Las palabras y la mala fe

En el debate público se emplean términos sin especificar el significado y las connotaciones que tienen para quien los usa, a menudo con la intención de tergiversar y manipular. La solución quizá sea enseñar a los lectores y oyentes a detectar la argumentación engañosa.
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–Cuando yo utilizo una palabra –dijo Humpty Dumpty en un tono más bien desdeñoso– significa lo que yo quiero que signifique: ni más ni menos.

–La cuestión –dijo Alicia– es si puedes hacer que las palabras signifiquen tantas cosas distintas.

–La cuestión –dijo Humpty Dumpty– es saber quién manda.

Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas.

Soy matemático. En la escritura matemática, definimos con frecuencia nuevos términos técnicos. A veces esos términos son nuevas acuñaciones –como el “quark” de los físicos–, pero a menudo son palabras que tomamos prestadas del lenguaje común y a las que damos nuevos significados. Cosas como:

Definición: Un erizo es un compacto de Siegel que contiene un punto fijo indiferente irracional y que no está contenido en la clausura de un dominio de linealización.

Esta definición es clara e inequívoca (para un lector formado en el tema, no hace falta decirlo). Ningún matemático protestaría ante esta definición porque entra en conflicto con el significado establecido de “erizo” en zoología. Todo el mundo sabe que es un término técnico con un significado local preciso, y no hay el menor riesgo de confusión.

Charles Dodgson (más conocido por su seudónimo Lewis Carroll) era un matemático distinguido así como novelista. El dictum de Humpty Dumpty de que “una palabra significa lo que quiero que signifique” –que a menudo se considera satírico– en realidad no es otra cosa que una práctica matemática estándar.

Así que ningún matemático objetaría si un artículo empezara:

En este artículo la palabra “tránsfobo” significa “una opinión sobre el sexo y el género que está en desacuerdo con la ideología de la identidad de género”.

O quizá de manera más sencilla:

En este artículo la palabra “tránsfobo” significa “una opinión sobre el sexo y el género que está en desacuerdo con la mía”.

Esta redefinición de una palabra bien conocida podría parecer extraña o idiosincrásica, pero al menos sería transparente; no llevaría a ningún lector a la confusión.

Por desgracia, quienes escriben sobre asuntos sociales y políticos no suelen introducir sus redefiniciones de una manera tan directa. En vez de eso, las cuelan subrepticiamente: emplean una palabra con un sentido técnico privado al mismo tiempo que permiten que sus lectores interpreten la palabra en el sentido que habitualmente tiene en el lenguaje común. Por ejemplo, donde “tránsfobo” significa “caracterizado por el temor (o quizá el odio) a las personas transgénero”. Por decirlo sin rodeos, estos autores intentan ganar un debate engañando a sus lectores: creando y luego explotando una confusión entre dos significados de la misma palabra.

Sin embargo, los que utilizan así la palabra “tránsfobo” probablemente no son conscientes de sus argucias. De hecho, negarían con vehemencia cometerlas. Para ellos “tránsfobo” seguramente significa algo como “opuesto a los derechos legítimos de las personas transgénero”, y asumen que sus lectores entenderán eso.

Pero todo el problema, por supuesto, es que diferentes personas tienen ideas distintas sobre cuáles son los derechos legítimos de las personas transgénero: por ejemplo, cuando se trata de vestuarios o de la competición en deportes femeninos. Así que el escritor utiliza la palabra “tránsfobo” para designar “opuesto a lo que considero que son los derechos legítimos de las personas transgéro”, sin expresar explícitamente esta aclaración crucial –y muchos menos explicar cuál es esa concepción oculta– y el lector se ve engañado una vez más.

Por desgracia, hasta los profesores de filosofía –una disciplina que dedica mucha atención a la precisión en el uso de la palabra– pueden caer en la trampa. Por ejemplo, en una carta abierta, escrita por un grupo de distinguidos filósofos, en protesta contra el honor otorgado por el gobierno británico a la filósofa Kathleen Stock –una posición que sin duda tienen derecho a tomar, del mismo modo que otros pueden tener una opinión distinta– los autores etiquetan alegremente la obra de la profesora Stock como “alarmismo tránsfobo”. En ningún lugar de la carta definen el incendiario adjetivo, y mucho menos abordan (ni siquiera caracterizan de forma adecuada) el contenido de los argumentos de Stock.

