Los 90 años de Cynthia Ozick

En sus ensayos late la convicción de que la universidad y la prensa no se excluyen sino se complementan. Más que para el presente o la posteridad, parece escribir para sus ancestros. Es una de las grandes críticas literarias de Estados Unidos.
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Without the critics, incoherence

Cynthia Ozick

Vivir una vida tan larga, dice Cynthia Ozick (Nueva York, 1928), trae consigo la suerte de ser el testigo de otras vidas, sobre todo las literarias, desde la privilegiada totalidad del biógrafo. Eso implica, con la ecuanimidad del Eclesiastés –que ella, la escritora judía de origen ruso criada en el Bronx, llama “the biblical Kohelet”–, observar cómo disminuye la estatura de las grandes eminencias. Las próximas generaciones las condenarán al eclipse y al olvido, agrega Ozick no sin una pizca de irónica compasión, en “Novel or nothing: Lionel Trilling”, donde, empero, clama por la sobrevivencia de su maestro en la Universidad de Columbia, uno de los príncipes de aquella Edad de la Crítica.

((Cynthia Ozick, Critics, monsters, fanatics, & other literary essays, Boston y Nueva York, Houghton Mifflin Harcourt, 2016, p. 41.
))

El mundo literario de Ozick es previsible, canónico. No escribe para la posteridad, como Stendhal, ni para su tiempo, como Gide, sino para sus ancestros, como Brodsky. Aunque no ha dejado de preocuparse por los narradores que han ido apareciendo en las últimas décadas (Gass, Gaddis, Coetzee, Rushdie, Sebald, McEwan, Martin Amis, Barnes, Ben Marcus, Franzen), Ozick vive en el pasado. Se angustia por las consecuencias que sobre los viejos modernos –para decirlo con su colega Denis Donoghue– tendrán la red y sus innovaciones, ante las cuales, como muchos de nosotros, ha sobrerreaccionado a lo largo del siglo en curso, llegando a temer que Twitter dañe a la poesía. Su mundo, insisto, es el mundo de ayer. Pero es hermoso y sobre todo útil que así sea. Que desde Nueva York, su “sintética y sublime” ciudad, nos vigile una gran dama cuyo penate es Henry James es un amuleto contra las destrucciones del tiempo ante las cuales su judaísmo se presenta sabio, desafiante y, a veces, intratable. Concebir a la literatura judía como “litúrgica” es una tentación permanente para Ozick.

((Benjamin Schreier, The impossible jew. Identity and the reconstruction of jewish American literary history, Nueva York, nyu Press, 2015, pp. 189-190.
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A diferencia de otros de los intelectuales judíos de Nueva York –entre los cuales su admiración decisiva aunque no acrítica es para Saul Bellow, “el hermano de Chicago”, como lo llamara Daniel Bell–, Ozick no se obsesionó con la política de izquierdas y se mantuvo en la guardia conservadora contra Susan Sontag. Frente a ella, se sentó a esperar que pasaran de moda las novedades por las que se batió la hermosa y magnífica “musa de nuestra época y tono de los tiempos”. Honró a Sontag en la hora de su muerte –en el invierno de 2004–, por haberle permitido tener con ella una larga y privada guerra intelectual. Ahí reconoció su valentía y capacidad de reflexión, pero la culpó de haber confundido la celebridad con la fama, esta última una deidad que Ozick examina en Fame & folly (1996), pues la querella entre Atenas y Jerusalén es otro de sus temas recurrentes. Si al judío lo define el desarraigo, es curioso que Ozick vea en el destino funeral de Sontag –está enterrada en Montparnasse– una forma dudosa de exilio. Como si abandonar Nueva York, aun muerta, fuese darle la espalda a la verdadera tierra prometida.

El “posmodernismo” –Ozick comparte la duda de si esa categoría es adversa al modernismo o solo su moribunda síntesis– de Contra la interpretación (1966), de Sontag, pasó más rápido que Chéjov o E. M. Forster. No, no son lo mismo Nietzsche que mi admirada Patti Smith, le dice Ozick a Sontag en The din in the head (2006). Acaso Ozick estaría de acuerdo con Eliot Weinberger cuando, tras su muerte, dijo que Sontag pertenecía menos a la literatura que a la historia de la literatura. Lo cual, para un crítico cultural –Ozick encontró un ánimo de renuncia en el realismo de las últimas novelas de Sontag–, no es poca cosa.

