En el verano de 2011 pasé semanas persiguiendo a Lola la Trailera por toda la Ciudad de México.
Mis investigaciones sobre la historia del género en el cine y las audiencias mexicanas me llevaron a las películas del Santo y después quise ver churros con mujeres como protagonistas. Lola la Trailera parecía una buena opción: alguien ya estaba escribiendo un libro sobre la India María y la lista de trabajos académicos acerca de Gloria Trevi era bastante larga, pero no había mucha bibliografía sobre Rosa Gloria Chagoyán, mejor conocida como Lola la Trailera, a pesar de lo fascinante que es, al menos desde el punto de vista de una historiadora de género interesada en la cultura popular.
Chagoyán había interpretado a la popular heroína en una trilogía sobre una mujer que manejaba un camión y luchaba contra el crimen. Esto es todo lo que yo sabía al respecto y fue suficiente para impulsarme a buscar más. Sin embargo, Lola la Trailera me fue esquiva por mucho tiempo.
Esta es una anécdota típica de la investigación histórica: yo buscaba algo, fue más difícil de encontrar de lo que pensé y tuve algunas aventuras en el camino. Los historiadores contamos ese tipo de anécdotas todo el tiempo: a veces para presumir, como pescadores que alardean de por fin haber atrapado una trucha escurridiza; otras para compadecernos de lo difícil que es la profesión y unas más para obtener consejos de investigadores más experimentados. En ocasiones, como estoy haciendo yo ahora, las contamos para mostrar la manera en que aprendimos algo interesante sobre el pasado.
Como cualquier otro campo de la historia, la investigación sobre la historia del género debe iniciar con documentos en archivos, pero yo suelo dar un paso preliminar: como estoy consciente de que no todas las ideas merecen desarrollarse, le pregunto a distintas personas qué piensan de mi proyecto más reciente. Por ejemplo, mis amigas y las amigas de mis amigas me dijeron que investigar a Lola era una mala idea. Las mujeres que tenían edad suficiente para ver las películas en el cine entre 1985 y 1991 entendían quién era y recordaban detalles como “mi hermano tenía su póster” o “por un tiempo era imposible evitar su canción en la radio”. También recordaban que, en los pósters de sus hermanos, Lola llevaba hot pants (si estudias a Lola la Trailera, prepárate para escuchar las palabras hot pants con regularidad). Los hermanos, novios y compañeros de mis amigas habían visto las películas y, aunque ellas no, estaban convencidas de que una historiadora respetable debía evitarlas porque eran terribles.
Yo le decía a quien quisiera escucharlo que como historiadora mi trabajo no es analizar las glorias del cine mexicano. Mi meta no es estudiar las películas que más les importan a mis amigas, sino entender por qué las audiencias amaron lo que amaron. A pesar de que todos seguían pensando que no valía la pena explorar el tema de Lola la Trailera, había algo en su imagen que me resultaba atrayente: quizá el contraste entre la protagonista curvilínea y los ángulos rectos de su camión o los inconvenientes para encontrar copias de sus películas, pese a la facilidad con que la gente hablaba del personaje y su obra.
Los dos magníficos archivos cinematográficos de la Ciudad de México –la Cineteca Nacional y la Filmoteca de la UNAM– fueron de poca utilidad. Ese verano, la Filmoteca ya había cerrado sus instalaciones en el Centro Histórico, pero no había inaugurado su nueva sede en el campus de la unam, así que su archivo no estaba disponible para investigadoras como yo. La Cineteca sí estaba abierta y contaba con una colección sorprendentemente buena, que reemplazaba los tesoros perdidos en el incendio de 1982. Sus amables archivistas encontraron una carpeta de notas periodísticas sobre Rosa Gloria Chagoyán, en su mayor parte referentes a la producción y promoción de las películas de Lola la Trailera. Así supe que ningún crítico serio reseñó la saga ni otros proyectos de Chagoyán. Un periódico sonorense publicó una encantadora historia sobre la actriz manejando el camión rosa de Lola para un evento publicitario y otros recortes me revelaron qué tan populares fueron las películas: vendieron más boletos que cualquier otro filme mexicano hasta entonces y los estrenos y eventos publicitarios reunieron a multitudes. Pero la Cineteca no contaba con ninguna de las tres películas ni con la serie televisiva Central de abasto, que en 2009 dedicó uno de sus capítulos a Lola la Trailera y a su camión.
