su gran mayoría, son personajes cercanos y leales al presidente o figuras que cuentan con su aprobación y no representan una amenaza para su proyecto. Ejemplo de ello es el perfil del candidato de Morena a la gubernatura de Chihuahua, Juan Carlos Loera de la Rosa. Loera fue superdelegado de los programas de la Secretaría de Bienestar y desarrolló una estrecha relación con el presidente al ser el encargado de sus giras en Chihuahua. Lo mismo ocurre en la nominación de Layda Sansores, quien, a pesar de tener una trayectoria política en diferentes partidos, es una figura que ha expresado su lealtad incondicional al presidente. Y qué decir de Sonora, en donde uno de los hombres más cercanos a López Obrador, Alfonso Durazo, intenta arrebatarle el dominio político al PRI.

López Obrador enfrenta el dilema del político. Por un lado, su ambición política le hace anhelar un avasallante triunfo electoral que confirme su popularidad, legitime su proyecto y extienda su llamada transformación al nivel local. Por otro lado, sabe que la consolidación de su movimiento solo se logrará a base de lealtades, incluso de infundir terror entre quienes piensen traicionarlo. Es por ello que no resulta extraño que intente consolidar cuadros y liderazgos locales leales a él, mas no a Morena. El partido es solamente un instrumento formal para dar cauce a un proyecto personal que viene persiguiendo desde hace más de dos décadas. López Obrador, como el político experimentado que es, sabe que la mejor apuesta para conservar su legado es fortalecer a personajes cercanos a él y que bajo la lógica de deberle su capital político consoliden la estructura lopezobradorista. Sin embargo, esta apuesta tiene riesgos asociados. En su afán por controlar la vida política local, corre el riesgo de sobreempoderar a figuras que en un futuro apuesten por proyectos personales y no por la transformación que él encabeza, como él mismo lo hizo desde las filas del PRD. El presidente ha apostado por premiar lealtades, dejando de lado la cohesión y la institucionalización partidista.

Federalismo en reversa

Una de las características principales del estilo de gobernar del presidente es el alto grado de centralización de la política del país. Al tener el apoyo incondicional de los diputados morenistas, López Obrador ha modificado y derogado leyes para alcanzar sus objetivos políticos. Ejemplo de esto fue la reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública en 2018, que permitió la creación de la figura de los superdelegados. Más allá de las críticas desde la administración pública, tener un actor político cuyo principal objetivo es contrarrestar a los gobernadores y repartir programas sociales con fines clientelares tiene varias implicaciones políticas que hacen tambalear al pacto federal.

Desde su concepción más clásica, el federalismo se refiere a una organización política en donde los gobiernos centrales y regionales se dividen las tareas en países con una larga extensión geográfica y con sociedades heterogéneas. Una de las vértebras de la democracia mexicana es el federalismo. Entre sus principales características está la autonomía con la que los gobiernos regionales toman decisiones.

((Arend Lijphart, Patterns of democracy, New Haven, Yale University Press, 1999.
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 En esencia, el federalismo mexicano provee de pesos y contrapesos, y permite tener una mejor administración e implementación de las políticas públicas. La figura de los superdelegados opaca y agrede el pacto federal. Estos personajes no son más que enviados del presidente para consolidar las bases sociales y electorales que, por su reciente creación, Morena no tiene en el ámbito local. Los superdelegados son un intento más por desestabilizar y restar poder a los gobernadores. Como lo muestra este proceso electoral, estas figuras fueron utilizadas como plataformas para conseguir las candidaturas a las gubernaturas. El presidente respaldó a cuadros leales a él en los que vio algún tipo de posibilidad rumbo al 6 de junio.

Sin embargo, hoy en día ser un gobernador que no goza del aprecio presidencial y que no se alinea a la Cuarta Transformación puede ser altamente riesgoso. Los gobernadores “rebeldes” integrantes de la Alianza Federalista han sufrido de alguna u otra forma las consecuencias de su insubordinación. El presidente no pierde la oportunidad de mostrar su encono en contra de estos gobernadores cada vez que le es posible. El mejor ejemplo de ello es el reciente caso de Francisco García Cabeza de Vaca, quien, más allá de ser culpable o no, ha sido presa de una persecución en un momento político que resulta altamente conveniente para el proyecto electoral de López Obrador en Tamaulipas. En el caso extremo, están los gobernadores que, aun sin pertenecer a las filas de Morena, viven una especie de luna de miel con el presidente. Basta mirar a Alfredo del Mazo en el Estado de México o Alejandro Murat en Oaxaca, personajes que a pesar de representar una antaña tradición política han sido intocables e incluso gozan de una cercanía con López Obrador que es envidiable entre sus propios adeptos.

