Mario Lavista: “Componer ya no es suficiente”

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Mario Lavista fue uno de los grandes compositores mexicanos de las últimas décadas. Su labor no se circunscribió a sus obras musicales, sino también fue un gran divulgador, maestro y conferencista. Al frente de la revista Pauta. Cuadernos de Teoría y Crítica Musical, Lavista dirigió una buena parte de sus esfuerzos a la discusión y difusión de la música. Con motivo de su sensible fallecimiento recuperamos esta conversación sostenida en septiembre de 2016, y que hasta el momento había permanecido inédita. En ella, Lavista no solo habla de su libro Cuaderno de música 1, publicado por El Colegio Nacional ese mismo año, sino de su pasión por la palabra escrita y la relación que otras disciplinas artísticas pueden establecer con la música.

Cuaderno de música 1 reúne una gran variedad de textos: desde artículos publicados en revistas no especializadas hasta programas de mano. ¿A qué se debe que los compositores busquen acercarse al público con textos escritos y no solo a través de la música?

El hecho de que, en esta época, existan tantos libros sobre música se debe fundamentalmente a la irrupción de eso que llamamos música “moderna” o “contemporánea”, que puso en tela de juicio el lenguaje de la tonalidad, un lenguaje que había unificado a Occidente a lo largo de tres siglos. En el pasado, músicos tan distintos como Bach, Chopin y Verdi hablaban el lenguaje de la tonalidad –cada uno con su propia voz, desde luego–, pero con el surgimiento de la música moderna aparece lo que yo denomino “la incertidumbre del lenguaje”. En el siglo XVIII, Mozart sabe perfectamente que está hablando el lenguaje de la tonalidad y no solo nunca se le va a pasar por la cabeza usar otro tipo de lenguaje, sino que está consciente de que lo comparte con intérpretes y oyentes.

A principios del siglo XX, esa situación cambió de manera radical y el compositor ya no se sintió tan seguro de con qué lenguaje tendría que hablar.

Esa incertidumbre del lenguaje llevó a los compositores a reflexionar con mayor insistencia sobre la música, me imagino.

Muchos compositores e intérpretes lo consideraron necesario. Tenemos, por ejemplo, los textos que Debussy reúne en El señor Corchea, antidiletante o los maravillosos textos de Arnold Schoenberg, quien además sintió la necesidad de escribir no solo textos de divulgación sino todo un Tratado de armonía, cuya introducción constituye una reflexión estética y filosófica sobre el sentido de la música contemporánea. En México, uno de los compositores que más escribió sobre música fue Manuel M. Ponce, que a lo largo de su vida fundó tres revistas. Y otro, Carlos Chávez, que no paró nunca de difundir la música y escribir reflexiones sobre su propia obra. A lo que quiero llegar es que, en una época de incertidumbre del lenguaje, tenemos mayor necesidad de reflexionar a través de la palabra. Componer ya no es suficiente.

Sus textos se detienen poco en cuestiones técnicas. ¿En qué tipo de público está pensando?

En Cuaderno de música reuní textos dirigidos a los amantes de la música. Nunca intenté hacer textos musicológicos o de carácter técnico. Mis artículos reflejan mis gustos y mis fobias porque no soy musicólogo.

Usted ha dirigido desde 1982 la revista Pauta, que ha dado espacio no solo a análisis estrictamente musicales sino también a la literatura. ¿Cuáles son las diferencias y los puntos de encuentro entre textos especializados y no especializados, entre la literatura y la música, tanto en la revista Pauta como en su propia obra?

Lo que une a textos especializados y no especializados es el amor a la música. O el odio hacia ciertos compositores. La diferencia se da en el orden técnico. Simplemente pensemos en lo que han escrito los grandes intelectuales como Charles Baudelaire, Marcel Proust o Thomas Mann. Claro, ellos han publicado textos en los que no se tocan aspectos de orden técnico, porque son conocedores, no músicos. Pero yo siempre he pensado que es más útil leer los ensayos de Alejo Carpentier sobre la música, el “Marsias” de Cernuda, que un texto musicológico. En México, el más grande escritor que ha tocado estos temas es Juan Vicente Melo, pero la labor de Eduardo Lizalde, Luis Ignacio Helguera, Luigi Amara, José de la Colina y Eusebio Ruvalcaba, entre otros, no ha sido menor. Los textos literarios son fundamentales porque nos acercan al fenómeno musical y, en ese sentido, no son diferentes a los que puede escribir un músico como yo. Yo no escribo textos técnicos. Mi propósito es difundir la música a través de la reflexión sobre un autor, sobre una escuela, sobre una época. Quizá la diferencia de mis textos respecto a los de los escritores sea la orientación: a mí me interesa mucho la música contemporánea. Además de la literatura, he querido tratar también los puentes comunicantes entre la música y otras disciplinas artísticas, eso que Baudelaire llama “la correspondencia entre las artes”. La pintura, por ejemplo, es un tema que me atañe, porque yo he compuesto obras inspiradas en ciertos cuadros y pintores. Uno de esos sería El pífano, de Édouard Manet, que representa a un joven músico vestido en uniforme militar, tocando una flauta de madera. A propósito de ese cuadro, escribí una obra que se llama El pífano, en la que no me planteo cuestiones de orden científico –la relación entre un azul y la vibración de un sonido determinado, por decir algo– sino un acercamiento poético. Me pregunté: ¿qué está tocando este joven? El de Manet es un cuadro habitado por sonidos, no es un cuadro en silencio. Y como respuesta me dije: probablemente esté tocando esto que estoy escribiendo.

