Los robots toman la escena

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Resulta sorpresivo descubrir que la palabra robot se inventó para una obra teatral, dado que no es un arte comúnmente relacionado al género de la ciencia ficción, quizá porque sus recursos anclados al aquí y el ahora parecen impedirle hacer uso de efectos que crean la ilusión de proyectar el oropel y la fantasía con que relacionamos al tiempo futuro. Pero la criatura que tenía en mente el autor checo Karel Čapek con su obra R.U.R. (Los robots universales de Rossum) presentaba un caso especial y particularmente atractivo para la escena del primer cuarto del siglo XX, pues al buscar la representación de la idea de una réplica físicamente idéntica a un humano, un suplente que realizara toda tarea incómoda y afanosa, podía tomar ventaja del juego de imitación que distingue al arte escénico.

La palabra robot deriva de un vocablo en checo que implica “labor forzada”. Los robots de Čapek no son máquinas, sino seres biológicos artificiales programados para obedecer, carentes de voluntad y sentimientos, y cuyo cometido es agilizar las líneas de producción de toda actividad humana como una solución revolucionaria que pretende liberar al hombre del trabajo y así proyectar su siguiente paso en la escala evolutiva dentro del planeta. Escrita en 1920 y estrenada con gran éxito al año siguiente, R.U.R. se sitúa en la fábrica del título y muestra a través de sus personajes distintas posturas científicas, económicas y humanitarias que revelan los trances e ingenuidades del sueño de la razón, ya que ante la liberación del trabajo se empieza a hacer patente la fragilidad del sentido de los humanos con el cese de la reproducción natural y la superación en número de la población de robots que ya han comenzado a tomar conciencia de su papel de esclavos, lo que apunta a una inminente rebelión que provocará el fin de sus creadores.

Vista o leída hoy en día, la obra guarda una distancia considerable con la comprobación tecnológica con la que convivimos actualmente, así como con ciertas convenciones escénicas que podrían modificarse en su favor. Pero resuena en la advertencia que hace al futuro sobre el papel de estos sustitutos laborales que en formas diversas han desplazado a los humanos, provocando crisis conocidas de diversa índole, así como en la crítica al trabajo como dador de sentido a nuestra existencia, lo cual demuestra que las réplicas ofrecen interrogantes sugerentes sobre lo que constituye nuestra humanidad.

Con motivo del centenario de R.U.R. y la creación de la palabra robot, el checo Tomáš Studeník (quien se describe a sí mismo como innovador radical y hacker urbano) se planteó en 2019 hacer un homenaje que respondiera a la pregunta “¿Puede un robot escribir una obra de teatro?”.

((Para mayor información sobre el proyecto de Tomáš Studeník se puede acudir a la página www.theaitre.com.
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* Para tal empresa conformó un equipo integrado por ingenieros y especialistas en lenguajes de programación y matemáticas de la Universidad Carolina de Praga y por especialistas en artes escénicas locales, como el dramaturgo Daniel Hrbek del Teatro Švanda. La inteligencia artificial GPT-2 que se utiliza comúnmente para escribir noticias falsas, artículos y alimentar granjas de bots fue la elegida para ser programada con ciertos parámetros como diálogo, situaciones y experiencias humanas para provocar el libre albedrío del artefacto y generar el material requerido, reduciendo la intervención humana al 10% en su resultado final.

