Los códices de Brian Nissen

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La elaboración de códices se ha convertido para Brian Nissen en un juego que le proporciona un remanso de serenidad y de seguridad. Imita al antiguo tlacuilo nahua que dibujaba largos códices en forma de biombo que codificaban los rituales y los conjuros, las deidades y sus atributos, las fechas importantes y las profecías. Brian Nissen traslada en largas tiras lo que suele llamar una gramática de los colores. Es una especie de reservorio donde guarda signos y señales que después le servirán para sus esculturas y pinturas, de la misma forma en que el Códice Borgia, por ejemplo, codifica las instrucciones que guían al sacerdote en sus labores cotidianas encaminadas a propiciar que los dioses sigan tejiendo el destino de los humanos.

En la actividad creativa de los grandes artistas de la vanguardia moderna hay con frecuencia una tensión que revela que se hallan en un callejón sin salida aparente. En consecuencia, buscan alternativas para escapar. György Ligeti, el gran músico húngaro, lo expresó muy bien en una charla de 1993: “Ahora no hay tabúes; todo se permite. Pero uno no puede simplemente regresar a la tonalidad, no es el camino. Debemos encontrar un camino que no sea ni retornar ni continuar en la vanguardia. Estoy en una prisión: una pared es la vanguardia, la otra pared es el pasado, y yo quiero escapar”. Alex Ross, el agudo crítico musical de The New Yorker comenta al respecto: “continuar persiguiendo lo ‘moderno’ era saltar al abismo hacia lo absurdo; replegarse al pasado era admitir la derrota” (The rest is noise, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 2007). La salida, para muchos artistas, ha sido la de abrirse a todo, al pasado lejano y a la pluralidad presente. Creo que es lo que hace Brian Nissen cuanto pinta sus códices. Se escapa a esos espacios prehispánicos, que el nacionalismo ha manoseado implacablemente, sin caer en el folclorismo estéril o en el exotismo banal, sin dejar de reconocer que en el pasado nahua, mixteca o maya hay una extraordinaria riqueza que es necesario explorar.

El viaje a los códices lleva a un mundo extraño donde la escritura se funde con el dibujo, y el color confluye con el símbolo. No hay elementos decorativos que envuelvan y abriguen a los glifos y pictogramas: nada es superfluo, todo forma parte del contenido, todo tiene un sentido. Son una especie de almacén de sabiduría e ideas, poblados de figuras coloridas que representan dioses, lugares, objetos, fechas y personajes. Se trata de un reto para el artista moderno, pues el mundo de los códices está repleto de figuras, representaciones, señales codificadas e incluso textos. No hay escapatoria fácil hacia el impresionismo o la abstracción. Cada parte tiene un significado que es necesario interpretar. En cierta manera es como una partitura musical clásica donde las indicaciones no son adornos sino signos precisos para ser interpretados.

Brian Nissen dice que los códices que hace son un manantial permanente del que abreva su arte. Sin duda allí encontramos las huellas o las texturas que son el origen de muchas de sus obras. Sus códices son una concentración de imaginerías y estilos, un gran catálogo de colores y formas, de hallazgos y de objetos encontrados. En el códice titulado Fragmentos estamos ante secciones enigmáticas que nos ponen en el papel del arqueólogo: debemos intentar desentrañar qué mensaje está encriptado en las formas vagamente botánicas, completamente desconocidas, como antenas u óvulos, que aparecen en cada fragmento. Aparecen inmersas en esos amontonamientos de rectángulos tan típicos de muchas obras de Nissen. Acaso son los restos de un rollo que se pudrió en unas ruinas perdidas en el desierto. Quiero introducir aquí otra referencia a la música vanguardista: me recuerdan los rollos perforados para piano mecánico que Conlon Nancarrow compuso en México. En su inextricable textura encontramos trozos de música popular: blues, jazz, ragtime, tango y flamenco, todo ello inmerso en una compleja red de secuencias abstractas que ningún ser humano podría tocar. Sólo la imaginación de este compositor estadounidense, que fue gran amigo del pintor Juan O’Gorman, o los pianos mecánicos que adaptó podrían interpretar sus piezas. Los códices de Nissen son también como rollos doblados que desatan en la imaginación de su autor y de quienes los contemplan una sucesión de destellos, muy codificados pero que provocan emociones intensas.