Por supuesto, nadie en México depende de archivos o bibliotecas para encontrar una película. Aún así, también resultó difícil dar con cualquier DVD de los filmes de Lola la Trailera en los puestos piratas de la ciudad. Hurgué en las tres estaciones de metro cercanas y después en Tepito, porque parecía la opción obvia, y en el metro Hidalgo, donde a veces suceden milagros. Mientras tanto, mis amigas respondieron a mis tristes historias de archivo e hicieron sus propias averiguaciones. Una de ellas me presentó a un historiador de cine que se ofendió un poco cuando le pregunté si tenía las películas que yo buscaba: “¿Y por qué tendría copias de eso?”, preguntó. Otro, cliente del psicoanalista de la esposa de una amiga, quien según me dijeron tendría que saber, aseguró que podría encontrar todos los dvd de Lola la Trailera en cierta pequeña tienda de una pequeña calle al norte de Donceles. Para mi sorpresa, fue fácil encontrar la tienda, en la que incluso había un póster de Rosa Gloria Chagoyán colgado en la pared. Sin embargo, se negaron a venderme el póster y me juraron que no tenían las películas.
De haber esperado unos años todo esto no habría sido necesario. Ya en 2011, los cinéfilos empezaron a llenar YouTube con casi todas las películas filmadas en México y en cualquier otro lado, y en estos días los filmes completos de Chagoyán suelen desaparecer por órdenes de la ley, pero sí es posible encontrarlos en fragmentos, aunque esos fragmentos cambien a menudo de ubicación web. Los fans de Lola la Trailera mantienen sus películas más o menos accesibles y se alientan unos a otros con mensajes como este: “existe lola la trailera 4, es para mi abuelo qe me la pidió y esta muy enfermo, casi en las ultimas. por favor”.1 (No existe Lola la Trailera 4, pero sí aquel episodio de Central de abastos y un cameo en la película No se aceptan devoluciones, de 2013.)
En el verano de 2011 había muy poca información, no solo en YouTube sino en internet en general. Tan solo la invaluable imdb (la base de datos en línea que almacena información sobre películas) tenía datos útiles. Ahí supe que en la primera película habían participado Irma Serrano y Emilio Fernández, un reparto notablemente cualificado para tan modesto churro. También me sorprendió que en las dos primeras películas (Lola la Trailera, de 1985, y El secuestro de Lola, de 1986) la dirección de fotografía estuviera a cargo de una mujer, Laura Ferlo. El tercer filme (El gran reto: Lola la Trailera 3, de 1991) tuvo un equipo técnico formado en su totalidad por hombres (que incluía al experimentado fotógrafo Armando Castillón), algo normal en esa época, lo mismo en México que en Hollywood. Tanto imdb como los archivos físicos en la Ciudad de México estaban llenos de pequeños fragmentos de información interesante, pero nada más. Mientras no pudiera ver las películas, era imposible seguir con el proyecto.
Me di por vencida. Regresé a peinar periódicos del archivo Lerdo de Tejada en el Centro Histórico para un proyecto sobre incendios en cines en la década de 1930. Pero no me olvidé de Lola la Trailera y los fines de semana, cuando los archivos estaban cerrados, continué buscando sus películas. Al final, una conversación con un vendedor de piratería que tenía un puesto en el mercado de la Ciudadela me ayudó a entender el problema. No solo me aseguró que no tenía copias de esas películas, sino que intentó venderme en su lugar unas de Pedro Infante. “Mira”, me dijo, señalando un bonito paquete de Nosotros los pobres y sus secuelas, “si quieres entender México, estas son las películas que tienes que ver”. Respondí que estaba de acuerdo, pero que ya tenía esos DVD, y le pregunté si estaba por completo seguro de no tener ninguna copia de Lola la Trailera. “Bueno, no exactamente. O sea, tal vez pueda conseguirlas. ¿Puede regresar mañana?” Y cumplió su palabra: al día siguiente tenía la trilogía a la venta –no tan bien empacada como la de Pedro Infante, aunque sí más cara– y también tenía una anécdota. Me contó que consiguió los dvd con un primo que tenía un puesto en Tepito y que el primo no se los quería vender si eran para mí, porque eran los hombres, y no las mujeres respetables como yo, quienes veían esas películas. “Le dije que tú eres una profesora, que necesitas las películas para una investigación, y eso le pareció bien, así que me dio los dvd para que te los venda”, concluyó, triunfante.
