Los cuadros

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I

Juan pensĆ³ que las pecas rojizas del rostro de su madre habĆ­an desaparecido. Hizo un ademĆ”n, pero las esposas y las normas de sanidad que defendĆ­a celoso el guardia detuvieron el abrazo. No pensĆ³ que le importarĆ­a, pero sintiĆ³ un golpe de soledad al mirar los brazos alargados e incĆ³modamente delgados de su mamĆ”. El olor agrio que brotĆ³ del cabello abandonado de Martha le recordĆ³ su perfume, que habĆ­a soportado con dificultad y que ahora no estaba. La ausencia cerrĆ³ su garganta.

ā€“Estoy segura de que empezĆ³ unos meses antes, pero es que no me di cuenta sino hasta el lunes pasado. No, el antepasado ā€“le asegurĆ³ su madre con una calma escalofrianteā€“. Es que al principio una se distrae bien fĆ”cil. Todo es novedad. Emocionante. No ir al trabajo y que te paguen igual, poder hacer lo que quieras en cualquier parte del mundo y a cualquier hora, bueno, lo que quieras sin salir de tu casa. Pero luego por eso te aburres y lo nuevo se convierte en uno de esos parasiempres,algo asĆ­ leĆ­ en el muro de AngĆ©lica: ā€œLa costumbre del ser humano forma parasiempres; en cambio la acciĆ³n…ā€

Juan desviĆ³ los ojos. La intolerancia habĆ­a comenzado hacĆ­a aƱos como una lenta invasiĆ³n napoleĆ³nica y ya era demasiado tarde. No soportaba a su madre.

ā€“Al grano, sĆ­, ya sĆ©, aunque no entiendo tu urgencia. Ɖl va a seguir muerto y a mĆ­ nadie me va a creer nunca.

Juan se paralizĆ³. Esos dĆ­as se sentĆ­a parte de una pesadilla ajena que lo involucraba. Martha era su madre y necesitaba creerle. En la habitaciĆ³n de paredes grises casi negras, el silencio le pareciĆ³ un brazo que apretaba su cuello. Ć‰l va a seguir muerto y a mĆ­ nadie me va a creer. La sonrisa de Martha liberĆ³ el brazo que le quitaba el aire. Una sonrisa que, aunque parecĆ­a una mueca, le hizo sentir que todo estarĆ­a bien. Tosco, el guardia mirĆ³ su reloj. Juan le ofreciĆ³ a su madre un cigarrillo. Ella nunca habĆ­a fumado y por eso sostuvo frente a sus ojos la cajetilla. DejarĆ­a de parecer ese niƱo aferrado a su falda perfumada. Ofrecerle lo Ćŗnico que su madre repugnaba serĆ­a desconocerla y solo entonces podrĆ­a disimular esa paz que la mueca de Martha le habĆ­a dado. Una paz en la que ya no confiaba. Ella aceptĆ³ el cigarrillo y tambiĆ©n el titubeante fuego de su hijo. ExhalĆ³ el humo en direcciĆ³n contraria a Juan. Hasta en esos detalles su madre insistĆ­a en protegerlo y Ć©l se molestĆ³. CruzĆ³ una mirada cĆ³mplice con el guardia.

Disfrazaba su nerviosismo con cierta prepotencia y eso funcionaba bien con su esposa, con su jefe, con cualquiera excepto con Martha, quien siempre le respondĆ­a con ternura. Tal vez por eso, con suma delicadeza, rompiĆ³ el silencio que padecĆ­a su hijo.

ā€“Su ventana era una de todas esas que te aparecen en la pantalla. SĆ­, ya sabes de quĆ© te hablo, los cuadritos en la computadora. ĀæCĆ³mo se llama? Ā”En el Zoom! Todo lleno de personas medio dormidas. ImagĆ­nate, mire y mire cuadritos de otras gentes que tambiĆ©n miran y miran ā€“Martha soltĆ³ una carcajada que angustiĆ³ a su hijoā€“. ĀæTe acuerdas de que al principio no entendĆ­a nada? Te hubieras reĆ­do tanto con el primer taller que tomĆ©. No sabĆ­a por dĆ³nde hablar, se me apagaba la cĆ”mara, me desconectaba sin querer. Una vez dejĆ© el sonido prendido y no quiero saber quĆ© tanto escucharon. Suerte que vivo sola ā€“concluyĆ³ aliviada.