En el códice Fragmentos no aparecen seres humanos.

En contraste, en otro códice Nissen reintroduce una tribu de seres humanos que ya había aparecido en el Códice Madero de 1980. Me refiero al Códice Pipixqui. Es un grupo de figuras femeninas y masculinas que nos son presentadas a lo largo de siete actos. Estos humanos viven en un brillante mundo multicolor, sus cuerpos son verdes, morados, cobrizos, negros; andan semidesnudos y siempre de perfil, usan extraños tocados y gorros, las hembras tienen grandes tetas con pezones luminosos. Miran con ojos entrecerrados o rasgados, sacan lenguas coloridas y adoptan siempre posturas hieráticas aunque se encuentren fornicando, danzando o bañándose. Sin embargo son seres modernos que usan lipstick, tijeras y cubiertos, juegan al póker y tienen teléfono.

Nissen bautizó su códice con el término nahua pipixqui, que encontró en el diccionario de Rémi Siméon: quiere decir “calentarse”. Yo busqué en el antiguo diccionario de Alonso de Molina –del siglo XVI– y no encontré más que una palabra similar: pipitza, que quiere decir “follar”. Me pareció muy adecuada la palabra, pues Nissen interpreta pipixqui como “estar cachondo”. Claro que fray Alonso, un devoto franciscano, cuando hablaba de follar seguramente no se refería a la cópula carnal sino simplemente al acto de soplar el fuego con un fuelle.

Ciertamente se trata de un códice erótico. Comienza con el placer de la comida, cuando esos seres vagamente aztecoides o bosquimanoides se estrellan huevos en la cabeza y comen hot dogs y hamburguesas. Después follan con una regadera y chupan paletas afrodisíacas. Más adelante una especie de tlacuilo escribe con una pluma estilográfica en el culo de una mujer y vemos una caprichosa colección de lipsticks, cortaúñas, hojas de rasurar, pinzas, calcetines, tijeras, anteojos, Q-tips y demás objetos cotidianos presentados como misteriosos glifos de un códice mixteco. En medio de un batiburrillo de zapatos, llaves y ropa los vemos jugando cartas y haciendo el amor en una cama. Las diarias abluciones rituales se realizan bajo la ducha y en la taza de un excusado, con uso abundante de cremas. ¿Qué significan un gancho para colgar la ropa, unos rollos de papel sanitario, unos quesos rebanados, unas copas o unas rodajas de cítricos? Son signos que envían mensajes amorosos inscritos en una vida cotidiana que adquiere sentido solamente en el juego de colores, sonidos, sabores y olores de las pieles moradas y verdiazules de unos seres que somos nosotros aunque parecen de otro tiempo.

Nissen nos presenta un maravilloso juego que toma como antecedente a los antiguos códices mexicanos. Los toma como un juego, y con ello subvierte la compleja experiencia religiosa en que están sumergidos. Podía también haber tomado las cartas del tarot, el juego de la oca o la tradición que va de las aleluyas o auques hasta los cómics. Pero Nissen escogió los antiguos códices porque en ellos encontró una gran calidad artística aunada a un fabuloso lenguaje críptico de signos y colores. La lejanía histórica y la radical otredad plasmada en los códices convierten el juego de Nissen en algo mucho más arriesgado que jugar con las conocidas tradiciones lúdicas europeas.

Estoy convencido de que todos aquellos que se sienten atrapados entre un pasado opresivo y una vanguardia al borde de la incoherencia deberían consultar los códices de Nissen. Especialmente los artistas deberían leer el Códice Pipixqui para encontrar las rutas de una posible escapatoria. Y digo leer el códice, aunque en él no hay impresa ninguna palabra, porque solamente acudiendo a las habilidades que para descifrar vocabularios y estructuras sintácticas nos ha heredado nuestra cultura podremos entender los mensajes allí inscritos voluptuosamente por Brian Nissen. Hay que leer los códices con los ojos de la mente, y así veremos –como Hamlet– fantasmas de nuestros progenitores. Acaso entonces podamos huir de ellos sin caer en el precipicio y, siguiendo el consejo de Ligeti, buscar en todos los rincones de nuestro entorno cotidiano y de nuestra memoria cultural las rutas más creativas. Estoy seguro de que Brian Nissen las ha encontrado y ha encriptado los descubrimientos en sus bellísimos códices. ~

 

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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