También ha compuesto música a partir de los cuadros de Degas.

Hay muchas pinturas de Degas donde se ve a un violinista y a un pianista que están acompañando a las bailarinas. Y como mi hija es bailarina, para escribir la Danza de las bailarinas de Degas me pregunté: ¿qué estarán bailando esas bailarinas? Si le ponemos atención, es un cuadro lleno de sonidos. Otras pinturas, en cambio, me parecen casi ensordecedoras. Las batallas de Uccello, por ejemplo. En una, que se encuentra en la Galería de los Uffizi, puede apreciarse un caballo que se cae, una armadura que choca con la espada, una banda que ahí está tocando. Cuando uno lo observa de frente dan ganas de taparse los oídos por la cantidad de ruido y sonidos que están dentro del cuadro. Existen también otros cuadros que tienden al silencio, como La Anunciación de Fra Angelico, en el que casi no se escucha nada. Hay un cuadro precioso de Tamayo, llamado Músicas dormidas, que representa a dos mujeres durmiendo en el atardecer y en el piso hay una flauta y una guitarra. Un día simplemente me planteé la posibilidad de imaginar qué estaban soñando esas mujeres. Algunas de mis obras son un acercamiento a otras disciplinas artísticas a través de la música. No es, desde luego, una aproximación de orden racional y tiene más que ver con cuestiones subjetivas.

En su libro hay un apartado en el que usted aborda cuestiones poco comunes a la hora de hablar sobre música. Asuntos de índole práctica que, sin embargo, proporcionan la otra cara de un arte que tendemos a ver con idealismo. Recuerdo, en particular, su crítica al espectáculo de los Tres Tenores.

Creo que el gran problema con los Tres Tenores, a quienes admiro como intérpretes, es que no es fácil dar el salto entre la música clásica y la popular. Yo prefiero ver a Plácido Domingo cantando el Otello de Verdi, en donde es absolutamente insuperable, al Plácido Domingo que canta rancheras, para las cuales me gusta más Jorge Negrete. Creo que, en el orden interpretativo, hay una tendencia por borrar las fronteras entre lo clásico y lo popular. Pensemos, por ejemplo, en Tania Libertad, una espléndida cantante a la que no sé por qué se le ocurrió grabar un disco con arias de ópera. El resultado es lamentable, porque probablemente ella misma no se dé cuenta de que no está interpretando una canción más sino un aria, es decir: un momento dramático que forma parte de una narración. Un aria de ópera tiene un pasado y un futuro, que se pierden cuando se aborda como una canción como cualquier otra. Se cree que es muy sencillo y que cantantes como Filippa Giordano pueden pasar de una balada italiana a algo de Verdi. Yo creo que eso no es posible, por una cuestión insalvable de estilo. Y los Tres Tenores fueron en parte responsables de ese fenómeno. En sus conciertos, a un aria de Verdi le seguía “Júrame” o “Granada”, y si la cantaba todo mundo, mejor. Además, cuando cantaban ópera tomaban decisiones arbitrarias, como interpretar “Nessun dorma”, de Turandot, a tres voces, una estrofa cada uno, cuando un aria ha sido escrita para un solo tenor. A mí me parece que eso no le hace ningún bien a la música, porque la convierte en un entretenimiento baladí. Por eso aproveché un concierto que los Tres Tenores dieron en Monterrey en junio de 2005 para hablar del fenómeno.

En otro texto, cargado también de ironía, arremete contra la Sociedad de Autores y Compositores de México. ¿Por qué escribir sobre esas cuestiones?

Porque son parte importante del quehacer musical. Hay sociedades de músicos en todo el mundo y algunas funcionan muy bien, como la inglesa y la francesa, que se encargan de darle un trato justo al compositor. En México, en cambio, tenemos una sociedad de compositores que es una vergüenza. Al igual que en otros sindicatos, hay líderes que permanecen veinte o treinta años al frente y se vuelven inmensamente ricos, al tiempo que “cuidan” los intereses de sus agremiados. Por eso quise escribir de la sociedad de compositores, porque en México hay una serie de instancias administrativas que protegen los derechos de autor, y no entendía por qué existía una sociedad de ese tipo. ~

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es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.


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