Juan recordĆ³ el dĆ­a que se fue de casa. Mucho antes de que anunciaran que salir de casa significarĆ­a la muerte. Ahora la computadora ocupaba su habitaciĆ³n y una cantidad abrumante de cosas decoraba su estante sin juguetes: una caja de bufandas bordadas, fotocopias de cuentos subrayados, dos inicios de novela detectivesca, el cuaderno de alemĆ”n, el de dibujo, el de anĆ”lisis de cine y en la parte mĆ”s alta del mueble, la que no alcanzaba cuando era niƱo, ocho frascos de mermelada que le preparĆ³ en el taller de cocina. No, definitivamente no podrĆ­a regresar a esa casa, cualquier motel serĆ­a mejor. Martha gimiĆ³, tirĆ³ el cigarrillo y acariciĆ³ sus yemas quemadas por la brasa. Juan regresĆ³ al cuarto de visitas de la penitenciarĆ­a.

ā€“Yo creo que por eso no lo notĆ© antes. Demasiados cuadritos en cada clase y yo solo les pongo atenciĆ³n a los maestros, digo, para quĆ© me voy a andar metiendo sino para aprender, porque luego hay unos que… Bueno, ese fue el primer dĆ­a que lo vi. Juan, no te puedo contar el terror que sentĆ­. ApaguĆ© mi computadora porque no supe quĆ© hacer. QuĆ© tonta, Āæno? Pero luego, luego la prendĆ­ de nuevo y tratĆ© de entrar a la clase para comprobar si lo que habĆ­a visto era cierto. Tu mamĆ”, aunque no lo creas, es valiente ā€“dijo, con un tono de heroĆ­na infantil.

Juan sonriĆ³ sin ganas de hacerlo. Ella siempre divagaba contando cosas que a nadie le importaban, menos a Ć©l. Pero esta tarde no era el momento para dar rodeos, esto sĆ­ era relevante. Preocupado, mirĆ³ hacia el adormilado guardia.

ā€“AhĆ­ voy, que se espere. Es que te tengo que contar todo porque si no tĆŗ tampoco me vas a creer.

Juan la mirĆ³ a los ojos, consternado. Su mamĆ” parecĆ­a ser consciente de todo lo que sucedĆ­a y no la loca de cuya cordura e inocencia habĆ­an dudado.

ā€“No pude conectarme de nuevo. La clase habĆ­a terminado y ni modo de preguntarle a la maestra, ĀæquĆ© le iba a preguntar, no? AdemĆ”s ella ya tenĆ­a sus propias preocupaciones… SĆ­, sĆ­, no me mires asĆ­. DespuĆ©s me convencĆ­ de que me habĆ­a confundido, de que habĆ­a mirado mal. Tantas horas, tantos cuadros, tanta gente y un chorro de cosas nuevas para ver. Bueno, pues por eso creĆ­ que era normal imaginĆ”rmelo, asĆ­ que decidĆ­ esperarme a la siguiente clase, o sea, el lunes pasado. Por suerte anduve bien ocupada toda la semana, martes de museografĆ­a, miĆ©rcoles lo dedico todo el dĆ­a al huerto, Ā”ah!, ya crecieron esos tomatitos, de los chiquitos, ĀæcĆ³mo se llaman? Ya sabes, los chiquitos que te gusta ponerle a tus huevitos… Bueno, no importa. Jueves… Por cierto que tienes que ir a cosecharlos, si no se te van a echar a perder.

Juan la interrumpiĆ³ con un suspiro desesperado. IntuĆ­a que no llegarĆ­an a ningĆŗn lugar y perdiĆ³ toda la esperanza. Su mamĆ” tendrĆ­a que cumplir una sentencia de por vida en aquella prisiĆ³n. Ɖl tendrĆ­a que cumplir la suya, volver a su paĆ­s, a su ciudad, a su casa. De por vida.

