Elvira Navarro: Lo que queda de los muertos

Las voces de Adriana

Elvira Navarro

Literatura Random House,

Barcelona, , 2023, , 143 pp.

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Después del libro de relatos La isla de los conejos (Literatura Random House, 2019), Elvira Navarro regresa a la novela con Las voces de Adriana. Se trata de un libro dividido en tres movimientos (como dice la contraportada) que hace pensar en una planta bulbosa. A medida que avanza, engorda, se adensa, profundiza en los temas que afloran en la primera parte: la muerte, los antepasados y su presencia en nosotros, la memoria, el amor y el matrimonio, la literatura y su función.

Esa primera parte, que correspondería al tallo, es, desde el punto de vista literario, la más tradicional. Adriana vive y trabaja en la periferia de Madrid. Es profesora universitaria. Cuando su padre sufre un ictus, se ve obligada a ejercer de cuidadora intermitente, a ir y venir de la capital a Valencia todas las semanas. Sin embargo, él no se convierte en un lastre: es vital, testarudo, quiere ser independiente a pesar de las secuelas, y pronto retoma su afición a una app de citas. Desde que enviudó, su objetivo ha sido encontrar una novia.

Esta novela aborda el “aprendizaje de la muerte”, como ha dicho la autora en una entrevista. ¿En qué medida nos transforma la desaparición definitiva de alguien? A Adriana le preocupa la salud de su padre, y su delicada situación (aunque él la niegue) le hace pensar en su difunta madre. Esa experiencia, cuidarla en sus últimos días y verla apagarse, supuso para la hija “el descubrimiento de la propia finitud”.

La madre es una presencia constante y ambivalente: aunque hay pena y nostalgia por su pérdida, su apodo es Señora Manipuladora. Adriana, que también escribe –de hecho, a lo largo del libro se intercalan, en una tipografía diferente, algunos de sus relatos y poemas, que ella considera malos–, ha intentado hacerlo sobre ella, pero queda paralizada enseguida. “Incluso estando muerta, […] desplegaba su exigencia.” Le resulta más fácil escribir –reelaborar– las historias que le cuentan otros, o ensimismarse en el timeline de Twitter, Facebook e Instagram, en una suerte de existencia parásita. Aunque intenta hallar la “ligereza” que envidia en su padre y en una de sus novietas, incluso apuntándose a Tinder, hay algo que la inmoviliza, que tira de ella hacia abajo.

Esa suerte de plomada se concreta en la segunda parte de la novela, titulada “La casa”. Es el bulbo, donde todo se origina. Aunque sea la sección más breve del libro, reverbera por el resto de las páginas.

Adriana se crio en el pueblo badajoceño de su madre, en casa de sus abuelos. La dejaron allí los primeros años de su vida, fue su lugar iniciático. Esa casa se convierte en personaje, sus habitaciones guardan secretos, hay voces que acosan a Adriana por las noches, también cuando, ya mayor, volvía allí en verano o de visita. La puesta en venta del inmueble, después del fallecimiento de la abuela, la inquieta, como si temiera desaparecer ella también. “Llegó a sentir que se había construido una vida de mentirijilla con la que encubría lo que ella era realmente: una extensión de la casa y de la memoria familiar.”

En la tercera parte se despliegan las raíces, lo que alimenta el resto del libro. Navarro ha dicho que fue lo primero que escribió. Es la parte más sugestiva y experimental. Y la más arriesgada de cara al lector. En ella se suceden las voces de Adriana (aquí “Hija”), la madre y la abuela. Formalmente parece un texto teatral, pero no hay diálogo, las voces no se responden las unas a las otras (hasta el final).

Gracias a esta polifonía, o psicofonía, es posible escuchar a las tres mujeres que vertebran la novela. Aunque no podemos fiarnos. La madre y la abuela afirman en más de una ocasión que ellas no habrían dicho así las cosas, destapando que hay alguien que está mediando. “Las palabras que uso aquí me son ajenas, no me explican, solo obedecen a un interés que no es el mío.” Es el clímax de la dimensión metaliteraria, que es muy sugestiva. Navarro, a través de Adriana, cuestiona el principio de verosimilitud, difumina la frontera entre ficción y realidad y se pregunta hasta qué punto las palabras falsifican aquello de lo que hablan.

Esta tercera parte resulta muy atractiva también porque retrata a tres mujeres en tres momentos de la historia de España. Refleja tres maneras diferentes de vivir el amor (en sus manifestaciones: el matrimonio y las relaciones de pareja) y cómo la situación laboral de la mujer ha ido evolucionando. En ese sentido, tiene algo de testimonio histórico (en la medida en que la ficción puede considerarse como tal). De hecho, la Guerra Civil es la causa de uno de los desgarros en la familia: expropiaciones, asesinatos nunca resueltos.

Volviendo a las mujeres, si bien objetivamente hay una adquisición progresiva de independencia, la sensación es que nunca nada es suficiente, como si en esa familia pesara una condena de infelicidad. La vida en un pueblo, con sus habladurías y sus secretos, resulta determinante. “He tenido siempre lo que quería porque lo que quería coincidía con lo que tocaba”, afirma la abuela, católica ultramontana. Salir del pueblo, sin embargo, no es sinónimo de dicha: somos lo que otros fueron antes de nosotros.

Las voces de Adriana, aunque breve, no es una novela ligera. Más bien lo contrario: es condensada e inquietante. Con un estilo circunspecto (a veces puede resultar algo monótono), es un poliedro cuyas piezas van encajando con mayor perfección a medida que progresa, con el objetivo de responder al interrogante clave que aparece justo a la mitad: “¿Hasta dónde nos acompañan los muertos?” ~

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Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.


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