Esa repugnancia por el culto de lo efímero, ante la tentativa tardomoderna (usemos otra palabreja) de equiparar la alta y la baja cultura, tiene un doble origen, llamémosle textual, en Ozick. Uno, pertenece a la gran tradición judía del Libro; otro, a la pequeña tradición del New Criticism y su close reading del cual la joven Cynthia era devota hasta que se encontró en Columbia con un malhumorado profesor Trilling quien le preguntó si ella realmente creía que la literatura no tenía nada que ver con la psicología, la biografía, la sociedad o la historia.

((Ozick, “Lionel Trilling and the buried life” en The din in the head, Boston y Nueva York, Houghton Mifflin Harcourt, 2006, p. 106.
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Sin ninguna dificultad –la modernidad fue judía– Ozick ha hecho compatible su religión con el modernismo, cuya sacerdotisa, para ella, fue una gentil: Virginia Woolf. En su primer viaje a Jerusalén, se sorprendió de la insistencia con la que los escritores israelíes le preguntaban si al menos alguno de sus cuentos (es notable cuentista gracias a El chal y autora, entre otras, de una mediocre novela sobre Bruno Schulz, El mesías de Estocolmo) estaba traducido al hebreo. Tiempo después, leyendo a Bellow, Ozick supo por qué: el decano de los escritores hebreos S. Y. Agnon le había hecho al autor de El legado de Humboldt la misma pregunta y le había dicho –¿en broma, en serio?– que solo siendo traducido al hebreo un escritor judío podía salvarse. Bellow alabó a Heine como poeta de lengua alemana, pero Agnon precisó que ya estaba salvado (es decir, traducido al hebreo). Ozick sigue el hilo para argumentar que, más allá de la competencia entre el yidis y el hebreo –pasado y presente de la literatura judía–, el modernismo es, en alguna medida, obra de escritores judíos escribiendo en otras lenguas, con Kafka como padre tutelar y con los estadounidenses (el propio Bellow, Philip Roth, Delmore Schwartz) que habían sabido ser “judíos que escribían en inglés para toda la humanidad”, de acuerdo con la sensata respuesta sobre su identidad dada por Bernard Malamud, otro clásico de ese orden.

Como su primera Religión del Libro, el judaísmo impuso a Ozick obligaciones morales como crítica literaria, algunas de ellas polémicas. En 1987, Bellow había declarado que durante la Segunda Guerra Mundial, ellos –los escritores judíos de los Estados Unidos– estaban en otra cosa, la de abrirse camino en un medio donde el antisemitismo no estaba ausente (recuérdense las quejas de Truman Capote contra la conspiración judía en las letras norteamericanas o la simbólica consagración de Trilling como “el primer judío de Columbia”) y que aquello “ocurrido en Polonia” (el Holocausto) los dejaba mudos, entre aterrados y desinformados. Ozick enfrenta a Bellow, y su intento de “desjudaizarse” políticamente, recordándole lo contrario: que en 1948, cuando vivía en París gracias a la beca Guggenheim, su esposa Anita Goshkin hacía trabajo social con los sobrevivientes de los campos; que Bellow, en 1956, se negó violentamente a firmar una solicitud presentada por Faulkner para liberar a Ezra Pound –a quien Bellow defendió en los años ochenta– arguyendo que el poeta pudo haber sido rematado con un balazo en Francia y tenía mucha suerte en estar vacacionando en un manicomio.

((Ozick, “The lastingness of Saul Bellow” en Critics, monsters, fanatics, & other literary essays, op. cit., pp. 81-84.
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A la admiración de Ozick por Primo Levi (“el Darwin de los campos de la muerte”) se suman su defensa de Ana Frank como escritora, comercializada en Broadway y censurada póstumamente por su propio padre –es decir, digo yo, Ana Frank como la anti-Lolita, cuando el suyo no solo es un testimonio histórico sino una obra con valor literario propio, ajena a la cándida imagen, vendida en los años cincuenta, de un optimismo ingenuo y pueril, frente al horror–, su meticuloso estudio de Isaak Bábel, oficial judío entre los cosacos bolcheviques antes instigadores de pogromos, su crónica de las torpezas de Mark Twain al defender a los judíos desde Viena o la negativa del pacifista Tolstói de abogar por Alfred Dreyfus, porque era oficial de un ejército y distaba de ser un mujik. Al examinar la literatura y el cine sobre el Holocausto, en Quarrel & quandary (2000), Ozick considera que ni siquiera los “derechos de la imaginación” pueden reclamar sus prerrogativas sobre aquello que Paul Celan no se atrevió a nombrar con una sola palabra.

