Fotografía: Getty Images/Ulf Anderson

Lope y Carpentier: el demonio en América

A partir de El reino de este mundo, Carpentier se adentra en los mitos americanos para hacer literatura, convencido de que el arte puede “hallar lo universal en las entrañas de lo local”.
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A pesar del merecido éxito de novelas como Los pasos perdidos, El siglo de las luces y El arpa y la sombra, entre otras, El reino de este mundo, publicada en 1949, sigue siendo la obra más significativa de Alejo Carpentier, no solo por su influencia en el desarrollo de lo que vino a llamarse “realismo mágico”, sino por su papel en la evolución de su propia carrera como narrador. El reino de este mundo fue la primera novela madura del escritor cubano, la primera que fue traducida a otros idiomas y ganó premios internacionales y la primera en que despliega el estilo barroco que iba a caracterizar su prosa. Su prólogo, además, se convertiría en uno de los textos más citados y discutidos de la novelística latinoamericana, sobre todo la del boom. Ese prólogo llegaría a verse como un manifiesto del realismo mágico o de “lo real maravilloso americano”, como escribiría Carpentier. Aparte de los fatigados pormenores del realismo mágico, lo primordial de lo dicho y practicado por Carpentier a partir de El reino de este mundo fue la adopción de la historia de América como fundamento de sus ficciones, considerando a esta como caudal idóneo de acontecimientos, personajes y relatos dignos en sí mismos, sin mayor ornamento, de la más inspirada imaginación literaria.

Algo que en seguida llama la atención en El reino de este mundo es que el texto, incluido el prólogo, aparece enmarcado por epígrafes de escritores españoles del Siglo de Oro, específicamente Cervantes, Lope y Calderón. El de Cervantes proviene de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, una novela bizantina; el de Lope de El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón, una comedia histórica, y el de Calderón de Las visiones de la muerte, una mojiganga (las mojigangas eran obras cómicas breves, de un acto). Lo primero que anuncian estas citas es que El reino de este mundo aspira a inscribirse en la tradición medular de la literatura en lengua española, no solo a formar parte de un presente efímero signado por la modernidad, especialmente por la vanguardia. El viraje hacia el Siglo de Oro, que incluye por cierto las crónicas del descubrimiento y la conquista de América, forma parte de un esfuerzo de Carpentier por descubrir y vincular su obra con un mito o relato central propio de la cultura latinoamericana.

En su ensayo Tristán e Isolda en tierra firme (1949) Carpentier afirma: “Wagner tuvo el poder, como muy pocos hombres de su época, de hallar lo universal en las entrañas de lo local. Con figuras de la imaginería popular alemana […] alcanzó al hombre de todas partes.” Esta es la tarea que se impone el novelista en toda su obra a partir de El reino de este mundo, muy en particular en Los pasos perdidos, donde el mito va a ser el que narra la búsqueda fallida de esos orígenes remotos en la selva americana. En El reino de este mundo, la figura mítica implícita va a ser Cristóbal Colón y el Demonio, la fabulosa y universal.

Los versos de una comedia de Lope tan poco conocida como El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón utilizados como epígrafe revelan a un Carpentier muy bien enterado de la literatura española del Siglo de Oro. Esta obra de Lope, probablemente escrita alrededor del 1600 pero no publicada hasta 1614, es una comedia en la que se entremezclan con audacia componentes de los autos sacramentales y otros de comedias históricas, e inserta una trama amorosa que involucra a los indios con los que se encuentran los españoles en el Caribe, los taínos (no se les da ese nombre). Tiene la comedia una dimensión épica, casi mítica, dada la talla del protagonista, a quien se compara nada menos que con Moisés, Argos, Ulises y Alejandro Magno. Lope admira sobre todo la osadía de Colón y distribuye en cinco momentos decisivos la legendaria vida del Almirante. Para dramatizar la duda que asalta a Colón por el rechazo inicial de los monarcas, que lo hace pensar que “el que es pobre y sabio / muere en el mundo sin fama”, Lope acude a la poética alegórica del auto sacramental. Hace aparecer en escena a la Imaginación del Almirante “vestida de muchos colores”, que lo amonesta por su debilidad, y se lo lleva “volando” ante la Providencia y la Idolatría, que se disputan, con intervención del Demonio, el futuro de las Indias, y de los indios, con lo cual lo convence de que siga adelante con su proyecto. Poner a la Imaginación del Descubridor en el escenario con tan brillante atuendo es de una audacia artística y originalidad dignas de un dramaturgo moderno, de un Ionesco, por ejemplo. Hay que tomar en cuenta que Lope se vale de un recurso de estirpe medieval, la alegoría, para dar un salto adelante que anticipa a la vanguardia del siglo XX, y que reluce por su osadía incluso dentro de esta pieza de impúdica propaganda patriotera y doctrinal. En Lope la alegoría es lo antiguo, lo medieval, hecho nuevo por su inserción, contra todas las reglas y costumbres, en una comedia histórica; es algo fantástico, en el sentido lato: que aparezcan de pronto sobre el escenario personajes como la Imaginación, la Idolatría y sobre todo el Demonio. Resulta un contraste cómico porque va en contra de la tendencia realista de la comedia nueva, sobre todo de una comedia histórica. Es equivalente, por eso también su interés para Carpentier, al incluir incidentes inverosímiles, sobrenaturales, en un relato realista, porque las alegorías mencionadas, hablando en el escenario, con disfraces convencionales era algo de asombro a la vez que de risa.