ā€“Ya voy a ir al grano, hijo, es que ya sabes cĆ³mo soy.

Es cierto, sabĆ­a bien cĆ³mo era su mamĆ”: incapaz de enfrentar su propia realidad. El nudo que recordaba en su estĆ³mago reviviĆ³ como un vacĆ­o tangible.

ā€“Total que el lunes entrĆ© a mi clase ā€“continuĆ³ Martha, decidida a terminar con la urgencia de su hijoā€“. Lo primero que hice fue buscar el cuadro del tipo ese. Pero ahora sĆ­ me fijarĆ­a bien, querĆ­a comprobar que no vi lo que vi. Cincuenta y dos personas no son pocas, es que es una buena maestra la verdad, de las que saben explicar con… RecorrĆ­ las ventanitas una por una. Y sĆ­, ahĆ­ estaba. Y es cuando te llamĆ©, que yo creo tenĆ­as el telĆ©fono apagado. No te querĆ­a molestar, pero la verdad es que estaba muy asustada.

Juan estaba sumergido en el relato de su mamƔ y las pausas se sentƭan tras su espalda como una pared de clavos que se acercaba un poco mƔs y mƔs.

ā€“Era hombre, aunque no se le podĆ­a ver bien su cara porque tenĆ­a mucha luz detrĆ”s. AdemĆ”s yo no tenĆ­a puestos los lentes, ya trato de no usarlos mucho porque no te habĆ­a dicho, pero me aprietan aquĆ­, en el tabique ā€“apretĆ³ con sus dedos la parte superior de la narizā€“. No importa. La cosa es que era un hombre raro, pero raros hay en todas las clases. ĀæTe contĆ© de la muchacha que amamanta a su niƱo de cinco aƱos? DespuĆ©s te cuento que te vas a reĆ­r ā€“hizo una pausaā€“. Lo que vi en su cuadrito fue una pared blanca, con tres fotos colgadas como en escalera. Fotos de un bosque. Del lado izquierdo, o sea su derecho, Āæverdad?, una ventana que mostraba un nĆ­spero ā€“Martha se detuvo en secoā€“. ĀæTe suena? Ay, Jonito, eso no era todo… y si no me crees no me importa, yo sĆ© lo que vi: clarito arriba de las fotos vi el dibujo que me regalaste en cuarto aƱo. El del perrito que tiene su capita y va volando y que salgo yo con mis chongotes y tu papĆ” con la correa persiguiĆ©ndolo. Ese hermoso dibujo que me hiciste, Āæte acuerdas? ImagĆ­nate, me tuve que voltear hacia atrĆ”s para asegurarme de que yo estaba en mi propia casa, y sĆ­, vi nuestro nĆ­spero, que ahora estĆ” lleno de frutos, Āæte gustan todavĆ­a?, las tres fotos tan bonitas del bosque y tu dibujo. Era tu dibujo y no tengo por quĆ© inventar nada de esto ā€“Martha se acercĆ³ a la mesa, sin pestaƱear, con una voz que penetrĆ³ en la piel de su hijo y lo dejĆ³ desamparado ante lo imposible, le asegurĆ³: ā€“Jonito, uno de los compaƱeros del Zoom estaba en mi casa.

El guardia detuvo hasta su respiraciĆ³n y Juan sintiĆ³ que ese hombre, que su mamĆ” describiĆ³ entre claroscuros, se burlaba de Ć©l, mientras terminaba de empujar contra su espalda la pared de clavos. Ante la expectante mirada, la temblorosa voz y el empequeƱecido cuerpo de su madre, Juan se sintiĆ³ desnudo.