((Ozick, “The rights of history and the rights of imagination” en Quarrel & quandary, Nueva York, Vintage, 2000, p. 119.
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 El sufrimiento de los judíos en los campos –contra la insinuación ontológica de Leo Strauss al respecto, supongo– no es superior al de ninguna otra de las víctimas, dice Ozick en Metaphor & memory (1989); sin embargo, aclara, a diferencia de la Polonia católica (o de los gitanos, los comunistas, los homosexuales), el judaísmo europeo fue liquidado casi por completo.

((Ozick, “Primo Levi’s suicide note” en Metaphor & memory, Nueva York, Vintage 1991, p. 43.
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 Como recuerda la autora, el gas insecticida Zyklon b, que sirvió para exterminar a los judíos en Auschwitz, se comercializaba todavía en el medio siglo con una etiqueta que alababa el linaje del producto durante la pasada guerra mundial.

El moralismo revelado de Ozick también proviene de su otra tradición. Desde hace mucho tiempo, quedó descartada la caricatura del New Criticism como un autismo estético y la contribución de esa escuela –fértil, confusa en su idea misma de cientificidad, ambigua en más de siete formas– al giro lingüístico estructuralista, al cual trasciende y contradice, está fuera de duda. Esa versión, a la vez pragmática y trascendentalista, de l’explication de texte le permitió a Ozick, aplicada y jovencita, una concentración mental que hizo de ella la gran crítica literaria que es, opuesta al Duns Escoto de nuestro tiempo, Jacques Derrida, maestro de escolástica, según la autora de Critics, monsters, fanatics, & other literary essays (2016).

Ozick no necesita de teorías literarias para decir que el suicidio de Sylvia Plath le dio a su poesía una importancia inmerecida y que sus diarios son tontos y domésticos comparados con los de Woolf, estos sí sublimes; que la aventura, más allá de la literatura, de Helen Keller (¿quién sabrá hoy quién fue ella?) es grande y enigmática, como pocas, en la historia de la humanidad; que Kipling, digan lo que digan los estudios poscoloniales, fue un gran poeta; que Ravelstein (2000), la última novela de Bellow, es una novela, no una biografía de Allan Bloom ni un diálogo sobre su conservadurismo (creo que aquí Ozick se equivoca: es una novela en forma de diálogo socrático) y que Scholem tuvo razón al reclamarle a Hannah Arendt su ignorancia –que bien pudo paliarse leyendo literatura– acerca de la vida en los guetos de Europa Oriental antes de acusar a los judíos más pobres, desde la atalaya de la filosofía alemana, de pasividad frente al nazismo. Eso para volver al Libro.

Guiada por el New Criticism, Ozick examina a detalle a Eliot, mediante otra de sus obsesiones (nacida de su lectura precoz de Cyril Connolly, quien según ella nunca escribió la obra maestra que sí exigió a los demás): el fracaso. Como saben los lectores de sus biografías, Eliot solo conoció la felicidad durante su última década, casado con su secretaria Valerie y una vez pasado su matrimonio infernal con Vivienne. A diferencia de Harold Bloom (dos años más joven que Cynthia), su inmenso, académico y oracular hermanito, Ozick está dispuesta a perdonarle a Eliot su antisemitismo impenitente, pero lo considera, peyorativa, un moderno viviendo en una especie de clandestinidad (“el último romántico”, dice Ozick, a la francesa), más cercano a Tennyson y Whitman que a Donne y Dante, como también lo piensa Bloom.