El contrapunto alegoría/historia encierra cuestiones técnicas y teóricas de gran vuelo que repercutirán en el resto de la narrativa de Carpentier. La alegoría es una figura rebosante de significado porque se afianza en códigos ideológicos dados e inmutables, como las doctrinas políticas y religiosas, que plasma mediante un mecanismo de representación sistemático que convierte en entes concretos, plásticos, figuras de pensamiento, de naturaleza abstracta. Por su estatismo, en todo sentido –poético y político–, la literatura romántica y posromántica rehúye de la alegoría, la anatemiza. En la historia, por su inherente movimiento, media la ironía, que es la figura contrapuesta a la alegoría porque es la que da cuenta de lo que no encaja, de lo que no sigue, de lo que no es consecuente, como suele suceder en la realidad del transcurrir histórico. La ironía es también propia de la novela, en la que los pormenores de lo real se resisten a la abstracción y los personajes actúan de forma impredecible, y son además conscientes de ser únicos y diferentes.

Los versos de El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón que Carpentier usa de epígrafe expresan un lugar común de la ideología de la Conquista:

DEMONIO: Licencia de entrar demando…

PROVIDENCIA: ¿Quién es?

DEMONIO: El rey de Occidente.

PROVIDENCIA: Ya sé quién eres, maldito. / Entra.

(Entra ahora).

DEMONIO: ¡Oh tribunal bendito, / Providencia eternamente! / ¿Dónde envías a Colón / para renovar mis daños? / ¿No sabes que ha muchos años / que tengo allí posesión?

Se trata de la doctrina de que el Demonio había establecido residencia en el Nuevo Mundo con el propósito de instar a los nativos a caer en la idolatría, manifiesta en sus erradas prácticas religiosas y malas costumbres morales, lo cual justificaría la ocupación española para convertirlos al cristianismo. (La mayoría de los lectores actuales se sorprendería ante semejante idea, que Carpentier probablemente encontró en sus lecturas de las crónicas de la Conquista, además de en la comedia de Lope.) Las costumbres aludidas, aparte de la idolatría, abarcaban desde el canibalismo hasta la homosexualidad. En los términos más generales, es una de las maneras de explicar la existencia del mal en la historia, lo cual se complica cuando pensamos que si Dios es omnipotente tendría que haber sido Él quien lo permitiera. Los teólogos formularon ingeniosas soluciones a esta contradicción. Lope usa la idea para demostrar la necesidad de la Conquista en alabanza de los Reyes Católicos. Carpentier la retoma desde otra perspectiva, por supuesto, aunque esta también estaba implícita en la comedia del Fénix, que a pesar de su descarado proselitismo, por su elemento humorístico le confiere un dejo irónico al proceso de evangelización.

Al autor de El reino de este mundo le interesaron las repercusiones filosóficas de la figura del Demonio en lo que respecta a la historia latinoamericana y a su narrativa, pero el Demonio que más le fascinó fue el popular, al que alude en el prólogo de la novela al evocar a los diablos de la celebración del Corpus en San Francisco de Yare, Venezuela, que evidentemente habría presenciado y que derivaban, sin duda, de autos sacramentales mezclados con elementos folclóricos nativos.