Fue el momento que todo historiador desea cuando visita un archivo, aunque sea uno tan informal como un puesto que vende dvd piratas. El vendedor me dio el dato importante que conectaba todo lo que yo había aprendido: la pregunta que debería estar haciendo. Gracias a él entendí que lo que debía preguntar es qué hacía que las películas de Lola la Trailera fueran importantes para los hombres, pero inapropiadas para las mujeres. Parece simple y obvio en retrospectiva, pero en las semanas que pasé buscando los dvd consideré otras preguntas. Tenía claro que las películas estaban reservadas, de manera informal e inconsciente, para una clase de comprador a la que yo no pertenecía. Pero, ¿cuál era la categoría que importaba? Podría haber sido la raza, la clase social, la nacionalidad o la generación, o una combinación de estos factores. El vendedor no solo me consiguió la trilogía sino que dirigió el enfoque de mi pregunta al género: ¿por qué estas películas son apropiadas para algunas personas y no para otras?
Al ver las películas –de hecho, al ver solo las primeras escenas de la primera película– descarté la respuesta obvia a esa pregunta. No, la trilogía de Lola la Trailera no es pornografía. Sí, es probable que haya despertado sentimientos sexuales en algunos espectadores, pero (como nos ha demostrado internet en numerosas ocasiones) todo lo que ha sido plasmado en un filme ha generado excitación sexual en algún espectador alguna vez. Esa ya no es una forma útil de definir la pornografía, si es que en algún momento lo fue. Sí, las películas incluyen escenas filmadas en un burdel, pero también varios de los mejores títulos de la historia del cine mexicano: todas las versiones de Santa, para empezar. Sí, el diálogo en algunas escenas está lleno de insinuaciones y dobles sentidos, pero lo mismo sucede con los clásicos de Tin Tan y Cantinflas. Y sí, Rosa Gloria Chagoyán tenía una magnífica presencia física, pero no era una odalisca recostada a la manera de las estrellas que se desnudaron en la década de los cincuenta. A veces usaba ropa provocativa, pero nunca se desnudó y en ningún momento se quedó quieta para ser admirada, sino que parecía estar siempre en movimiento. Ya sea manejando un camión, persiguiendo al chupacabras por el desierto, empuñando un arma de fuego o discutiendo apasionadamente con sus aliados de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos, no se trataba solo de una actriz guapa, sino, como propuso un crítico, “quizá lo más cercano a una heroína de acción que México podía ofrecer”.2
La forma en la que sus fans expresan admiración por Lola la Trailera también sugiere que ven a Rosa Gloria Chagoyán y a su papel más famoso como algo más que la estrella de películas eróticas. Esto es aún más claro cuando comparamos sus comportamientos con los de los fans de otros símbolos sexuales mexicanos. Los fans de Tongolele escribieron una canción sobre ella, pero los de Lola la Trailera adoptaron su nombre pa- ra una banda de punk. Los fans de Gloria Trevi le pusieron su nombre a una tienda de lencería en Los Ángeles, pero los de Lola la Trailera le pusieron el suyo a una taquería en la colonia Guerrero. Los fans de Ana Luisa Peluffo coleccionan fotos de la actriz posando con poca ropa en restaurantes y hoteles de lujo, pero los de Lola la Trailera la dibujan manejando su camión (aunque hay que admitir que ella también usa poca ropa). Emerge un patrón: los fans de Lola la Trailera la admiran por su belleza física pero, aún más, valoran que sea una persona trabajadora y poderosa que ayuda a los otros. La característica más importante que sus fans veían en Lola la Trailera no eran sus minishorts, sino su “agencia”, su capacidad de acción.