A veces esta treta terminológica se combina con intentos todavía más descarados de ganar un debate social o político por decreto lingüístico. Una reciente carta sobre derechos trans dirigida a Advance High Education –una ong británica dedicada a promover la igualdad racial y sexual, la diversidad y la inclusión en la educación superior– da un ejemplo bastante extremo. Tras la acostumbrada denigración de sus adversarios como “peligrosamente tránsfobos”, la carta continúa:

El Congreso sobre Género en he iba a incluir una mesa redonda sobre las “conexiones y tensiones entre derechos basados en el sexo y derechos inclusivos de género”. El propio marco de la mesa implicaba que los derechos de las mujeres cis y de las mujeres trans están separados y en tensión. Sin embargo, desde el punto de inclusividad tal como la definen los estatutos de Athena Swan, las mujeres trans son mujeres y por tanto no existe esa tensión.

La lógica es asombrosa. Puesto que las “mujeres trans” –es decir, varones biológicos que se consideran mujeres– son de hecho mujeres, no puede haber ninguna tensión entre los intereses de las “mujeres cis” y las “mujeres trans”. Q.E.D.

Así, los autores de esta carta no se contentan con ganar el debate a través de la prestidigitación lingüistica. Quieren demostrar que no hay nada que discutir, que un espinoso asunto social y político no existe.

No habría ninguna necesidad, por tanto, de aportar una consideración atenta y empática a los intereses legítimos –y, por desgracia, en conflicto– de distintos grupos de personas. No habría ninguna necesidad de debatir respetuosamente entre identidades y líneas ideológicas, y de alcanzar compromisos justos. Sencillamente, no hay tensión: fin de la historia.

Por descontado, esta supuesta “demostración” es una patraña. La premisa del argumento, que “las mujeres trans son mujeres” –o, por decirlo con más precisión, que las “mujeres trans” y las mujeres de nacimiento deberían ser tratadas del mismo modo en todas las situaciones– es exactamente lo que se debate. Los autores demuestran que tienen razón asumiendo que tienen razón. Esta vieja táctica se llama petición de principio.

De hecho, aunque uno acepte en aras de la discusión que “las mujeres trans son mujeres”, la lógica todavía falla. Las mujeres negras son mujeres –nadie niega eso– pero de ahí no se deduce que no puede haber tensiones entre los intereses de las mujeres negras y de otras mujeres. (De esas tensiones trata la “interseccionalidad”, después de todo.)

Además, la locución “mujer trans” es en sí una estafa lingüística. El uso corriente nos dice que “nombre + adjetivo” describe una subclase de lo que describa el “nombre” (por supuesto, hay excepciones, como “perrito caliente”, pero esta es la regla general); y esta regla gramatical está implícita en el cerebro de todos los hablantes de español. Así que la locución “mujer trans” induce a los oyentes a aceptar, sin pensarlo, que por supuesto que las mujeres trans son mujeres, y esto no como resultado de un delicado debate social y político en torno a quién debería tener acceso a qué espacios, sino simplemente como tautología, a la manera del inocuo aserto de que “las mujeres japonesas son mujeres”. Confieso que yo también caí una vez en esta trampa, hasta que una amiga feminista crítica con el concepto de género señaló mi error.

La ideología de la identidad de género puede ser un caso extremo en su estratagema para ganar debates políticos retorciendo el significado de las palabras, pero no es ni de lejos el único ejemplo. Por desgracia, ambos lados del debate sobre la “teoría crítica de la raza” han empleado esta misma táctica. Con frecuencia, la derecha ha dado la etiqueta de “teoría crítica de la raza” a todo esfuerzo, por justo y basado en la evidencia que estuviera, destinado a estudiar y enseñar con honestidad la historia de la esclavitud y de la discriminación racial. A su vez, los defensores de la teórica crítica de la raza han fingido a menudo que no es nada más que un esfuerzo por estudiar y enseñar con honestidad la historia de la esclavitud y de la discriminación racial. Ambas son tergiversaciones, y la confusión se complica por el hecho de que la “teoría crítica de raza” no connota una única doctrina, sino una variedad de opiniones relacionadas pero a veces contradictorias.

