¿Emprender la lectura de una novela de unas 750 páginas acerca de la Revolución francesa? Difícil memorizar a más y más personajes que evolucionan en una situación política en permanente convulsión, entre clubes, salones y cafés, sociedades, comités, convenciones y cargos de gobierno, en una espiral decreciente de radicalización y autofagia. Todo esto para no hablar de sus orígenes, su ideario, su vida y sus destinos. Parece una ardua tarea académica. O acaso podemos temer un curso vivo de pensamiento político, o una estilización sentimental, una exacerbación maniqueísta, o erótica, o grotesca, etcétera, apta en la actualidad para el cine o las series.
Para crédito de la novelista histórica Hilary Mantel (1952-2022), nada de eso ocurre en su primera novela, que era también su preferida, A place of greater safety (la escribió en los años setenta, en sus veintes, pero solo logró que se publicase en 1992). Ya la conocemos por la trilogía Wolf Hall (2009, 2012, 2020), sobre Enrique VIII, Ana Bolena y el ministro Thomas Cromwell, que fue adaptada como serie con un éxito arrollador. Poco después de su muerte, una exposición sobre Enrique VIII en el Museo Metropolitano de Nueva York adoptaba varios de los temas de su obra y los construía como ella, en torno a objetos específicos: el medallón, el gobelino, las pinturas.
A place of greater safety fue publicada en español como La sombra de la guillotina (Barcelona, Ediciones B, 1994). La traducción literal de su título original sería algo como Un lugar más seguro (que es la tumba, en un dicho de Camille Desmoulins). La joven Mantel leyó, según su recuento, buena parte de las miles de páginas originales sobre el tema. La Revolución francesa está documentadísima; sus protagonistas escribían y publicaban incansablemente, se comunicaban a diario por cartas, escribieron memorias en la cárcel, mucho antes de su ejecución. Existen además vastos archivos perfectamente organizados y numerosos recuentos, de la época y posteriores, incluidas abultadas obras maestras que también leyó. El resultado, temería uno, sería una sobreinformación indigerible. Mantel aligera la información lo suficiente para que lo restante sea completo, rico y sutil; y se atreve a simplificar la expresión francesa de un periodo tan emblemático y la traduce al inglés sin contemplaciones. El texto no tiene una sola nota al pie ni deja cabos sueltos.
Como en su trilogía, Mantel elige a una especie de comunidad de gente entrelazada, se centra en ella y la sigue hasta el final. Muchos otros personajes, desde luego, van y vienen. En su sencilla introducción, defiende el rigor histórico de sus retratos y reconstrucciones, dice que los rellenos son mínimos e inocuos, y aclara útilmente: cuando un detalle es demasiado extravagante, tengan la seguridad de que es verdadero. Los protagonistas elegidos son Camille Desmoulins, Maximilien de Robespierre y Georges-Jacques Danton. Los dos primeros estudiaron juntos en el famoso colegio Louis-le-Grand en París, muy versado en la cultura clásica, y los unía un afecto profundo, de quienes se acompañaron en sus desolaciones juveniles y guardaban cercanía con sus griegos y latinos (en 1792 Camille estudiaba hebreo y a san Agustín para un tratado sobre la patrística). Y Desmoulins tuvo afinidad política y devoción por Danton: así se forma nuestro trío de jóvenes, que se reunirán en París en sus veintes y morirán antes de los 36 años. Abogados los tres y tantos más, centenares de franceses concurrieron en este momento histórico, muy leídos, escritores profusos, dados a publicar desde muy jóvenes lo mismo tratados políticos, sociales y morales que traducciones de clásicos, poesía y teatro. Su vehículo de expresión por excelencia, desde el principio hasta el final, fueron sus propios periódicos. Esta producción y efervescencia intelectual abarcaba todo el espectro político, desde los monarquistas y moderados hasta la progresiva aceptación de la necesidad de la República y, más grave aún, de la inevitabilidad de la guillotina.