El enigma de la existencia del mal en la historia no es cosa que podamos dejar de lado como un atavismo teológico obsoleto. Filósofos como Leibniz y Hegel creían que este era necesario para propulsar la teodicea que sobre todo el segundo concebía como el movimiento irrefrenable de la historia hacia su realización en el Espíritu. El mal provoca el surgimiento del bien, en pocas palabras, y mueve la historia hacia adelante. Este tipo de providencialismo es fundamental para una novelística que se quiere histórica, como la de El reino de este mundo, porque organiza el curso de la trama. Pienso que la invocación del Demonio residente en el Nuevo Mundo por parte de Carpentier alude a ese concepto de la marcha de la historia, aunque no su llegada a una realización positiva en el bien. El Demonio, lo demoníaco, el mal preside sobre la historia de Haití que se relata en la novela, y por extensión la de América en general. Ese mal se manifiesta en la conducta de los hombres, especialmente a causa de la esclavitud, y en la confabulación de estos con una naturaleza dispuesta a fomentarlo. No es maniquea la historia que narra El reino de este mundo; todos –blancos, negros y mulatos– se dejan arrastrar por la maldad. Es lo que define el “reino de este mundo”, título (de origen bíblico) que se refiere, con resignación, a lo que ocurre en la novela: el protagonista pasivo y observador Ti Noel sufre durante toda su larga vida, y otros personajes –como el colono Lenormand de Mezy, el general Paul Leclerc, la ninfómana Paulina Bonaparte y el fámulo Solimán– son llevados por la sensualidad, la avaricia y el ansia de poder. Los revolucionarios Mackandal y Bouckman, impelidos por el deseo de libertad y la indignación por los abusos de que ellos y los suyos han sido objeto, también se entregan y promueven la violencia desenfrenada que todos padecen, inclusive ellos mismos. A Mackandal lo queman vivo por mucho que los esclavos crean que se ha salvado transformándose en insecto para escapar de sus ataduras. Durante las revueltas hay múltiples violaciones, hasta de niñas, asesinatos, actos de sadismo y una destrucción desenfrenada de todo. La colonia queda arrasada y pasa a manos de nuevos amos, los mulatos, que someten a los negros a una esclavitud peor que la sufrida bajo los blancos. Durante el gran pacto, cuando Bouckman exhorta a los esclavos a rebelarse, en un ritual en que se embadurnan con la sangre fresca de un cerdo sacrificado, su potente voz se hace una con el retumbar de los truenos de la tormenta que se desata, como declarándose partícipe del acto. Verbo humano y verbo de la naturaleza confluyen para sellar la alianza. El huracán que barre lo que quedaba de Haití al final concluye esa secuencia de catástrofes provocadas por los hombres con la ayuda de la naturaleza, como cuando Mackandal diezma a la mayor parte de la población humana y animal de la isla utilizando venenos que ha aprendido a preparar con diversas plantas que encuentra en los montes.

No hay teodicea cumplida en la conclusión de la novela, sino lo que podríamos llamar, con un torpe neologismo, una demonea: de la esclavitud, pasamos a la revolución de Toussaint Louverture, al gobierno de Dessalines, que se declara emperador, al extravagante reinado de Henri Christophe, que oprime a sus súbditos, forzándolos a construirle fastuosos palacios y fortalezas, y por último al régimen abusivo de los mulatos bajo Jean Pierre Boyer. Todo esto sería confirmación de la residencia del Demonio en América que proclama el epígrafe que abre El reino de este mundo.

La figura clave en Lope es la Imaginación del Almirante “vestida de muchos colores”, que lo insta a proseguir con sus planes a pesar de los fracasos iniciales y que de manera implícita hace posible todo lo que ocurre en la comedia. En Carpentier el Demonio conjurado también va a representar a la imaginación creadora que preside sobre la historia de América y sobre la literatura que en esta surge. La imaginación “vestida de muchos colores” de Lope es la de Carpentier en El reino de este mundo, representante de lo real maravilloso o realismo mágico como estética. Si el Demonio representa la magia y vive en América, la literatura del continente ha de ser maravillosa, igual que esas manifestaciones como la fiesta de los Diablos de Yare. Por ello Carpentier se vale del Demonio en que coinciden los elementos cultos y populares de la figura, los segundos en particular. Este Demonio encarna el concepto de “lo real maravilloso” que propugna Carpentier en su prólogo y pone en práctica en El reino de este mundo, y por su estirpe romántica definirá el tipo de literatura latinoamericana que este propone como el más genuino, afín al arte de Wagner.

Carpentier invoca la fe como componente fundamental de lo real maravilloso americano (“la sensación de lo maravilloso presupone una fe”), pero él se refiere a la fe de los esclavos negros, de los que creen que Mackandal se ha salvado. No es esa la que preside sobre la mágica realización de su novela, escrita en una lengua occidental, fraguada en las creencias ordinarias modernas en lo respectivo a la naturaleza de la realidad y adscrita a una estética moderna. Pienso que si hay una fuerza capaz de producir esas complicadas formas, que sea consecuente con las teorías de Carpentier, tendría que ser la naturaleza americana, que vimos aliada al Demonio y a las potencias tanto de la creación como del mal.

