Invitación al fragmento

La palabra quebrada. Ensayo sobre el ensayo

Martín Cerda

E1 Ediciones/La Rana/Los Otros Libros

Guanajuato, 2022, 228 pp.

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A decir de algunos de sus más fervientes lectores, Martín Cerda es una pieza clave del ensayo literario chileno. Por ello, la publicación en México de su libro La palabra quebrada se inscribe en un esfuerzo editorial de rescate y difusión de su sugerente obra, poco leída en su país y apenas conocida fuera de sus fronteras. Dentro de la ensayística chilena que, a consideración del también chileno Gonzalo Geraldo, generalmente está dedicada a la revisión de tópicos de interés antropológico y sociológico, Cerda sobresale por su voluntad artística y por sumergirse a fondo en la ponderación de un género que no ha suscitado mucho mayor interés en su propia tradición literaria.

Esta nueva edición de La palabra quebrada tiene en cuenta que en México leemos a Cerda como una novedad, aunque su libro se haya publicado por primera vez en 1982. La inclusión de una cronología, imágenes varias, así como el discurso con el que aceptó el premio otorgado por la Academia Chilena, posibilita que nos familiaricemos con su figura. Vale mencionar que el subtítulo Ensayo sobre el ensayo puede resultar engañoso para los lectores que se acerquen con la expectativa de encontrar una reflexión puntual y constante sobre el género. Si bien la primera parte, en efecto, se destina a examinar algunos rasgos del ensayo (principalmente desde su origen con Montaigne y a la luz de las famosas ideas de Lukács), los tres apartados siguientes se ensanchan para dar cabida a disquisiciones sobre el papel del escritor en la sociedad y las condiciones de su oficio, todas ellas mediadas por el análisis de distintas figuras como Francis Bacon, Franz Kafka, Walter Benjamin, entre muchos otros.

En sus ensayos, Martín Cerda se retrata como un apasionado lector que posee una biblioteca personal amplísima. Esta erudición no rivaliza con la claridad y comprueba que, como dice Liliana Weinberg, el ensayo representa desde Montaigne “la superación del mero comentario de las obras de otros autores para convertirse en una verdadera escritura a partir de la lectura”. Cerda no es un aforista, es un seleccionador de la obra ajena: mediante la cita teje su propio entramado personal y cincela sus ideas.

Si bien en algunos textos se le puede extrañar por quedar soterrado bajo las palabras de otros, es hábil delegando la voz y amueblando un mundo de lecturas vastísimo. Resulta gozoso ser partícipe de las conexiones insospechadas que él halla entre distintas latitudes. Hace que recordemos que uno de los elementos fundamentales del ensayo –la perspectiva– no solo se recrea mediante las opiniones radicales proferidas de un tajo. Tener perspectiva sobre un asunto, el que sea, significa en última instancia ser consciente de nuestro propio modo de mirar y, por tanto, compartir aquella óptica desde donde se observa. El autor nos pasea por sus libros y escritores predilectos como un guía experto que muestra los sitios, consabidos y excéntricos, que permiten conocer mejor una ciudad.

Las ideas sobre el ensayo que le interesan a Cerda no asombran por su innovación, en realidad, dialogan con muchísimos otros ensayistas que las han compartido. No obstante, esto no debe restar el atractivo de La palabra quebrada que se logra, principalmente, por la habilidad que tiene su autor para confeccionar textos brevísimos que alcanzan una densidad sorprendente; ensayos cortos que se pueden leer con placer y con la certeza de que cada cierto tiempo se encontrará una pepita de oro, sobre todo proveniente de su invocación a los distintos escritores que conforman su bagaje de lector ávido. Además, permiten comprender el alcance y permanencia de ciertos lugares comunes que aún hoy permean la vida literaria. Por ejemplo, Cerda recuerda que “algunos detractores españoles e hispanoamericanos de Ortega, le reprochaban ser solo un ensayista”. Se queja de que el ensayo sea un género desatendido y menospreciado, a pesar de ser puntero en la historia de la literatura y las ideas. En muchas esferas, esto no ha cambiado mucho ya que para muchos sigue siendo una mera prosa de ocasión sin ambiciones literarias. No hay mejor muestra de ello que aquellas antologías de ensayo que no son sino meros compendios de artículos diseminados por doquier. Basta con revisar el índice de las antologías de ensayo hispanoamericano más relevantes de nuestro país para comprobar, como broma cruel, la ausencia del propio Cerda y la inclusión de textos medianos redactados por poetas y narradores.