¿Cómo condujeron esas publicaciones, las intensas conversaciones y arengas en salones, cafés y plazas, la creación de clubes, a la explosión de un movimiento múltiple e intenso, y todo ello a la acción revolucionaria masiva, al mismo tiempo que el reinado de Luis XVI y María Antonieta entraba en crisis y se venía abajo? Claro que había “condiciones objetivas”, sobre todo una carestía muy grave y la desesperación de la población. La revolución parece natural porque ocurrió, pero la liga entre una efervescencia intelectual y política urbana y un estallido revolucionario de enormes consecuencias era poco predecible, y más si condujo a gobiernos que ordenaron la ejecución de miles de personas. Me viene a la memoria Los miserables y su reducción al absurdo de la Revolución francesa a un grupito de amigos inseparables, un abanico de muchachos brillantes, muy leídos y apasionados a quienes les gusta mucho discutir, beber, reírse: una familia, dice Hugo. A la cabeza Enjolras, el idealista, bello y puro; el borracho íntegro y siempre inspirado o lúcido; el cínico burlón que no cree en nada salvo en la amistad; el filósofo; el sabio que lo sabe todo, y claro, Marius, el jovencito enamorado y desesperado que encuentra en la revolución la expresión de su dramatismo. ¿El escenario de todo ello? Un simple chiringuito de mala muerte, con comida espantosa y licor de muy baja calidad, elegido con sentido del humor por el grupo para sus constantes fiestas, en un callejón perdido de París, se vuelve una fortificación de barricadas y el lugar de una batalla encarnizada contra las fuerzas del orden, una hecatombe prolongada donde los dos últimos revolucionarios –en el paredón a un instante de la descarga final– se saludan y sonríen con perfecta calma y caballerosidad. ¿Quiénes eran estos últimos? Enjolras (“angélicamente bello […] naturaleza pontifical y guerrera, extraña en un adolescente […] sacerdote del ideal”), que sabía que debía ofrendar su vida ineluctablemente, como el precio por haber ejecutado a un hombre, aunque este fuera culpable y vil; y el borracho, que durmió la mona desde el principio, no se enteró de nada y acaba de abrir los ojos: ¿Robespierre (¿o Saint-Just?) y el espíritu alucinado de la historia? En la recreación de Hugo, el muerto simbólico del revolucionario puro: un ser despreciable, ruin, pero un hombre al fin, son los centenares guillotinados a sangre fría por Robespierre y su Comité de Salut Public (o el de Sûreté Générale). Y Danton y Desmoulins también fueron culpables. Corrieron ríos de sangre.
En La sombra de la guillotina, los capítulos se dividen por entradas más bien breves: escenas reveladoras o divertidas, reflexiones de algún personaje o sus escritos, que hacen avanzar la trama. Para los tres principales y otros personajes, Mantel reconstruye momentos definitorios de su niñez o juventud.
Robespierre pierde de golpe su infancia y su humanidad, al vivir la muerte de su madre; frágil e inseguro, provinciano marcado por haber sido engendrado antes del matrimonio de sus padres, el alumno modelo Robespierre es humillado por la indiferencia nada menos que de Luis XVI y María Antonieta cuando visitaban su escuela.
En un mar de sangre, su madre recoloca y amarra la cara del niño Danton, a quien habían dado por muerto, severamente corneado por un toro cuando en el corral jugaba a que era un cristiano en el circo romano. Unos años después, ya tenían preparado el ataúd del moribundo Danton, cuando revive.
La infancia de Desmoulins no tiene tan graves sucesos, pero se hizo tartamudo cuando lo mandaron a la escuela a los siete años y quedó marcado por la hostilidad de su padre y de su familia provinciana.