¿Qué había en las películas que apoyara esta interpretación de Lola la Trailera? ¿Por qué estas cintas eran especialmente importantes para los hombres, y en algunos casos exclusivas para ellos? Las respuestas están en la trama. Al principio de la primera película, Lola todavía no es una trailera. Su papá trabaja en el norte como camionero, moviendo mercancías desde México hacia alguna parte del sureste de Estados Unidos. Como el hombre bueno y honesto que es, se niega a traficar drogas para un cártel coludido con el gobierno y poco tiempo después unos tipos misteriosos lo asesinan. Lola, su única hija, se ve rodeada por hombres que suponen que venderá el negocio de su padre y se irá de la ciudad, pero ella insiste en mantener el negocio a flote y manejar ella misma el camión, porque ningún hombre de su familia puede hacerlo. Además, usará su nuevo trabajo para buscar en secreto a los asesinos de su padre y vengar su muerte. Este crimen sostiene toda la trilogía, pero no de forma directa: después de la primera película, rara vez se menciona la búsqueda de los culpables. Sin embargo, la pérdida del padre motiva las luchas de Lola contra el crimen y las injusticias de todo tipo, explica por qué trata con respeto y ternura a quienes son más débiles y justifica su ocupación de trailera, un trabajo que –como las películas le recuerdan con frecuencia al espectador– debe ser desempeñado por un hombre.
Usar la muerte inesperada de parientes hombres para permitir que mujeres jóvenes desarrollen un rol masculino es un giro común en los medios mexicanos. La referencia más cercana de este relato en la historia de Lola la Trailera puede encontrarse en la historieta Adelita y las guerrillas, que apareció por primera vez en 1936 y se publicó semanalmente hasta 1959. Su autor, José G. Cruz, fue uno de los mejores artistas del medio. Adelita, una de sus mejores creaciones, era una joven cuyo padre murió a comienzos de la Revolución. Su hermano se convierte en capitán de una tropa para buscar venganza y proteger a la familia, pero un grupo rival lo asesina al principio de la serie. Para el final de la primera entrega, Adelita está sola y lidera una banda que se enfrenta a los soldados de Victoriano Huerta. Esto la llevó a protagonizar más de veinte años de aventuras en el campo y, después, en la ciudad, ya que poco a poco el personaje evolucionó y pasó de ser una soldadera con trenzas a una detective con elegantes atuendos citadinos. Como Lola, Adelita fue una chica que aprovechó las circunstancias trágicas de su familia para adentrarse en un ámbito masculino y después, mediante una popular narración episódica, continuó viviendo una vida independiente: soltera, autosuficiente, aventurera y en apariencia feliz. Para ponerlo de la forma más simple: la lógica narrativa de ambas series es que una mujer puede disfrutar del privilegio masculino de hacer un trabajo importante, poderoso y lucrativo, siempre y cuando sea por obligación, como una consecuencia de la violencia masculina hacia un miembro de su familia. Nadie puede culparla por tomar el rol masculino ni de disfrutar su trabajo, si nunca fue su intención hacerlo.
Claro que esta versión resumida de la trama resulta familiar. Hace más de cuarenta años, una generación de pensadoras feministas (Susan Brownmiller, Ann Barr Snitow y Molly Haskell, entre otras) apuntó que las escenas de violación en la ficción anglosajona, desde las canciones hasta las películas y novelas, seguían la misma lógica: los autores podían presentar el punto de vista de mujeres que tienen sexo e incluso lo disfrutan, siempre y cuando ellas no lo buscaran. La culpabilidad no dependía de haber tenido sexo o disfrutarlo: en la ficción de mediados del siglo pasado, la voluntad definía si un personaje femenino despertaba empatía o no. Reconocer y perseguir el deseo sexual servía para etiquetar a las mujeres de esas historias como inmorales o desagradables y justificar que a menudo acabaran mal. Pero si un personaje femenino era forzado a tener sexo, no se le podía culpar si, por alguna razón, lo disfrutaba. Bajo esta lógica sexista, la única manera de mostrar en un medio masivo a una mujer disfrutando del sexo era subrayar lo poco que ella lo deseaba. En otras palabras: hacer que todas las escenas en las que una mujer disfrutaba del sexo fueran escenas de violación.