Quizá por todo ello, una de las más grandes obsesiones de Cerda sea su interés por la forma en el ensayo. En un texto dedicado expresamente a este tema –“Vida, forma y ensayo”– afirma que, sin dejar de lado su relación con la verdad, “es su dimensión formal la que permite, justamente, leerlo una y otra vez, aun cuando el contenido de sus proposiciones haya sido superado, recusado u olvidado por el desarrollo ulterior de la filosofía, las ciencias o la historia”. Lo desconcertante es que, para ser una de sus predilecciones, Cerda no se afane necesariamente en ser un orfebre del lenguaje. Acaso se comporte como el extremo contrario de Alfonso Reyes: mientras Cerda elogia la forma sin practicarla hasta sus últimas consecuencias, el regiomontano designa al ensayo como escritura “ancilar” pero se ejercita en él como el más próspero de los géneros literarios.

¿Dónde se nota, entonces, la importancia de la forma en la escritura ensayística de La palabra quebrada? En Cerda no hay trazos de la variedad discursiva y la prosa exacta de Reyes, por ejemplo, o de la espléndida inventiva desbocada de Gabriel Zaid. Quizá sea la predilección por el fragmento su mayor apuesta ensayística y formal. El libro es un cúmulo de asuntos que, aunque misceláneos, martillan sobre ideas en común. En las primeras páginas, Cerda declara su poética sobre el fragmento. No lo ve como los restos de un discurso perdido (como sucede con Heráclito) ni como los apuntes de una obra en proceso (como en Pascal), sino como “un modo de mirar y valorar el mundo”. El fragmento es ese texto autónomo que delata sus propios límites: se sabe incapaz de contener el mundo entero, incluso se opone a la mirada única, se adhiere a la inexactitud y a la parcialidad. Agrega Cerda: “el ensayo no pretende hoy ‘exponer’ una visión o un saber total (y muchas veces ‘totalitario’), sino introducir una mirada discontinua en un mundo que, en lo más sustantivo, se oculta o se enmascara con diferentes ropajes y lenguajes ‘totales’, monolíticos y opresivos”.

Sin duda la lectura de Cerda resulta estimulante en días como los nuestros en donde el fragmento se ha convertido, más bien, en el discurso homologador por excelencia: monolítico y total. No sorprende que el ensayo contemporáneo lo haya convertido ya en una fórmula (textos y libros enteros con unidad temática, pero diseccionados en trozos; apuntes apilados). Si las prácticas de escritura de hoy obligan al pensar fraccionado de los medios digitales, el libro de Cerda puede leerse como una invitación para buscar el fragmento y no la pedacería.

Según narra Christopher Domínguez Michael en el prólogo de La palabra quebrada, Cerda se enfrentó al terror más grande que ha azotado a los libros desde tiempos antiguos. Un año antes de su muerte, se incendió la estancia que albergaba sus manuscritos y su biblioteca. Ese 11 de agosto de 1990 Cerda se sumó a la larga lista de bibliófilos que han perdido lo más preciado a causa de la ceguera o de las llamas. Debido a esto, no se puede leer La palabra quebrada sin advertir una ironía trágica: el escritor que rechazaba los fragmentos que no son más que vestigios y apuntes terminó por legar también los restos de un incendio. Quizá Harold Bloom tenía razón al decir que el ensayista es a la vez un profeta, pues este libro con el que Cerda obtuvo el premio más importante de su país es el que explica aquellas aristas lacerantes de su biografía que lo vinculan a la destrucción y al olvido. ~

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(Ciudad de México, 1993) es ensayista. En 2017 obtuvo el premio de ensayo en el certamen internacional “Sor Juana Inés de la Cruz” por su libro Tomografía de lo ínfimo


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