El 22 de mayo asisto al teatro Venustiano Carranza para ver una de las presentaciones de La caravana del humor, un espectáculo producido por Enrique Gou y que ha sido promocionado en diversos medios como un “merecido homenaje a la carpa mexicana”: seis cómicos en escena contando lo mejor de su repertorio. El mejor chiste de esta tarde es el siguiente:
–Todos sabemos que los comediantes se van de tres en tres… El viernes murió Charly Valentino… Me acaban de informar que hace unas horas se nos fue Leonorilda Ochoa… En esta ocasión fueron dos y medio porque también se murió Margarito…
El público estalla en carcajadas, pero el comediante todavía tiene una última frase bajo la manga:
–Así que hoy me dije: “Al menos esta semana ya chingué.”
Es un buen chiste porque: a) cuenta la historia de un hombre que se enfrenta a la idea de morir, b) es estrictamente honesto. El señor que habla en este momento sobre el escenario es Tony Flores, un cómico de 66 años a quien en 2015 le fue diagnosticada una esclerosis lateral amiotrófica (que “no tiene cura, como la parroquia de mi pueblo”, según explica, con las dificultades propias del padecimiento). Con escasa movilidad, postrado en una silla de ruedas y haciendo las pausas necesarias para recibir oxígeno de un tanque, Flores entró a escena en calidad de “guerrero”, si atendemos a las palabras que utilizó el responsable del sonido local. El teatro casi se derrumba en aplausos para recibirlo, pero el cómico pronto deja en claro que su condición actual no va a corroer su vocación humorística:
–Ahora les voy a contar un chiste de putitos… Ah, ya me acordé que no puedo decir “puto”… que porque les duele… Pero lo que se comen por atrás no les duele…
Nuevas carcajadas. Los siguientes veinte minutos son una mezcla entre lo vergonzoso, lo indignante y lo insoportable. A Flores lo rodea esa aura con la que vemos a alguno de los supervivientes de los Andes dar una conferencia de management: a ratos brilla la admiración, pero la mayor parte del tiempo uno se encuentra abstraído por el horror. La presentación no es muy distinta de todo lo que veo esta tarde: chistes sobre la pederastia, historias de esposas histéricas, aventuras de hombres afeminados. Mientras Flores hace mofa de la virilidad del ayudante que empuja su silla de ruedas una pregunta se vuelve inevitable: ¿en qué momento un hombre decide que lo que quiere hacer por el resto de sus días es contar chistes misóginos y homófobos?
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En la historia de la música mexicana, la pieza en donde más veces se repite la palabra “puto” no es la que hizo famoso a Molotov sino otra que descubro durante el espectáculo Doce dioses en pugna, en el centro pluricultural Nezahualcóyotl, en Ciudad Neza. Lápiz en mano, cuento 58 veces en poco menos de cuatro minutos. Ni siquiera en un partido de la selección mexicana hay un promedio más alto que eso. De hecho, es posible que si usted se lo propone sea incapaz de hilar tantas veces la palabra “puto” al primer intento. Se necesita mucha práctica.
El público muere de risa, como es de esperarse. En el escenario, una comediante disfrazada de Mahoma entona estos versos a un ritmo cadencioso:
Puto, dicen que solo para el portero contrario intimidar.
Puto, pero es en buena onda, no vayan a malpensar.
Puto, si la homofobia no fuera parte de nuestra educación.
Puto, si no te gustara tanto Molotov y su canción.
Puto el que lo lea, puto el que lo vea,
puto el que lo oiga, puto el que lo crea.
Puto, puto, puto, puto, puto, puto, puto.
No por mucho decir “puto” te haces menos bruto.
Para todos aquellos que no consideran que la palabra “puto” sea discriminatoria, a menos que se diga mientras se golpea a un homosexual, esta canción de Fernando Rivera Calderón representa una suerte de cortocircuito. Es altisonante, pegadiza y “políticamente correcta” de una manera un poco extraña. Se diría incluso que es moralizante, pero hay algo que no encaja: un puritano no la pondría en su autoestéreo y tampoco lo haría un insolente que se crea aleccionado.