El deseo que las heroínas mexicanas de ficción, como Lola y Adelita, no podían expresar o llevar a cabo era el de tener una profesión. Los autores de estos relatos populares resolvían el problema de presentar a una mujer competente en un puesto importante y bien pagado al forzarla a trabajar en él. Estos personajes nunca se quejan de que las circunstancias las hayan obligado a tener carreras glamurosas, pero tampoco defienden explícitamente su derecho a tenerlas, no critican a las mujeres que trabajan en el hogar ni discuten con quienes insisten en decir que luchar contra el crimen o manejar un camión es un trabajo de hombres. Al contrario, están de acuerdo, pero acuden al trágico destino de su hermano o padre como explicación. Ambos personajes tienen novios serios con quienes a veces trabajan en igualdad de condiciones, pero ni Adelita ni Lola se casan, porque la lógica narrativa sugiere que el matrimonio terminaría con esa relación laboral y, por lo tanto, con la historia. Tampoco tienen hijos (eso sería demasiado escandaloso), pero in- formalmente adoptan a huérfanos que actúan como sus compinches en algunas de sus aventuras. Además, tanto Adelita como Lola, a pesar de haber perdido a sus familias inmediatas, viven inmersas en una densa red de parientes, amigos y enemigos; su sentido de la obligación y su necesidad de proteger a sus cuasifamilias ponen en acción sus tramas. En suma, las vidas imaginarias de estos personajes son una solución muy satisfactoria a las dificultades y tensiones centrales de las mujeres en la realidad: el equilibrio entre las obligaciones y los placeres de la vida familiar y laboral y cómo encontrarlos dentro de una sociedad patriarcal que demanda que las mujeres den prioridad a la comodidad y la seguridad de los hombres sobre sus propios intereses.
Si dejáramos de pensar en Lola la Trailera en este punto, podríamos llegar a una conclusión deprimente: que muy pocas cosas cambiaron entre 1936, cuando Adelita y las guerrillas llegó a los puestos de revistas, y 1985, cuando se estrenó Lola la Trailera. Las mujeres debían tener las mismas fantasías sobre el trabajo, su autonomía y el poder; todavía tenían dificultades para equilibrar el ideal de administrar sus hogares y una realidad en la que debían trabajar para mantenerse a ellas mismas y a sus familias. Para las mujeres era imposible admitir que encontraban placer y poder en su trabajo.
Pero detenerse ahí deja nuestra pregunta sin resolver: ¿por qué Lola la Trailera resultaba atractiva para los hombres?, ¿por qué ellos representaban su principal audiencia? Los cómics de Adelita estaban dirigidos a niños y niñas, a hombres y mujeres. Para entretener a un público tan diverso su creador alternaba escenas pensadas para el lector masculino y el femenino: apasionantes balaceras y emocionantes fiestas; vestuarios a la moda y decorado de lujo, y maquinaria pesada y armas largas; tramas sobre rastrear criminales y otras centradas en el romance y las citas. Pero el público para los relatos episódicos sobre mujeres poderosas cambió entre 1936 y 1985, y Lola la Trailera era apropiada solo para hombres. ¿Por qué?