Seré claro: no me quejo de que los significados de las palabras cambien con el tiempo. Por ejemplo, la palabra “padre” significaba tradicionalmente “una persona que es uno de los progenitores de un niño”, es decir, padre biológico. Pero ahora la mayoría de la gente entiende que la palabra significa “una persona que asume responsabilidades paternales hacia un niño”, es decir, un padre legal o social, y decimos explícitamente “padre biológico” cuando nos referimos a eso. De hecho, como padre adoptivo que soy, me pondría furioso si alguien, utilizando la vieja definición, fuera a decirme que no soy un padre real.

Así que el problema no es que el significado de las palabras cambie con el tiempo; eso es algo que se da por sentado. El problema consiste en que escritores en un momento dado utilicen las palabras en un sentido que es radicalmente distinto a como interpretarán sus lectores esas palabras en ese mismo momento, y cuando, además, esa malinterpretación desempeña un papel central a la hora de hacer que un argumento defectuoso parezca fuerte.

Dicho esto, mi petición a los escritores de todas partes de que sean más cuidadosos con las palabras puede ser soplar contra el viento. Desde hace un tiempo inmemorial, los que participan en el debate público han empleado tácticas engañosas para ayudar a que su lado “gane”, y especialistas en publicidad y relaciones públicas han refinado esa práctica. Probablemente no es realista esperar que la gente, ahora, modere voluntariamente su uso de este método ya comprobado, justo en un momento en el que las redes sociales han incrementado su efectividad.

Hay también obstáculos psicológicos. Cuando la gente piensa que tiene razón sobre algún asunto, siente la tentación de saltarse las reglas en el debate: en vez de explicar claramente las razones por las que considera que tiene razón –y por tanto abrir ese razonamiento a la crítica pública y la posible refutación–, puede dar por sentado que tiene razón y simplemente busca la forma más eficaz de conducir a su audiencia a la conclusión deseada. Esta tentación se aplica con especial fuerza psicológica cuando el tema que se debate es intensamente moral: la gente se puede convencer de que el objetivo moralmente virtuoso justifica la leve transgresión ética del engaño. Además, la tentación se refuerza cada vez que una o las dos partes del debate consideran que no es un discreto desacuerdo sobre un asunto de políticas públicas sino una escaramuza más en una guerra entre el bien y el mal. En cambio, la participación de buena fe en el debate público requiere que cada uno de nosotros reconozca que podemos estar equivocados; y ahora la gente parece cada vez menos inclinada a conceder esa posibilidad, especialmente en asuntos que tienen un intenso valor moral.

Así que la solución puede consistir no en formar a los comentaristas públicos para que sean más sinceros, sino en instruir a los lectores y los oyentes para ser más exigentes: detectar mejor la argumentación engañosa. En particular cuando se emplean términos con una connotación peyorativa –palabras como “tránsfobo” (por no decir nada de su feroz primo, “terf”), misógino, sexista, racista, “fascista,” “antisemita” e “islamófobo”, por citar solo unos cuantos–, los lectores deberían preguntarse: ¿cuál es la definición implícita para el autor de este término? ¿Este uso concuerda con la definición comúnmente aceptada? ¿Y sustancian las pruebas (si las hay) presentadas por el autor la acusación, tal y como la interpretan las dos definiciones?

Quizá, si los lectores y los oyentes fueran más exigentes, los escritores y los hablantes tendrían menos incentivos para emplear subterfugios lingüísticos. ~

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

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es físico y matemático, y profesor en la Universidad
de Nueva York. Es autor, junto con Jean Bricmont, de Imposturas
intelectuales (Paidós Ibérica, 2008).


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