El idioma del amo

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A principios de los ochenta, por iniciativa de Margarita López Portillo, los académicos de la lengua emprendieron una campaña publicitaria para defender el español contra la corruptora penetración del inglés. El temor de Margarita y su séquito de carcamanes era que el espanglish sentara sus reales en Tepito y Neza, como lo había hecho ya en las ciudades fronterizas, y en poco tiempo siguiéramos los pasos de Puerto Rico. La campaña fracasó porque un idioma no se puede proteger por decreto, pero, sobre todo, porque estaba mal enfocada: la penetración lingüística no necesariamente empobrece la cultura de un país y a veces puede enriquecerla, cuando la mayoría de la población evoluciona hacia el bilingüismo. Lo dañino es bombardear al pueblo con mensajes en inglés y obligarlo a rendir pleitesía a una lengua desconocida, sin darle medios para aprenderla.
     Cuando México sea un país bilingüe, cuando hayan desaparecido las barreras culturales que nos separan de los Estados Unidos y, junto con ellas, las barreras políticas y económicas, los anuncios en inglés que ahora proliferan en las calles, en la prensa y hasta en los urinarios públicos perderán gran parte de su atractivo, porque dejarán de ser un signo de status. El grupo social a quien va dirigida esa propaganda no ha sido nunca la élite anglófila, sino la mayoría monolingüe, a la que se busca excluir de un diálogo privado entre “gente bien”. Y como sucede en los actos circenses con animales amaestrados, los excluidos mueven la cola con alegría cada vez que los tratan a chicotazos. Desde hace décadas, un amplio sector de la sociedad mexicana, el más indefenso ante la presión de los medios, contrajo el hábito de reverenciar lo que no entiende, y su progresiva pérdida de autoestima se ha vuelto un factor insoslayable en cualquier plan de mercadotecnia. Las distribuidoras de cine hollywoodense ya ni se molestan en traducir los títulos de sus películas. ¿Para qué, si los pobres no tienen dinero para ir al cine y el clasemediero que va a ver Rugrats considera un altísimo honor que lo traten como un gringo de segunda? Aunque su mercado es el público hispanohablante, y por interés comercial deberían cuidar a la gallina de los huevos de oro, las televisoras nacionales también idolatran el idioma del amo. T.V. Azteca lanzó al aire un programa de concursos que se llama Jeopardy. Sus productores seguramente conocen bien al público masivo, han hecho encuestas sobre su nivel de escolaridad y saben que el 90% del auditorio no entiende esa palabra ni acudirá al diccionario para buscarla. Pero no se trata de enseñarle inglés a los nacos, sino de apabullarlos con el fulgor de lo incomprensible.
     Por fortuna, la imaginación popular opone resistencia al diluvio de signos vacíos y trata de superar la marginación aproximándose al bilingüismo. Los chavos banda que aprenden fonéticamente las canciones de rock en inglés tienen un legítimo anhelo de sintonizarse con la juventud mundial, frustrados por la miseria y la falta de oportunidades. Su actitud refleja un avance en la psicología del oprimido, si la comparamos con el terror lingüístico del Chango Casanova, que se iba a la lona cuando sus rivales negros le hablaban en inglés. Por una extraña paradoja, el colonialismo lingüístico provoca mayores estragos psicológicos entre los chavos de clase media. Hace poco, en un bar de Cuernavaca me tocó admirar a un racimo de bellezas criollas que oían rap con un respeto paralizante, como si escucharan una misa cantada en latín. El rapero lanzaba denuestos contra la raza blanca y prometía matar a todos los güeros que encontrara en la calle, pero ellas no se daban por aludidas y hasta coreaban con entusiasmo el estribillo de la canción. Era evidente que no entendían la letra, pero, en el medio donde se mueven, reconocer la ignorancia del inglés equivale a confesar una enfermedad venérea. Cuando un hispanohablante está libre de complejos, asume con desenfado su ignorancia de otras lenguas. El director de teatro Julio Castillo no sabía ni media palabra de inglés y sin embargo fue un gran admirador de los Beatles. En las fiestas, con media botella de vodka encima, solicitaba a sus compañeros de farra: “por favor, pongan otra vez Lady Bee“. Se refería a Let it be, pero como ese título no le decía nada, prefería creer que Lennon le cantaba a una misteriosa dama con nombre de abeja.
     De niño, cuando veía series estadounidenses dobladas al español y escuchaba en el radio las versiones mexicanas de las baladas rocanroleras, llegué a pensar que mi país era una mala copia de los Estados Unidos. Para conocer la célula madre de donde habían salido esas clonaciones, en la adolescencia me puse a estudiar inglés, más tarde viví un tiempo en Filadelfia y lo que aprendí me ayudó indirectamente a valorar la riqueza cultural de México. El problema es que muchos mexicanos hacen ese viaje de ida, pero no de vuelta. Frente a la hispanofobia de la derecha estadounidense, que ha proscrito ya la enseñanza del español en las escuelas oficiales de California, esgrimiendo argumentos dignos de Milosevic, el gobierno mexicano debería reforzar la enseñanza del inglés en nuestras escuelas públicas, para competir ventajosamente con los monolingües del otro lado. Pero no podemos entrar a esa competencia con un complejo de inferioridad a cuestas. Una conquista cultural de tal magnitud exigiría, en primer lugar, tomar conciencia de que el español no es mejor ni peor que ninguna otra lengua. A menudo, los mexicanos angloparlantes que trabajan en comercios o restaurantes de Estados Unidos se molestan cuando un paisano les habla en español, como si su lengua materna fuera un estigma. La guerra está perdida de antemano si nuestro ejército de ocupación adopta la ideología racista del enemigo para meterse autogoles. –

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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