II

El lunes Martha no amaneciĆ³ del todo bien. TenĆ­a dĆ­as asĆ­, en los que el desgano la dominaba. Aquel era el lunes cuarenta y ocho de confinamiento mundial. El cuadragĆ©simo octavo lunes que no salĆ­a de su casa, que no sentĆ­a el inevitable roce de los otros cuerpos en el metro. HacĆ­a trescientos treinta y seis dĆ­as que ni siquiera se maquillaba. Ya se habĆ­a acostumbrado, incluso lo disfrutaba; pero a veces le pasaba asĆ­, despertaba rara, como ese lunes en que ni desayunĆ³. Cuando tenĆ­a uno de esos dĆ­as se avergonzaba. Como si hubiese fracasado, solo esperaba que nadie se diera cuenta. Nadie lo hacĆ­a. Su clase de remedios caseroscomenzarĆ­a en cualquier momento y Martha hizo lo que su hijo le habĆ­a pedido hacer un dĆ­a en que, por videollamada, se puso nervioso y le dijo que debĆ­a peinarse y vestirse como si saliera a la calle porque ā€œno era lindo verla en fachasā€. RevisĆ³ la imagen de su cĆ”mara, de su cuadrito: detrĆ”s de ella estaba su trĆ­ptico de fotos. Encima de ese bosque, sobresaliente por sus colores, un dibujo hecho con crayones. A Martha le gustaba que sus compaƱeros de los diferentes talleres supieran que tenĆ­a un hijo. Por la ventana se asomaba el nĆ­spero que habĆ­a sembrado junto a Luis, el padre de Jonito. Aunque no lo estaba, lucĆ­a arreglada, como habĆ­a que lucir entre semana a pesar del encierro.

En la clase hablaron sobre el flujo sanguĆ­neo y las cicatrizaciones naturales. Martha tratĆ³ de seguir el ritmo de la profesora, aunque se cansĆ³ pronto de los tecnicismos. Con mayor interĆ©s se dedicĆ³ a espiar a sus compaƱeros. Cada cuadrito le parecĆ­a la ventana de un departamento a travĆ©s de la cual sus vecinos le daban un sinfĆ­n de anĆ©cdotas para compartir con Juan. Y es que a sus vecinos reales ya no los buscaba, se aburriĆ³ de ellos desde los primeros dĆ­as y fue cuando tomĆ³ su primer taller en lĆ­nea que descubriĆ³ la libertad con la que podĆ­a espiar por estas nuevas ventanas. Martha se fascinĆ³ de inmediato. Los escenarios eran infinitos, por otro lado, ninguno de sus vecinos podĆ­a saberse observado, como Julio y Eva, del 102, que pusieron cortinas en su cocina y Martha al fin no tendrĆ­a que verlos comiendo, ni haciendo el amor.

De los cuadritos de cada clase, algunos le interesaban mĆ”s que otros. Perros durmiendo, jugando, estorbando. Cajas de mudanzas inconclusas, ropa desperdigada, gente flaca, gorda, fuera del paĆ­s, mujeres y hombres, en una clase jurĆ³ ver un hombre vestido de mujer; gente vieja, gente joven, gente que le recordaba a conocidos del trabajo. Martha acumulaba, sobre todo, juicios ingenuamente malignos y tan dignos como su hijo merecĆ­a. Pero ese lunes fue distinto a los anteriores. Ese lunes la abordĆ³ un terror que no habĆ­a sentido desde que era niƱa. Ese lunes, Martha descubriĆ³ que su casa estaba dentro de una de esas ventanas. Su trĆ­ptico del bosque, su Ć”rbol de nĆ­spero, el dibujo que Jonito habĆ­a hecho en la escuela, todo en un cuadrito ajeno. SintiĆ³ el golpe de agua helada caer sobre su nuca y recorrer pesada la espalda hasta congelarle los glĆŗteos. Se acercĆ³ tanto a la pantalla que la imagen se deformĆ³ en grandes puntos. DejĆ³ de escuchar la voz de la profesora y el suelo debajo de ella se moviĆ³ caprichoso. Martha se sumergiĆ³ en esa casa en la que era una completa extranjera, aunque fuera la suya. Como si hubiese sentido los ojos de la mujer encima, el hombre de la ventana hizo un giro abrupto y echĆ³ su cuerpo hacia atrĆ”s, Martha apagĆ³ la computadora. Ese lunes, por primera vez en las Ćŗltimas cuarenta y ocho semanas, todo fue diferente. Todo. Y Martha caminĆ³ por la casa, como un animal ansioso por cruzar los muros que lo encierran, como una mosca que, en su torpeza, intenta atravesar el vidrio que la separa del resto del mundo. Un tĆ© de manzanilla y las horas ayudaron a que la mujer se convenciera de que aquello habĆ­a sido una confusiĆ³n, una reacciĆ³n al cansancio con el que habĆ­a despertado. Se lo repitiĆ³ durante la insomne noche y los dĆ­as que siguieron. Martha tomĆ³ sus clases con la normalidad de siempre, aunque dejĆ³ de mirar las ventanas de sus compaƱeros. VolviĆ³ a su cotidianidad. A esa masa de emociones que ya sabĆ­a manejar.