La duplicidad implícita está plasmada en las escenas fantásticas de la novela, es decir, aquellas en que ocurren cosas fuera del orden natural, tal y como este se concibe en Occidente. El ejemplo más notorio es el aludido suceso de la quema pública de Mackandal, cuando, mientras los esclavos creen que el rebelde se ha salvado, el texto puntualiza: “Y a tanto llegó el estrépito y la grita y la turbamulta, que muy pocos vieron que Mackandal, agarrado por diez soldados, era metido de cabeza en el fuego, y que una llama crecida por el pelo encendido ahogaba su último grito.” En los otros casos extraordinarios siempre se hace explícito que lo narrado es producto de la imaginación enardecida del personaje en cuestión. Por ejemplo, cuando a Henri Christophe se le aparece el espectro de Cornejo Breille, a quien había hecho emparedar. Mientras su suplente Juan de Dios González dice una misa a petición del rey, y todos creen verlo también, se habla del “delirio del rey”. La visión es provocada por el remordimiento y evidentemente una embolia, dados los síntomas que luego manifiesta y los remedios que se le aplican. Hacia el final de la novela, cuando Ti Noel cree poder transformarse en varios animales, y termina creyendo que vive, como ganso, en una colonia de estos, el lector sabe que el anciano está senil, porque se ha dedicado también a jugar a ser rey, valiéndose de las ruinas de la antigua hacienda y un andrajoso uniforme que había robado del derruido palacio real. Como en el caso de Christophe lo fantástico se produce durante una alucinación, no forma parte de la realidad física. ¿Cómo rebasar esa contradicción?

La solución que propuse en mi libro Alejo Carpentier. The pilgrim at home (Cornell University Press, 1977) fue decir que, en efecto, es un resabio romántico que Carpentier proclame que lo maravilloso, la magia, está aquí, en el Nuevo Mundo, con el propósito de rehuir de la alienación del escritor europeo, para quien la magia siempre “está allá”; solo que para hacer semejante declaración hay que cultivar un distanciamiento doble: bien puede ser que la magia esté del lado de acá, pero para saberlo hay que verla como tal desde el lado de allá, desde el europeo. Por lo tanto, la condición del escritor latinoamericano es errar de un lado a otro, suspendido entre un aquí y un allá cuyas perspectivas debe asumir a la vez. La ficción, la pretensión, la quimera literaria latinoamericana, es practicar ese doble errar.

A esa solución habría que añadir al Demonio invocado por Carpentier en el epígrafe de Lope. El Demonio capaz de transformarse para engañar, al que le es posible disfrazarse del bien y del mal, dispuesto a asustar y hechizar, a hacer reír o gritar de miedo, ataviado de vistosos colores como la Imaginación del Almirante en la comedia de Lope, que no respeta la lógica, que cuenta cuentos fantásticos, ese es el que Carpentier adopta como imagen del escritor latinoamericano y, por lo tanto, de sí mismo como autor de El reino de este mundo. Carpentier se erige en Demonio, y como tal miente. Es una máscara carnavalesca, festiva e irreverente, a tono con los atrevimientos y desacatos de la vanguardia, que lo distancia del gran novelista que dominaba la escena literaria en ese momento en la Venezuela en que Carpentier vivía: Rómulo Gallegos. La obra de este formulaba una visión democrática y nacionalista afín a sus actividades políticas –había sido presidente y sufrido un golpe militar que lo destituyó– y típica de la novelística de la tierra.

El Carpentier demoníaco, juguetón, de El reino de este mundo no proponía ningún plan político liberal ni tampoco un proyecto revolucionario, adscrito a las ideologías que competían entonces por el poder. Es un Carpentier radical cuya perspectiva se hace una con la de románticos como Blake y artistas de vanguardia como Van Gogh, a quien siempre alude con admiración. Carpentier busca el poder mágico del arte que le permitirá descubrir mitos locales –americanos– que lleguen a ser universales, como el Almirante y como el Demonio. Esos mitos, de dimensiones alegóricas, surgirían y contendrían a la vez la historia de América, atravesada por lo real maravilloso, en una síntesis que solo llegaría a realizarse otra vez en Cien años de soledad y otras grandes novelas del boom. ~

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(Sagua la Grande, Cuba, 1943) es Sterling Professor de literatura hispanoamericana y comparada en la Universidad de Yale.


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