Infancia es destino: Robespierre combina una naturaleza quebrada con frialdad y despotismo; Danton, grande y de rostro deforme, goza de una potencia vital descomunal. Pero el preferido de Mantel parece ser Desmoulins: de aspecto siempre juvenil, poco imponente pero atractivo, un introvertido irreverente, un bisexual (semi de clóset) amado por sus amigas y amigos. Será él quien, parado sobre una mesa con pistolas en las dos manos, hará estallar la toma de la Bastilla: su apodo será “el procurador general de la farola” (colgaban a representantes del viejo régimen de las farolas en la calle).
Mantel muestra su mayor talento en la reinvención de las mujeres y de sus relaciones con sus hombres. En todos los casos se salen de los arquetipos trillados y de las restricciones moralistas de hoy en día. Danton creía ya no amar a su esposa, cansada de tantos embarazos, gordita y deprimida; pero desde su retraimiento de la política marcaba la pauta a su marido: con su desaparición el aplomo político de Danton se resquebraja. Su nueva mujer, a quien desposa a los quince años, lo perseguía (ella a él) desde hacía tiempo (vivía arriba con sus papás y estaba siempre presente): concentró su energía infantil en entender los mecanismos de él, para dominarlo poco a poco y vengar de algún modo retorcido (o no) a su antecesora. Sus mujeres terminaron venciendo a Danton y la revolución lo devora. Pero la estrella femenina de esta historia es Lucile Duplessis, la esposa de Desmoulins. En primer lugar, Camille estaba enamorado de Annette, la madre de ella (y la amó hasta el final), pero no lograba acostarse con ella: decide entonces casarse con la hija. Esta los había descubierto besándose cuando tenía dieciséis años y, piénsese lo que se piense, se enamoró entonces de él. Con un inicio semejante uno pensaría que los tres estaban condenados a la hoguera moral. Además, resulta que Lucile es hermosísima y lo sabe: ya casada, cultiva una corte con los más guapos de un París revolucionario pero siempre galante, y Danton en particular la persigue abiertamente, a sabiendas de Desmoulins. ¡Escándalo! ¿El secreto de Lucile? Todo es mentira, solo cumple con las convenciones cortesanas. Es devota de Camille desde que lo conoció, es independiente, valiente y de buen corazón, escribe y piensa muy bien (me parece que se conservan algunos de sus escritos), e incluso se lleva bien con su madre, la que por su cuenta sigue viendo a Camille por las tardes (leen y recortan periódicos). Y Camille quiere a todos y es querido por todos; es quien entre los hombres, dentro de la vorágine revolucionaria, defiende los afectos y la decencia por encima de la lógica conspiracionista de la guillotina.
Recordemos la advertencia de la autora: lo que en su libro parece improbable, de seguro ocurrió. En cuanto a las iniciativas sexuales o matrimoniales de niñas y adolescentes (hay otras), nos hacen pensar en la condición de las mujeres en la época. La infancia no era ni tan amable ni tan larga como hoy en día. El matrimonio, con sus implicaciones, era el suceso mayor en la vida de las mujeres, y podía ser un gran recurso para mejorar sus condiciones. Y podemos pensar con Mantel que las mujeres conocían su lugar –en particular respecto de la salud y la vida, entre malos cuidados, embarazos sin control, partos caseros y la muerte de muchos infantes– y en ese marco “vivían de día a día, lo mejor que podían”.
En septiembre de 1792, con las fuerzas de la coalición enemiga comandada por Austria a las puertas de la ciudad capital, la revolución ordenó la ejecución de todos los presos en París, que eran unos dos mil (unos cuantos se salvaron): aristócratas, sacerdotes, gente tibia frente a la revolución, sospechosos, soldados, extranjeros. La orden, la carnicería fue cumplida en un solo día. Un año después la revolución adoptaba el Terror (1793-1794): juicios más que sumarios y la guillotina para miles de personas (se habla de unos diecisiete mil juzgados y ejecutados en toda Francia, más del doble si se cuenta a los que fueron asesinados sin más). Pocos entre los dirigentes revolucionarios se salvaron de esa continua depuración. Tras la ejecución, el 5 de abril de 1794, de Danton, Desmoulins y sus cercanos entró el Gran Terror, que concluyó con la guillotina para Robespierre y Saint-Just el 28 de julio del mismo año.