De hecho, Doce dioses en pugna –un espectáculo de la compañía de cabaret Las Reinas Chulas y Fernando Rivera Calderón– desconcierta por las mismas razones. En todo momento camina por una línea muy delgada entre el humor intelectual, el chiste cándido, las obscenidades, la blasfemia y el feminismo. Y es aquí, en el municipio más poblado del Estado de México –donde un millón de personas se declaran católicas y ocho de cada diez mujeres han sufrido algún tipo de violencia–, que el discurso feminista y antirreligioso de Doce dioses en pugna tiene una de las recepciones más entusiastas que me haya tocado ver en un teatro. La cantidad de niños, gente de mediana edad y ancianos que abarrotaron el recinto bien podía hacernos pensar que nuestra idea de “entretenimiento para todas las edades” necesita una urgente actualización.
Jesucristo, Buda y Mahoma se disputan la fe de una humanidad que, con el paso de los años, se ha vuelto menos creyente. Durante hora y media estos personajes intentarán ganarse la devoción del auditorio, interpretando canciones, hablando de las virtudes de sus respectivos paraísos, haciendo trucos de prestidigitación y, en última instancia, en un certamen de penes (entre divinidades es la extravagancia, y no la longitud, el atributo a considerar). En su cruce afortunado de farsa política y fábula moral, Doce dioses en pugna apunta hacia el carácter misógino que comparten las grandes religiones, que no han perdido oportunidad de prometer a sus varones una vida en el más allá al lado de 72 vírgenes o atribuir el pecado original a la curiosidad de una mujer. Sorprende, en primer lugar, el amplio espectro de sus referencias populares: Jesucristo tiene voz de Enrique Rambal, Carmen Aristegui sirve para explicar la devoción que despierta la Virgen de Guadalupe entre los mexicanos y Buda suelta frases que, a decir de sus colegas, “parecen tuits de Jodorowsky”. Y no obstante, sus constantes críticas al catolicismo no son ni de cerca lo más arriesgado del montaje: en medio de un número musical hace su entrada Coyolxauhqui, la diosa a quien su hermano Huitzilopochtli descuartizó, en una clara representación de los feminicidios y los crímenes del narco. La deidad mexica no había sido invitada a la tertulia, porque en la repartición de la humanidad no puede correrse el riesgo de que una mujer obtenga algunos partidarios.
Las relaciones entre religión y risa siempre han sido problemáticas, del mismo modo que lo han sido las de las mujeres con la religión. La primera risa conflictiva que se escucha en el Antiguo Testamento proviene de una mujer. En Génesis 18 Yahvé dice a Sara y a Abraham que se preparen para ser padres, un anuncio que a ella le resulta hilarante. “¿Después de que he envejecido tendré deleite, siendo también mi señor ya viejo?”, pregunta Sara, que en ningún momento ha dejado de ver los inconvenientes técnicos del plan de Dios. Ante semejantes dudas sobre su poder, Yahvé censura la risa de Sara, dejando constancia escrita por primera vez de una ofensa por un chiste inapropiado. Por siglos, los exegetas bíblicos han dedicado una respetable parte de sus esfuerzos para interpretar cuál es el estatus de la risa a los ojos de Dios. ¿Será el derroche de pecado de los necios, como dice Eclesiástico 27:13, o la recompensa de los que ahora lloran, como se lee en Lucas 6:21? A juzgar por algunos pasajes, uno no debería burlarse de la fe (II Pedro 3:3) ni de los profetas calvos (II Reyes 2:23), pero al mismo tiempo debería entender que a veces Dios parece reírse del sufrimiento de los inocentes (Job 9:23). Con esa variedad de perspectivas sorprende que algunos de los primeros padres de la Iglesia lo tuvieran todo tan claro: Jesús “jamás sucumbió a la risa”, asegura san Basilio, “por el contrario, predicó la desdicha de los que se dejan dominar por ella”; hay que evitar las bromas, recomienda san Ambrosio; en las mujeres, advierte san Clemente de Alejandría, la risa “facilita el paso a las calumnias”.
