Conocí a Ramón Xirau durante una conferencia sobre Wittgenstein y das Mystische (lo místico, aquello de lo que no se puede hablar), que él dictó hace muchos años en San Ángel. A partir de esa conferencia, perpetré, adolescente yo, una dudosa proeza: escribir, sobre aquello de lo que no se puede hablar, una reseña que no se podía leer. La benevolencia de Xirau y de Danubio Torres Fierro convirtió aquello en mi triste debut en letra impresa, en la Revista de la Universidad.
La generosidad de Xirau continuó cuando, años después, me inscribí en su curso de historia de las ideas. ¿Cómo era Xirau como maestro? Para empezar, estudiaba autores que no era común encontrarse en otros cursos: ese otro Ramon Llull, san Agustín, Pascal, Bergson, Camus… Su método era coloquial: se sentaba sobre el escritorio, comentaba cómo estaba la tarde, si lluviosa o soleada, contaba alguna anécdota, preguntaba qué estábamos leyendo, decía por ejemplo por qué le gustaba más Camus que Sartre, y poco a poco se daban cita autores e ideas (y “no ideas”, para usar una expresión suya). A veces sencillamente leía un poema de san Juan de la Cruz y dos lágrimas podían adivinarse tras los lentes. En esa época todavía fumaba, mucho, y el cigarro ejercía tal monopolio sobre la mano que impedía el uso del gis, salvo para garabatear, ocasionalmente, con su menuda letra, algún término raro, que su voz y el cigarro entre dientes habían vuelto más raro aún. Es famosa la dicción obscura con la que Ramón dice cosas luminosas. Las palabras más socorridas entre sus alumnos eran ¿perdón?, ¿cómo?, ¿qué dijo? Su método, pues, era también mayéutico, solo que invertido: los alumnos tenían que alumbrar las palabras en el maestro. Una tarde, en que el coro de cómos y qués se había multiplicado más de lo normal, Xirau exclamó de pronto, con nitidez meridiana: “¡Y no crean que no puedo hablar claro!”; volviendo enseguida a su tono crepuscular: “Lo que pasa es que no quiero.”
Las clases de Xirau eran conversaciones informales, que se prolongaban fuera del aula. Y el que sacaba un ocho con él, era porque, de plano, era un vago. Pero es curioso: estas sesiones sin exigencias, sin formalidad y sin estructura, me transmitieron –nos transmitieron, creo, a varios– una enseñanza fundamental que no transmitían otros cursos: la del gusto de la lectura, el gusto de introducirnos en los autores más diversos relacionándolos entre sí.
En esta época, en que todo el conocimiento se pulveriza en especialidades cada vez más reducidas e incomunicadas, y en que imperan la filosofía de cubículo y los filósofos que se sienten más profesionales mientras más limitada es la provincia que dominan, Xirau ha representado, entre nosotros, la universalidad de horizontes culturales, el humanismo unificador. Esta ha sido una de las grandes virtudes de Xirau como profesor, como divulgador y como ensayista filosófico: ofrecer un amplio espectro de temas, autores y corrientes de pensamiento lleno de relaciones sugerentes. Sea al introducirnos pacientemente a la historia de la filosofía en un libro que ha de rebasar ya las veinte reediciones, al extender un mapa de las diversas clases de crítica literaria o al internarse en la poesía de Octavio Paz, el ensayo de Xirau es amable y acogedor, claro y didáctico; cree, con Wittgenstein, que lo que puede decirse puede decirse claramente, y de lo que no se puede hablar ¿mejor es callarse?…
La verdad es que, sobre lo inefable, el silencioso Ramón no se queda tan callado como Wittgenstein quisiera, Xirau nos lleva de la mano hasta las orillas de lo decible y, entre la luz y las sombras, nos susurra al oído con voz crepuscular, se pone a hacernos señas y guiños para que nos asomemos a la fuente de san Juan de la Cruz, “Que bien sé yo la fonte que mana y corre, / aunque es de noche”.
La “música callada” de san Juan de la Cruz. Los poemas (en lengua catalana) de Ramón Xirau van en pos de esa música. Versatilidad admirable: el filósofo sabe abandonar sus métodos y argumentos para entregarse a la emoción, el lirismo, el enrarecimiento del lenguaje y la sintaxis. Poemas con las calidades contemplativas de un Jorge Guillén o de un Giuseppe Ungaretti, pero también de su paisano, ese orfebre del piano, Federico Mompou, poeta de la música en la medida en que Xirau es compositor de poemas.
Pero, como Mompou también, Xirau es sobre todo un poeta crepuscular, que espera la lenta huida del sol para acercarse a las ventanas de esa hermosa casa en el callejón de San Antonio y descubrir en el fugaz momento, entre las sombras verdes y azules del jardín, el recogimiento eterno de la luz, otra luz, una luz más discreta, misteriosa y profunda.
La vida y la obra de Ramón Xirau se han consagrado pacientemente a la lectura de huellas llameantes y heridas luminosas en un mundo de dolor y belleza, a cada día el mismo y a cada día otro. Por eso, con él, y sobre él, decimos: “El mundo es sabiduría en el camino / de eternos amarillos enamorados del aire.” ~
fue un poeta, narrador, ensayista, crítico musical y ajedrecista mexicano.