Los placeres (literarios) de la carne

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Si queremos resumir Argentina en imágenes, las primeras que se nos vendrán a la cabeza serán un mate, los colores albicelestes tanto de su bandera como de la camiseta de su selección nacional y, cómo no, un buen trozo de carne a la parrilla. Un país donde hasta los obreros de la construcción se cocinan su asadito sobre un grill improvisado a la hora del almuerzo forzosamente ha de destilar ciertos jugos cárnicos en sus producciones artísticas, del tipo que sean. Afortunadamente, existen obras sólidas –pero a la vez jugosas– que corroboran estas impresiones.

Como faro iluminador acudo al ensayo La vaca. Viaje a la pampa carnívora (Arty Latino, 2007), de Juan José Becerra (el apellido no puede ser más apropiado), donde el autor detalla los tres tipos de escenario en los que las vacas tienen una presencia destacada en la cotidianidad argentina, pero también, tal como compruebo, en su literatura y en su cine. El primero es el paisaje, la mítica pampa que funciona como plato inmenso de ensalada con que alimentar al ganado argentino. Sobre ese paisaje y sus pobladores, ya sean humanos o rumiantes, se fundamentan obras canónicas estudiadas por los escolares argentinos: la más leída es el Martín Fierro de José Hernández, un poema narrativo publicado en 1872 que narra las desventuras del gaucho protagonista, reclutado para ir a defender las fronteras internas del país contra los indígenas.

Dejo momentáneamente de lado el segundo escenario y paso directamente al tercero, en el que la vaca ya es carne apta para el consumo humano y el asado se convierte no solo en alimento sino en festejo o ritual, como ocurre en la comedia dramática El asadito (2000) de Gustavo Postiglione, una película coral en blanco y negro sobre un grupo de amigos que organizan un asado; o en el documental Todo sobre el asado (2016), de los celebrados Mariano Cohn y Gastón Duprat. La película hace un retrato poliédrico de la carne argentina y los personajes que la trabajan –chefs, carniceros y, por supuesto, comensales…– y consigue que no pestañeemos durante el visionado, independientemente de nuestros gustos gastronómicos.

He dejado para el final el segundo escenario en parte por ser el más dramático, pero también porque es en él donde he encontrado obras que me han volado la cabeza, por emplear una expresión netamente argentina. Se trata del matadero, también llamado eufemísticamente “frigorífico”, ese recinto industrial en el que la vaca entra a cuatro patas y sale despiezada, dado que, en Argentina, como escribe Juan José Becerra, “la vaca no era considerada tanto un animal como una factoría, una bestia de servicios resistente y relativamente amigable”. Para ilustrar este apartado tenemos otro libro fundacional, que también se estudia en secundaria, titulado precisamente El matadero. Escrito por Esteban Echeverría en torno a 1839, pero publicado en 1871, veinte años después de su muerte, en él se deja ver el conflicto entre civilización y barbarie que trajo Faustino Sarmiento al debate público en la Argentina, y muchos otros aspectos que ayudan a entender la historia del país rioplatense.

Además de con estos libros canónicos, he dado con una rareza del cine argentino: Carne, de Armando Bo, estrenada en 1968. La película transcurre en un frigorífico industrial, y a mí no se me borra de la mente la escena en la que una joven trabajadora del matadero llamada Delicia, encarnada por la actriz y sex symbol Isabel Sarli, se encuentra haciendo una inspección dentro del frigorífico, una nave industrial de la que cuelgan costillares de res por doquier, a modo de Museo del Jamón en versión vacuna. Mientras desempeña sus tareas, vislumbra a lo lejos a un hombre, con cuya mirada se cruza. Ese inicio de tintes eróticos da paso a una persecución entre vacas degolladas, con fondo musical de órgano Hammond, digna del mejor cine camp y que, me atrevería a decir, solo una mente argentina podría urdir y llevar a cabo con éxito.

El colofón de este apartado es un poemario publicado en 2023 que canta la cotidianidad en un frigorífico del extrarradio de Buenos Aires. Se titula Berisso 1928. La vida futura (Editorial Bajo la Luna) y su autor es el poeta Daniel Samoilovich (Buenos Aires, 1949). El lugar y la fecha que dan título al libro son significativos: Berisso es un pueblo de la provincia de Buenos Aires donde hasta 1983 funcionaron los frigoríficos Swift y Armour, los más grandes de América Latina. Y en 1928, como sabemos, las olas revolucionarias ya habían dado la vuelta al mundo, y sus efluvios llegaron hasta los trabajadores de Berisso.

El libro es un largo poema dramático que imaginamos representado teatralmente entre costillares o, más bien, entre sus huesos mondos y lirondos, pues el tema de fondo es la decadencia, hasta su cierre final, de estos enormes frigoríficos. Berisso 1928 tiene algo de obra teatral del Siglo de Oro, por sus soliloquios a cargo de su protagonista, David Bronstein, un inmigrante ucraniano judío que llegó a la Argentina como tantos otros: huyendo de hambrunas y, en su caso, de pogromos, para trabajar en los mataderos, desde los que se gestaba la frenética exportación de carne a todo el mundo en diversos formatos, pero también por el uso insólito –muy para bien– de los versos de cabo roto, cortados en la última sílaba tónica y empleados en primera persona por, atención, ¡las propias vacas!: “Me caí redón, / rodé muy orón, / por una escalé / más que oscura, né. / Andá a saber quié/ apagó la luz”.

Berisso 1928 es un objeto delicado: se parece a esas cajitas del artista Joseph Cornell que contienen mundos en su interior. Por un lado, nos cuenta una historia personal, la de Bronstein, pero en otros momentos abre tanto el plano que nos ofrece una panorámica de las vidas de los empleados de los frigoríficos Swift y Armour (esos “dos gigantes echados lado a lado”, como se describen en el primer verso), que cada mañana podían ser despedidos de su trabajo sin previo aviso.

La crítica al capitalismo feroz planteada en el texto se logra mediante la descripción dramática de aspectos como el hedor que impera en el frigorífico, el funcionamiento de la línea de producción, protagonizado por la noria que, como leitmotiv, reaparece girando incesante y cargada con las vísceras de los animales, y también por medio de recursos como el humor y el absurdo (“Ya nadie sabrá qué mitad / a qué otra mitad correspondía, / las latas de corned beef no llevarán / de ustedes el nombre, si es que nombre tenían”). Todo ello en versos medidos –este detalle es esencial– y, desde luego, nunca a través de ese tono crispado de denuncia perenne al que empezamos a estar acostumbrados en la literatura actual y que no deja apenas resquicio para el pensamiento.

Es más probable que una persona deje de ser carnívora nada más terminar de leer este poemario que tras exponerse durante años a campañas publicitarias ideadas para fomentar el veganismo. He ahí el extraño poder de seducción de la (buena) poesía, tan persistente como el olor imperecedero de la carne cruda. ~

Obras mencionadas

Libros

La vaca. Viaje a la pampa carnívora (Arty Latino, 2007), de Juan José Becerra.

Martín Fierro, de José Hernández.

El matadero, de Esteban Echeverría.

Berisso 1928. La vida futura (Bajo la Luna, 2023), de Daniel Samoilovich.

Películas

El asadito (2000), de Gustavo Postiglione.

Todo sobre el asado (2016), de Mariano Cohn y Gastón Duprat.

Carne (1968), de Armando Bo.

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