Quizá por todo ello la imagen de un Jesús reprimido, nervioso y cuyo mejor truco es fingir que es el Cristo de Corcovado, a fin de que algunos asistentes suban al escenario a tomarse selfies, es todavía más divertida en Doce dioses en pugna. Hay un carácter liberador en la ridiculización de algunas figuras veneradas por millones de seres humanos, pero la mayor transgresión proviene de que todos esos personajes están representados por mujeres: Cecilia Sotres es Jesús; Ana Francis Mor, Mahoma; Marisol Gasé, Buda, y Nora Huerta, el inesperado superhombre de Nietzsche. También participa Fernanda Tapia en el papel de la Pachamama que, después de diversas metamorfosis, termina convertida en una mujer sexualmente liberada que baña con leche materna a las primeras filas. Todo es delirante y al mismo tiempo significativo para la mayor parte de los asistentes (una niña de unos nueve años, que se encuentra atrás de mi asiento, es elocuente en las preguntas que le hace a su papá). En su Comentario a la epístola de san Pablo a los hebreos, Juan Crisóstomo aconsejaba a los cristianos del siglo IV evitar las “risas insolentes, [con las que] imitáis a las mujeres insensatas y mundanas y [que], como esas que salen en las tablas del teatro, intentáis hacer reír a los demás. He ahí el desbarajuste, he ahí la destrucción de todo bien”. Las carcajadas que escucho en el centro pluricultural Nezahualcóyotl me hacen pensar que el santo tenía razón y que, por supuesto, la destrucción de todo bien no puede sino representar una gran noticia.
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–Nuestra abuela es la carpa mexicana: Palillo, Cantinflas, Tin Tan, la Guayaba y la Tostada, toda esa banda que le hablaba al público de los sucesos políticos de su momento –reconoce Cecilia Sotres, quien me recibe, al lado de las otras tres Reinas, después de uno de sus espectáculos–. Se trataba, por supuesto, de un humor misógino y machista, porque era lo que había.
Las carpas tuvieron una intensa vida entre los años treinta y sesenta del pasado siglo. En los ochenta un naciente movimiento de cabareteros retoma el carácter popular del teatro ambulante, pero se arriesga por un tono más contestatario. Para el investigador Gastón Alzate el cabaret político apareció como una respuesta a la globalización impulsada por el gobierno de Miguel de la Madrid, a partir de un diálogo con realidades que tendían “a ser negadas o minimizadas por los discursos dominantes”. Las Reinas son herederas directas de aquel movimiento cabaretero en el que participaron figuras, ahora canónicas, como Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe, Astrid Hadad y Regina Orozco. Uno de los representantes más activos del movimiento de esos años –el empresario y actor Tito Vasconcelos– les brindó las primeras oportunidades de trabajar juntas. De aquel momento a la fecha han transcurrido dieciocho años.
–Somos nuestra relación más larga, la más estable y la única que tiene futuro –asegura Marisol Gasé.
El cabaret es un género desobediente en más de un sentido. La composición misma de las obras desafía la idea tradicional de lo que entendemos por teatro, donde damos por sentada una relación vertical entre un texto, un director y un grupo de actores. El cabaret acude a la fragmentación, la improvisación y la creación colectiva. En palabras de Gastón Alzate, “se escribe, se produce, se actúa y se dirige a un mismo tiempo”.
–El texto es solo un punto de partida que cambia según lo que suceda con los espectadores –explica Nora Huerta (a quien sus compañeras se refieren siempre como “la ganadora del Ariel”)–. A veces pensamos que es un chiste extraordinario o una reflexión interesante, y no pasa nada con el público. Hay cosas que se van escribiendo con cada función, y es posible que en tres meses una obra se haya transformado ya en otra. La improvisación te permite un diálogo abierto con el público. A diferencia del teatro y su cuarta pared, el cabaret es un fenómeno vivo.
Ese mismo carácter de cercanía y complicidad con su auditorio les ha permitido tocar temas delicados y controvertidos en una sociedad que, como la mexicana, muestra cada que puede su homofobia, misoginia y racismo. Al mismo tiempo, el cabaret se ha convertido en el género idóneo para cuestionar los prejuicios colectivos a través del humor.
–Es alucinante lo que generas en las personas –dice Sotres, que además de su labor en la compañía imparte clases de teatro–. En las obras donde tocamos abiertamente el tema de la diversidad sexual, como Doce dioses en pugna o Las recodas, puedes lograr que un homófobo aplauda, cante y se ría. El humor podría hacer que más tarde alguien se pregunte acerca de su homofobia.
–Una vez dimos una función al aire libre de Pimpilenchas en Hermosillo –cuenta Ana Francis Mor, autora también del Manual de la buena lesbiana–. Se trata, básicamente, de un espectáculo sobre salir del clóset. El chiste del show es que haya tanta tensión que hacia el final la gente está con eso de que “¡Ya, sal del clóset!” Un chico transexual, que había ido a la presentación, me escribió días después porque no podía creer que mil personas de su ciudad le estuvieran gritando a alguien que saliera del clóset.