((Ozick, “T. S. Eliot at 101” en Fame & folly, Nueva York, Alfred Knopf, pp. 44-45.
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Eliot fue un monumento móvil, capaz de reunir a catorce mil personas para escuchar sus poemas, en algo así como el Woodstock de la Edad de la Crítica, en la Universidad de Minnesota en 1956. Sin embargo, Ozick prefiere a W. H. Auden. Aunque simétricos (el estadounidense se volvió inglés y el inglés, estadounidense) y unidos por la Iglesia, no hay poetas más distintos. Ozick vota por Auden, acaso por las mismas razones que Robert Lowell: las de haber sido el primero de los modernos que se sintió a gusto con su época. Auden fue moderno sin ser antimoderno. Y, tras el 11 de septiembre de 2001, Ozick no releyó, como otros, La tierra baldía, sino “Septiembre 1, 1939”, de Auden, a quien admira por la variedad de su estro –“drama, lírica, balada, soneto, libreto, villanela y más”.

((Ozick, “W. H. Auden at the 92nd Street” en Critics, monsters, fanatics, & other literary essays, op. cit., p. 97.
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El pasado absoluto es para Ozick no otra cosa que Henry James. Me llevaría muchos días y algunas páginas explicar (y explicarme) la admiración que siente por James una escritora como ella y por qué el autor de Los embajadores colma la ansiedad de perdurar en el tiempo que sufren Ozick y, con ella, todos los críticos. Sí, James es algo más que el Proust de los anglosajones; su fama y fortuna –como avanza este siglo XXI del cual Ozick ha tenido la fortuna de ser testigo y amanuense– lejos de disminuir lo convierten en una industria académica de la que hasta un Slavoj Žižek ha sacado tajada.

Aventuro una hipótesis, partiendo de los varios ensayos que Ozick le dedica al distinguido caballero. James es el siglo XIX sobreviviendo en el modernismo (recuérdese que uso aquí la palabra en el sentido anglosajón): paradójicamente, la sofisticación de su técnica novelesca resultó ser posvanguardista. Es decir, sobrevivió a las mentiras piadosas de la vanguardia y a sus juegos de artificio, sosteniendo el predominio de la novela para examinar la personalidad desde los más variados puntos de vista y, aunque los conflictos existenciales de sus personajes sean notoriamente anticuados, no lo es la posición del novelista, envidiable en cualquier época o lugar. No hubo antídoto más eficaz contra el fugaz nouveau roman que James. Todos los que han pregonado la muerte de la novela –fantaseo parodiando a Ozick– comparecerán el Día del Juicio ante James. Y pedirán perdón, prosternados ante quien, más que Flaubert, hizo del novelista Dios, estando en todo lugar sin ser visto.

Para Ozick, James está más cerca de Kafka que de Dickens o Trollope y en él duerme, como en un pantano, el sacro terrore. A tal grado cree esto que una pesadilla de James, situada en el Salón de Apolo del Museo del Louvre, le sirve a Ozick para explicar la presencia, casi un siglo después, del perseguido Salman Rushdie en el mismo lugar (pero esta vez reflejado en la pirámide de cristal de I. M. Pei). La autora se las arregla para unirlos mediante el paralelo imposible del escepticismo moral y la libertad de la novela. James no fue consciente, quizá, de que los terrores de sus personajes solo tomarían forma verdadera décadas después,

((Ozick, “Rushdie in the Louvre” en Fame & folly, op. cit., pp. 192-193.
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 terrores, dicho sea de paso, que Ozick no busca en otras literaturas. Típica crítica nacional: poco le interesa lo escrito en otras lenguas –a no ser el yidis y el hebreo– y, aunque tiene un ensayo sobre Italo Calvino, sus referencias a “Jorge Borges” y a algún otro hispanoamericano delatan esa amnesia, tan estadounidense, que deploraba Octavio Paz.

¿Qué significa la crítica para Ozick, quien además de profesora ha sido una presencia constante en The New Yorker y The New York Times Book Review? Desde luego, una manera del highbrow que permite al crítico soñar con igualarse con el poeta (“la crítica seria es, sin duda, una forma de la literatura, pero el crítico no tiene la libertad del artista para actuar”).