El federalismo va en reversa. A pesar de los esfuerzos institucionales, políticos y administrativos que se han tenido en esta materia, nuestro pacto federal tiene a su peor enemigo en el Palacio Nacional. El presidente busca centralizar todas y cada una de las esferas de la vida política nacional, y en todos los niveles de gobierno. Es preocupante imaginar un escenario en donde López Obrador no obtenga los resultados que espera en las quince gubernaturas. Si las elecciones no traen los triunfos que espera el presidente, los gobernadores de oposición tendrán que acostumbrarse al continuo desprestigio basado en verdades a medias y acusaciones sin fundamento.

La tambaleante oposición

Al México de López Obrador le falta un componente necesario en toda democracia sana: una oposición fuerte. La clase política tradicional mexicana se acostumbró a lidiar con las fuerzas opositoras, mas no aprendió cómo ser una oposición real. Se hizo habitual tener a López Obrador y a sus seguidores como una voz opositora, pero las élites políticas no se prepararon para verlo gobernar desde Palacio Nacional. Aunque hay esfuerzos como la antes mencionada Alianza Federalista, aún no existen figuras opositoras que logren ser un contrapeso real y sistemático a la figura presidencial. Incluso actores políticos de otros partidos han optado por no confrontarse con el presidente y alinearse a su forma de gobernar. En este sentido, la gran alianza opositora, formada por el PAN, el PRI y el PRD, es la única fuerza antagonista al proyecto del presidente. Esta alianza competirá en diez entidades federativas, en donde ya fueron repartidas las candidaturas entre las dirigencias partidistas. Aunque el presidente ha lanzado todo tipo de críticas hacia esta alianza, es la única opción política que está en posibilidad de competirle e incluso arrebatarle el triunfo electoral en algunos estados. El principal reto que tiene la alianza rumbo al 6 de junio es convencer al voto duro de las diferentes fuerzas políticas de que es la mejor apuesta a pesar de tener un candidato diferente a su identidad partidista, lo demás será pura aritmética.

Una de las características de las alianzas electorales en nuestro país es la ambigüedad y la facilidad con la que se disuelven los acuerdos. El transfuguismo político y la falta de coherencia ideológica al celebrar estos pactos ponen en jaque la credibilidad de los partidos políticos. La alianza opositora encuentra aquí su talón de Aquiles. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Cultura Cívica 2020 a cargo del INEGI, casi ocho de cada diez ciudadanos no confían en los partidos políticos. Esto es un problema mayúsculo que hemos venido arrastrando desde hace un par de décadas. Desafortunadamente, mucho me temo que el próximo 6 de junio los colores e insignias partidistas pasarán a segundo término. Lo que definirá el voto de los ciudadanos en el ámbito local será: la aprobación o desaprobación hacia la figura presidencial, el arraigo local de fuerzas opositoras a Morena y la alta polarización de la sociedad mexicana.

El 7 de junio despertaremos con una nueva realidad política. Vislumbro dos posibles escenarios. En el primer caso, el que muchos analistas dan por más probable, el presidente extenderá su poder político y entrará a la segunda mitad de su mandato empoderado e invencible. Si Morena mantiene su mayoría legislativa y obtiene un triunfo indiscutible en el ámbito local, tendremos un presidente cuyo principal objetivo será consolidar su ansiada transformación. Sin embargo, en el segundo escenario, de no obtener los triunfos que espera y de ver derrotados a candidatos cercanos a él, nos tendremos que acostumbrar a vivir en un país aún más polarizado, con un presidente encolerizado y que hará todo lo que esté en sus manos por desprestigiar aún más a la oposición, a la prensa y a todo aquel que lo contradiga. El 2021 es solamente la antesala de lo que nos espera en 2024. ~

 

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es profesora-investigadora de la División de Estudios Políticos del CIDE


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