Si bien esas muestras de catarsis no significaban una aceptación en sí mismas, son significativas en un lugar donde, de acuerdo a un informe de 2014 de la asociación civil Diverciudad, un 16.6% de la población considera que las personas LGBT deberían ocultar su orientación, un 20.4% se avergonzaría si su hijo fuera LGBT y a un 35.9% le incomoda ver a dos personas del mismo sexo mostrando afecto en público.
Añade Gasé, también conductora del programa radiofónico El Weso:
–Tienes, por un lado, un tipo de humor que es una risa catártica, en donde te reconoces en lo que se está presentando, y, por otro, el humor que no admite las diferencias: el homófobo y misógino. El cabaret nos da la oportunidad de preguntarnos de qué queremos reírnos.
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El espectáculo más reciente de Las Reinas Chulas se llama Las miserables, que ellas consideran su obra “más abiertamente feminista” y que comenzó una temporada en el teatro-bar El Vicio en junio de este año. El argumento es más o menos el que sigue: en tiempos de la Revolución francesa, cuatro damas acomodadas venidas a menos –y la sirvienta– sustraen la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano con el propósito de añadir las aspiraciones y necesidades de las mujeres, ignoradas en el documento original.
–Oh, mujeres –reflexiona en voz alta Nora Huerta–, ¿qué ventajas habéis obtenido de la Revolución?
La frase en realidad es de Olympe de Gouges, una filósofa y dramaturga a quien los periódicos franceses del siglo XVIII atacaban por “haber querido ser un hombre de Estado” y olvidar “las virtudes que convenían a su sexo”. Se convirtió, dicho sea de paso, en la segunda mujer en morir guillotinada (la primera fue María Antonieta). Sus palabras, se conozca o no esta historia, tienen la suficiente potencia como para provocar un silencio profundo en la sala.
–Como que falta un remate, ¿no? –dice Ana Francis para romper la solemnidad.
En Las miserables confluyen las peticiones políticas y económicas, la discusión sexual y las decisiones personales; el aborto, el divorcio, la homosexualidad, la artificiosa rivalidad entre mujeres y la falta de oportunidades económicas. Como en Doce dioses en pugna, la amplitud de los temas deja en claro que los hábitos sociales, los prejuicios privados y la política mantienen un vínculo que la mayoría de las veces se pasa provechosamente por alto. Una conexión que el feminismo no se ha cansado nunca de señalar. Para Ana Francis Mor, “el feminismo no busca repartir mejor el pastel sino cambiar la receta. Apela al consenso, no a la mayoría. Cuando vas a los encuentros feministas es una güeva porque parece que te pasas dos horas discutiendo sobre cómo vamos a empezar la reunión. Pero lo interesante es el proceso. Cuando practicas el ejercicio de paciencia y reconocimiento de las otras mil cuatrocientas voces, algo cambia en ti”.
Pasaron casi dos décadas antes de que la compañía admitiera que hacía humor feminista. En ese lapso Las Reinas Chulas le “perdieron el miedo a la palabra” y aceptaron que decir “feminismo” no iba a provocar una deserción masiva de su público. “Hemos metido humor al feminismo y feminismo al humor”, resume Sotres. Esa confianza en el movimiento no impide que aflore la autocrítica en numerosas escenas de Las miserables:
–Señora –dice la sirvienta, interpretada por Fernanda Tapia, sobre una embarcación que las llevará a América–, ¿será que su lucha pueda incluir el trabajo doméstico? Digo, para que sea considerado también un trabajo.
–Me parece justo –le responde con dignidad Ana Francis–, pero las feministas nos haremos pendejas por dos siglos antes de hacer algo al respecto.
A mitad de la obra, hay un sketch que, a primera vista, no tiene nada que ver con el resto de la historia: dos mujeres policías, macana en mano, montan un operativo entre los espectadores que, a manera de Naranja mecánica, son obligados a ver una pantalla en el centro del escenario. La transmisión consiste en una asfixiante secuencia de chistes misóginos provenientes de diversos programas de la televisión mexicana. Si te ríes, las policías te reprenden. Si guardas silencio, te dan de comer una galleta de animalitos.
Explica Marisol Gasé: “Lo que hacemos con el sketch de las policías es decirles a los hombres que de verdad dan ganas de madrearlos porque se ríen de los chistes pendejos”, una idea que Cecilia Sotres vincula con la violencia criminal: “El humor es un filo: o te mata o te libera. Si el hombre desde los tres años está escuchando este tipo de chistes, por qué nos va a sorprender que a los dieciocho golpee a su novia, a los veinte la mande al hospital y a los veinticinco la mate. El humor refleja la cultura que tenemos. Conforme vayamos cambiando el humor también podemos ir cambiando los hábitos sociales.”