Para responder a esa pregunta es necesario recordar que el personaje de Adelita era solo un ejemplo del estereotipo de la “chica moderna” (que incluye, por otro lado, a doña Borola, de La familia Burrón). Esta categoría servía para bromear y narrar historias sobre el cambio de las relaciones de poder entre hombres y mujeres en las décadas posteriores a la Revolución. Gracias a que aparecía en relatos sobre la vida citadina y los espacios laborales urbanos, la chica moderna ayudó a los mexicanos a lidiar con las transformaciones en las esferas pública y privada. Eran chicas que podían o no estar casadas o tener hijos, pero siempre tomaban sus propias decisiones y perseguían sus intereses. Casi siempre eran chic, como las pelonas de los veinte, pero solo a veces eran sexualmente atractivas y rara vez se les presentaba como sexualmente disponibles. Los hombres mexicanos contaban con otras imágenes de mujeres atractivas y disponibles, porque los medios locales e internacionales presentaban a otras mujeres más accesibles a su imaginación erótica, desde las vampiresas del cine mudo de los veinte hasta las chicas de calendario de los cuarenta y las pin-ups y estrellas porno de los setenta. La figura de la chica moderna tenía otros usos en la imaginación popular y quienes quisieran una fantasía erótica podían –literalmente– mirar para otro lado.
Lola la Trailera no era del todo una chica moderna, porque combinaba a la mujer urbana independiente con una apariencia muy sexualizada (¿recuerdan esos minishorts?). Ella creó un lugar en la imaginación de los hombres para una mujer sensual y deseable con quien podían compartir el poder. Esto no era precisamente bueno para las mujeres. Intentar parecerse a Lola la Trailera era mucho más complicado que imitar a doña Borola Tacuche de Burrón. Las mujeres que tenían como referencia este estereotipo de una mujer moderna, poderosa y trabajadora debían ser sensuales además de ambiciosas. Quizá eso explique un poco por qué muchas mujeres no vieron las películas de Lola: pensaban que no estaban hechas para ellas.
Además, la caracterización de Lola la Trailera se fue haciendo menos ruda y significativamente más sensual a lo largo de la trilogía: su camión comenzó siendo uno cualquiera y terminó siendo rosa, su ropa se volvió más reveladora y sus discusiones con personajes masculinos eran más sugerentes hacia el final de la serie. Incluso los ángulos de la cámara parecían responder a las demandas de un público masculino. Los creadores de Lola la Trailera comenzaron con una película de acción sobre una chica moderna, pero terminaron contando la historia de un personaje distinto.
Así, podríamos entender el amor de los hombres hacia Lola la Trailera como la apropiación y sexualización masculina de la chica moderna. ¿Cómo sucedió esto y por qué sucedió en ese momento? Lola la Trailera, una mujer trabajadora y accesible a la imaginación masculina, llegó justo cuando los hombres la necesitaban. En los ochenta, el número de mexicanos trabajando en el extranjero había crecido y comenzó a ser común, sobre todo en el norte, que los hombres jóvenes cruzaran la frontera solos, dejando atrás a sus familias con la esperanza de regresar con ahorros. Como nunca antes, los hombres mexicanos tuvieron que inventar maneras nuevas de pensar a las mujeres que habían dejado atrás y que administraban sus hogares por cuenta propia. Lola la Trailera, una norteña cuya historia coincidía con los cambios sociales de su tiempo y lugar, podía ser entendida como una visión idealizada de esas mujeres: casta, pero sexi; sola, pero rodeada de familia; competente en una carrera masculina que nunca pensó seguir, ejerciendo su agencia con orgullo, pero de una manera que los hombres podían admirar. Más allá del camión rosa y los hot pants, esa es la razón por la que Lola la Trailera fue importante entonces y es recordada ahora: les dio a los hombres mexicanos una nueva manera de imaginar, entender y trabajar al lado de las mujeres mexicanas. ~
Traducción del inglés de María José Evia Herrero.
1 Comentario de mao hormazabal en “Lola la trailera 2 de 10.wmv”: bit.ly/2OtPm6V (2015), consultado el 1 de septiembre de 2018.
2 Jim McLennan, “Girls with guns: Mexico”: bit.ly/2CkNJRu, consultado el 7 de septiembre de 2018.
es historiadora y profesora en York University. En 2004, el FCE publicó su libro Del Pepín a Los Agachados. Cómics y censura en el México posrevolucionario