El montaje de la obra, cuyo estreno se llevó a cabo a nivel mundial en febrero de 2021 a través de un streaming, optó por elecciones convencionales, desprovistas de efectos especiales o maquinaria sofisticada para concentrarse en la manera en que un robot similar en apariencia a Frankenstein (interpretado por el actor Jacob Erftemeijer) interactúa con algunos personajes tras una escena inicial en donde se revela la muerte de su creador. La auto- ría de la ia se manifiesta en la forma en que establece los diálogos (siempre de uno a uno), en donde claramente el robot protagonista conoce bien su papel como proveedor de necesidades (cuéntame un chiste, cógeme, mátame) y se desvía de ellas de forma caprichosa y errática con réplicas y soluciones que tienen eco en la literatura de Eugène Ionesco y aun del mismo Kafka, por lo mecánica y absurda que puede llegar a ser la comunicación humana. A la vez resulta sorprendente la preferencia de la inteligencia creadora por situaciones de violencia y cuestiones de índole sexual, como se muestra en la escena en la que un hombre pide al robot que lo mate y termina con un dedo metido en el ano, así como su tendencia a tornar a las mujeres en objetos sexuales y la conciencia insólita que tiene de sí mismo demostrada en la frase: “Cuando muera solo quedarán vivos los robots” o la elección de describirse como un payaso, un actor o el presidente de Estados Unidos.

Para una época en donde la espectacularidad especiales gobiernan nuestra atención, los resultados de la empresa de Studeník quizá puedan parecer modestos, pero su relevancia se encuentra en el homenaje a Čapek, ya que concibe al teatro como una zona que en su austeridad muestra la información desnuda y ayuda a cuestionarnos sobre estos acompañantes artificiales de los que gozamos hoy en día como observadores atentos del comportamiento humano. El drama desde luego reside en la capacidad de predicción que la ia tiene sobre nosotros, evidenciando nuestro comportamiento y respuestas como una dinámica de polos extremos que dista de librarnos de nuestros aspectos negativos, por ejemplo, las interacciones “reales” que se atestiguan cotidianamente en redes sociales. Tal vez por ello la idea del sustituto como un ideal carente de defectos o una entidad perfectible nos sigue pareciendo tentadora, aunque no deja de tener su carga siniestra.

Una eminente muestra de ello es la obra de 2017 Uncanny valley a cargo del grupo alemán Rimini Protokoll (recientemente transmitida en la versión virtual del festival chileno Santiago a Mil), en donde se nos presenta un sugerente uso de la teatralidad al suplantar al dramaturgo y protagonista Thomas Melle por una réplica robotizada de sí mismo. La obra se conforma como un hábil entramado que desemboca en una justificación brillante sobre las elecciones estéticas y filosóficas en una forma que remite a la conferencia académica, pues entrelaza la relación de los sustitutos corporales, como las prótesis, con la trágica historia de Alan Turing, genio matemático experto en máquinas, quien fue señalado como “anormal” por la sociedad de su época, y la historia del autor-personaje que padece un severo caso de manía depresiva, “defecto” que hace de su vida una complicación inmanejable. Los ejemplos se van entrelazando hacia la formulación de preguntas importantes que apuntan no solo a la relación que tenemos con las máquinas, ya sea como compañeras de faena o ideales infalibles que complementan esas propiedades “incómodas” de los humanos. Melle se pregunta si lo que realmente nos hace humanos es nuestra alteridad, la proclividad al accidente y el error, de manera que en las máquinas proyectamos un deseo de perfección inalcanzable que a la vez es idealizado e impuesto por las reglas de la conducta social, ejercitando el popular género de la autoficción al que se añade un nivel de sumo atractivo, pues el público presente atestigua la desaparición del cuerpo físico para dar paso al artificial como parte del deseo íntimo que Melle busca para librarse de la carga invisible que resulta su enfermedad y sobre la que bromea macabramente respecto a la posibilidad de alcanzar la perfección e inmortalidad que el cuerpo físico no puede lograr.

Como la creación centenaria de Čapek, estas obras demuestran que los robots e inteligencias artificiales no son más que un espejo múltiple de nosotros. Así que la próxima vez que una página web nos exija comprobar nuestra identidad con la frase “No soy un robot” habrá que meditarlo concienzudamente. ~

 

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es dramaturga, docente y crítica de teatro. Actualmente pertenece al Sistema Nacional de Creadores-Fonca.


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