Pero de nuevo fue lunes, y como si nada hubiese ocurrido, como si Martha no hubiese visto su propia casa en otro lugar, la clase de remedios caseros comenzarĆ­a en unos minutos. Esta vez no revisĆ³ su peinado, ni se cambiĆ³ el suĆ©ter que escondĆ­a la pijama que nadie notarĆ­a. En cuanto la clase iniciĆ³ y la maestra hablĆ³ de infecciones en cicatrizaciones mal hechas, Martha recorriĆ³ las pĆ”ginas llenas de rostros atentos y perdidos. Cincuenta y dos ventanas y ahĆ­ estaba, entre el resto, aquel cuadrito que parecĆ­a mĆ”s un abismo. Su nĆ­spero, su bosque y su dibujo con un perrito volador y una mujer de exagerados chongos. Era su fondo, el mismo que custodiaba su espalda y el mismo que salĆ­a en su propio cuadrito, todos los dĆ­as desde hacĆ­a casi doce meses. Un ladrĆ³n, pensĆ³. Sus nervios se crisparon. ĀæCuĆ”ndo habĆ­a entrado a su casa, si ella no habĆ­a salido? El Ćŗnico duplicado de llaves lo tenĆ­a Juan. Ese era un ladrĆ³n que no habĆ­a entrado a su casa. Martha se estremeciĆ³. Se preguntĆ³ quĆ© es lo que esa persona podrĆ­a querer de ella, de su casa, del dibujo de Jonito. Por quĆ© robar su intimidad, por quĆ© utilizar en su pared la Ćŗnica imagen en que aparecĆ­an ella junto con su esposo Luis, el pequeƱo Juan y un perro volador. Mirar ese fondo ahĆ­, a travĆ©s de la computadora, tan lejos de ella, habitado por alguien mĆ”s la inundĆ³ de furia. DespegĆ³ el dibujo, rompiĆ©ndolo. La clase seguĆ­a su curso y Martha decidiĆ³ que lo mejor serĆ­a enfrentar a ese hombre, a ese usurpador.

InterrumpirĆ­a la sesiĆ³n. Ese monstruo que fingĆ­a una vida que no era suya, ese ladrĆ³n tendrĆ­a que deshacerse del trĆ­ptico del bosque, del dibujo de su hijo y talar de inmediato ese nĆ­spero que, como el de ella, estaba rebosante de frutos amarillos. Martha, decidida, prendiĆ³ el micrĆ³fono, pero no pudo pronunciar una sola palabra.

ā€“ĀæQuĆ© podrĆ­a decirle? ā€“pensĆ³ā€“. Ey, esa es mi casa. Ey, hijo de la chingada, quĆ© haces aquĆ­, aquĆ­ ya estoy yo. Ey. Ey, ese es el dibujo de mi hijo Juan. Ey.

Los cables del mĆ³dem enredaron sus piernas entre las patas de la silla. SintiĆ³ que los huesos del nĆ­spero se atoraban en su garganta. Las diapositivas que mostraban el ciclo de Krebs terminaron. Martha estaba baƱada en sudor y el hombre habĆ­a abandonado su silla, permitiĆ©ndole mirar los detalles del espacio. Todo era igual. Definitivamente era su casa en otro cuadro, bajo otro nombre, el de un hombre que le habĆ­a quitado su lugar. Martha llamĆ³ por telĆ©fono a su hijo, esta vez era serio. Ɖl le preguntarĆ­a, como siempre, si era una emergencia. SĆ­ que lo era: habĆ­a un ladrĆ³n en uno de los cuadritos de su clase. El telĆ©fono de su hijo sonĆ³ hasta que la contestadora automĆ”tica lo permitiĆ³.