((Ozick, “The boys in the alley, the disappearing readers, and the novel’s ghostly twin”, en Critics, monsters, fanatics, & other literary essays, op. cit., p. 34.
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 Es también una manifestación de liberalismo y hasta de cortesía, una manera moral de leer, la realización talmúdica en el modernismo, la salvación por el Libro, una vida donde, bajo el ejemplo de Trilling, la universidad y la prensa literaria no son enemigas sino complementarias, del mismo modo que Connolly y el New Criticism no se excluyen. No hay grandes biografías (como la que Reiner Stach le dedicó hace poco a Kafka y que Ozick reseña) sin el ejercicio previo del close reading pero este, aislado, aleja la crítica de la crítica de la vida. Ozick cree y participa de la guerra de las escuelas (se opone a Sontag porque la encuentra indispensable), homenajea no solo a Trilling (y a sus novelas comunistas-anticomunistas), sino a Wilson, Orwell y a Steiner, y también a los más jóvenes: Daniel Mendelsohn, Adam Kirsch y James Wood. No todos los reseñistas son críticos pero no hay crítico que no deba escribir reseñas y luego ensayos, género que a esta mujer preocupada por las escritoras, aunque no por el feminismo, le parece el género femenino por antonomasia.

(( Ozick, “John Updike: Eros and God” en The din in the head, op. cit., p. 49.
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A propósito de John Updike, Ozick dice que, ya que se habla tanto de gender, ella también tiene un estereotipo que proponer. A pesar de que los ensayos los escriben hombres y mujeres de talante metafísico, el género tiene idealmente la calidez femenina, la cesura entre la pasión y el reposo que se origina, contra lo que se cree, en el mundo interior del escritor. No en balde, dada esa perspicacia, Ozick es el primer escritor anglosajón entre los que me he topado, mujer u hombre, que cae en cuenta de que eso de “intelectuales públicos” es una redundancia cuyo origen es la asfixia de los claustros universitarios, obligados a pasar lista a quienes salen de los cubículos y se internan en la ciudad tan peligrosa. ¿Temerán que los profesores no vuelvan al campus? Desde Sócrates hasta Mary McCarthy los intelectuales suelen ser públicos, como la propia Ozick, no solo miembro de la American Academy of Arts and Letters desde 1988, institución cuyos orígenes filisteos y antimodernos denunció en Fame & folly, sino una conciencia moral y literaria ante el Holocausto. Hay excepciones, sin duda, pero Ozick prefiere llamar a los intelectuales públicos, simplemente y como antaño, pensadores.

((Ozick, “Public intellectuals” en Quarrel & quandary, op. cit., pp. 120-126.
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De todos sus ensayos, ninguno me conmovió tanto como el que Cynthia le dedica a Alfred Chester (1928-1971), un escritor fracasado del cual llegó a estar enamorada, en sus años mozos. Décadas más tarde, cuando la homosexualidad de su amigo era ya pública, ella la consideró un artificio decadentista, lírico y sentimental, como lo fue todo su periplo. De acuerdo con Ozick, Chester encarna el fracaso de la promesa, para usar las palabras de Connolly. Con esa facilidad narrativa, que le es característica, para injertar lo personal en la crítica, virtud femenina del ensayo, la neoyorquina dibuja ese momento de juventud en que estamos borrachos de literatura y enamorados del propio e inconsútil genio literario. Los escritores jóvenes, asume Ozick con melancolía, solo piensan en la cumbre. Ninguno aspira a ser menor o invisible y, cuando finalmente la madurez trae consigo el sentido de la realidad, solo algunos aceptan las limitaciones del destino o se rinden ante su propio cinismo.

Necio en el fracaso, el vagabundo Chester no siguió ese ejemplo: le dio ochenta vueltas al mundo en busca de la celebridad y cada viaje fue aun más ruin, decepcionante y autodestructivo que el anterior. Ozick termina la narración de su fallida historia de amor tratando de imaginarse cómo habrían sido las cosas de ser distintas, con un Chester en el pináculo de la gloria, junto a Mailer y Joyce Carol Oates, Ginsberg y E. L. Doctorow, con muchas ganas de decirle a su estricto contemporáneo: “You’ve won, Chester, you’ve won.”

((Ozick, “Alfred Chester’s wig” en Fame & folly, op. cit., pp. 50-91.
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 Y así termino yo esta carta de felicitación, en forma de ensayo o reseña, ya ella lo decidirá, por los noventa años de Cynthia Ozick, cumplidos el pasado 17 de abril. ~

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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