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En El humor y sus límites, José María Perceval describe, a grandes rasgos, la historia de todo aquello contra lo que se ha reído la humanidad en una línea de tiempo tan ambiciosa que abarca las sociedades orales, las ciudades grecorromanas, los carnavales del medievo, la ironía burguesa en tiempos de Voltaire y los comentarios inapropiados en Twitter, que terminan por costar un puesto político. En todos esos casos sobresale la capacidad del humor para poner en jaque un modelo de pensamiento en decadencia e impulsar ideas impopulares y perturbadoras. En épocas recientes, los debates sobre lo políticamente incorrecto terminan a menudo en una defensa de la libertad de reírnos de lo que nos venga en gana, y en una condena a la hipersensibilidad de la nueva era, que ha buscado proteger a homosexuales, mujeres y otras comunidades, de las bromas de mal gusto.
La facilidad con la que vemos el humor como el héroe de la película y un ejercicio de resistencia ante oleadas sucesivas de indignación y llamados al buen comportamiento, oculta las numerosas veces en que se ha usado el humor para navegar con el viento a favor. Los chistes homófobos y misóginos, sin duda, ofenden a muchas personas, pero es autocomplaciente tomar esas reacciones como ejemplos del carácter provocador del humor en el mundo contemporáneo. No resulta nada desafiante contar un chiste machista cualquiera y esperar sentado el inminente enfado de una buena cantidad de gente, como tampoco es original aprovechar la ira generalizada por una broma homófoba para revivir la vieja discusión sobre si es lícito o no hacer humor de lo que sea. Por supuesto que el humor, a lo largo de la historia, ha traspasado toda clase de límites, pero no es asunto menor indagar qué recursos retóricos ha puesto en marcha para lograrlo.
En una somera comparación entre las bromas que escuché en La caravana del humor y las de los espectáculos de Las Reinas Chulas, me queda claro que uno de los problemas de los comediantes machistas y homófobos es que dedican más energía a reprobar la delgada piel de la época que a mejorar su habilidad para burlarse de sus blancos. ¿Es el feminismo una herramienta que puede mejorar el humor en el entretenimiento masivo? La manera en que sus detractores acuden a los mismos chistes para satirizarlo –“las presidentas y los presidentos, las estudiantas y los estudiantos, las periodistas y los periodistos…”– me hace pensar que al menos sirve para poner a prueba el mediocre humor en uso.
–Una vez nos pidieron dar una función en León –relata Ana Francis–. Nos pagaron la mitad, pero al parecer el responsable de Cultura que nos invitó lo hizo sin saber quiénes éramos. Supongo que luego se enteró porque a las pocas semanas nos informaron que el gobernador iba a ocupar el teatro ese día. “Ya no vengan”, dijeron. “Oiga, pero ya nos pagaron la mitad.” ‘Sí, quédenselo, pero ya no vengan.”
León es ciertamente uno de los bastiones del conservadurismo en México (es, para decirlo pronto, el lugar donde en 2013 un profesor fue arrestado por darle a su esposa un beso en una plaza pública). Sin embargo, se trata también de una ciudad que no ha tenido problema alguno con que los comediantes de Guerra de chistes –uno de los programas más degradantes de la televisión– presenten su espectáculo.
Es difícil enfrentarse a funciones como La caravana del humor y Guerra de chistes una vez que has pasado el sketch policiaco de Las Reinas Chulas. Colocado a la mitad de su espectáculo sobre la libertad política de las mujeres, pone en evidencia el papel que desempeña el humor para perpetuar un sistema que ha sido históricamente opresivo con ellas. La explosiva premisa detrás de esa escena de quince minutos es que todo humor, por definición, termina por ser político, sea o no la intención del comediante. Lo digno de mención, en todo caso, es que Las Reinas nunca han apelado a las medidas prohibitivas –han sufrido, al fin y al cabo, los embates de la censura, en una ocasión por el solo título de su show: Chichis pa’ la banda–. Para ellas, la única manera de contrarrestar los pésimos chistes que abundan en la cultura mexicana es ofrecer un humor mejor, cambiar al público. El trabajo es más arduo y los resultados nunca están garantizados. Sin embargo, y no creo exagerar, esa es precisamente la clase de empresas a contracorriente en las que se embarcan los humoristas que se toman el humor en serio. ~
es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.