ā€“Jonito, llĆ”mame, hay un ladrĆ³n en la casa ā€“colgĆ³. ĀæQuĆ© ladrĆ³n? ā€“pensĆ³. No lo era. No podrĆ­a explicĆ”rselo a Juan y Ć©l tendrĆ­a razĆ³n en decir que exageraba todo, que inventaba cosas y que deberĆ­a dejar de espiar a sus vecinos. Martha recordĆ³ las veces que la habĆ­an acusado de loca.

El hombre volviĆ³ a ocupar su silla. TomĆ³ con ambas manos la taza humeante que habĆ­a traĆ­do consigo y le daba sorbos. A estas alturas a Martha no le interesaba que la piel de la cebolla era el mejor desinfectante natural. No podĆ­a mirar a otro lado. La taza conmemorativa de los sesenta aƱos de servicio continuo de la Casa de Notarios No. 276 estaba en las manos de ese ladrĆ³n. La taza no era suya, no podĆ­a ser suya porque solo habĆ­an hecho una taza asĆ­, a su marido, pocos dĆ­as antes de jubilarse y pocas semanas antes de morir. AllĆ­ le habĆ­a servido cafĆ© esa maƱana en que irĆ­a a cobrar la primera pensiĆ³n de muchas. Ese hombre, en ese cuadrito de la clase de remedios caseros, no podĆ­a tomar cafĆ© en esa taza. Martha se levantĆ³ apresurada. BuscĆ³ entre las tazas de la gaveta la de Luis: ā€œPor 60 aƱos de trabajo incansable y dedicado, al seƱor Juan Luis Salgado GarcĆ­aā€. La abrazĆ³ en su pecho. El olor de un cafĆ© que no habĆ­a la transportĆ³ por el tiempo hasta interminables desayunos apresurados, cenas frente al televisor, el silbido que hacĆ­a su marido, sin notarlo, los dĆ­as en que le tocaba lavar los platos. Martha estaba tan sumergida en los recuerdos que no escuchĆ³ los gritos que salĆ­an de la computadora. Tampoco vio cĆ³mo, detrĆ”s de uno de los alumnos, una mujer, que mĆ”s tarde sus compaƱeros reconocieron como Martha Vda. de Salgado, golpeaba la cabeza del hombre hasta hacerla sangrar, y un poco mĆ”s. De ojos rojos, mirada desorbitada, la asesina golpeaba al hombre y finalmente, ā€œsin ser necesarioā€, segĆŗn la declaraciĆ³n de la misma profesora, lo habĆ­a descalabrado con uno de los tres cuadros de un trĆ­ptico de fotografĆ­as. Martha no hizo caso de los gritos, ni del noticiero, ni siquiera de las insistentes llamadas de su hijo. DedicĆ³ su tiempo, en cambio, a reparar el dibujo roto de un perro volador que escapaba de la correa del padre, en tanto se burlaba de unos enormes chongos en la cabeza de la madre.

III

ā€“ĀæY entonces? ĀæA poco ustĆ© sĆ­ le cree?

Juan suspirĆ³ miedo. Y furia. El guardia que ni siquiera habĆ­a disimulado su incredulidad durante la entrevista, ahora lo trataba con una hermandad que lo irritaba. Con la voz atrapada bajo su mascarilla, deseĆ³ gritarle, deseĆ³ matarlo. Pero no lo hizo. No hizo nada. Juan se encaminĆ³ hacia la casa que habĆ­a tratado de abandonar mucho antes de que anunciaran que salir de casa significarĆ­a la muerte. ~

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es cineasta de profesiĆ³n, escritora y locutora del programa Rastro, en NOFM Radio.


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