Camille Desmoulins destaca en la historia real como el dirigente jacobino que despertó y lo apostó todo a revertir el Terror. En la imaginación histórica de Mantel, aunque el encuentro debe haber sido verdadero, quien abrió los ojos de Desmoulins respecto de la monstruosidad del Terror fue nada menos que el marqués de Sade, quien le dice que lo repugnante era ofrecer razones morales, políticas o legales para cortar cabezas. En palabras de Mantel: “Me gustan los duelos, las venganzas, los crímenes pasionales, pero este aparato de Terror funciona fríamente, sin la menor pasión […] No son las muertes lo que no soporto, sino los juicios en la sala del Tribunal.”1 En la novela, Camille lo piensa y lo expresa así, ante Robespierre, su gran amigo, padrino de su hijo y pronto su verdugo:
[…] esto es una tiranía. Muéstrame una tiranía peor en la historia del mundo. La gente mata por poder, por codicia, por sed de sangre, pero muéstrame otra dictadura que mate con eficacia, que celebre la virtud y que exhiba sus quimeras sobre las fosas de los muertos.
A Mantel no le interesa regodearse en denunciar la hipocresía o la perversión. Los protagonistas evolucionan hacia su final con una lógica profunda, tejida pacientemente, como en la famosa trilogía. Esta sobriedad representa un descanso frente a la ficción televisiva que prevalece hoy en día, con su recurso continuo al resorte de la indignación para mantener la irritación del espectador. Aun para describir la caída final de nuestros héroes, Mantel muestra la malicia y la impunidad dictatorial que, sin embargo, se mezclan con el desorden, una sensación general de disolución. La humanidad parece refugiarse entre los que van a la muerte, incluida la propia Lucile, guillotinada por intentar salvar a su Camille.
En diciembre de 1793 Desmoulins había confrontado a Robespierre por medio de un último periódico, escrito solamente por él, Le Vieux Cordelier (1793-1794). Los cordeliers eran los jacobinos. Cada cinco días, seis números, ciento dieciséis vehementes páginas. Añadió uno último en febrero de 1794, ya más sombrío. En estas publicaciones Desmoulins se dedica a la historia griega y latina, un guiño desde luego a Robespierre. En sus Anales Tácito escribió que bajo la república romana la ejecución se reservaba solo para los crímenes de lesa majestad. El emperador Augusto fue el primero en extenderla a los crímenes “contrarrevolucionarios”, y en adelante los déspotas incluyeron hasta la sospecha como motivo suficiente. Esa era, claramente, la situación bajo el Terror. La libertad no debe parecerse al despotismo, escribe Desmoulins. Y es falso que el despotismo sea tan solo una etapa necesaria de la libertad:
La libertad no tiene ni vejez, ni infancia. […] No, esta libertad que adoro no es el Dios desconocido. Combatimos para defender bienes que otorga de inmediato a quienes la invocan. Estos bienes son la declaración de los derechos, la gentileza de las máximas republicanas, la fraternidad, la santa igualdad, la inviolabilidad de los principios. Estas son las huellas del paso de la diosa.2
Desmoulins aboga por un Comité de Clemencia: “Abran las prisiones a esos doscientos mil ciudadanos que ustedes llaman sospechosos.” Y osa ir aun más allá y le habla en público a su amigo:
¡Oh! Mi querido Robespierre, es a ti a quien me dirijo aquí […] mi viejo compañero de colegio, tú, cuyos elocuentes discursos la posteridad releerá, recuerda esas lecciones de la historia y la filosofía: que el amor es más fuerte, más duradero que el temor […]3
En el último número, el de febrero de 1794, Desmoulins deploraba que gente como el influyente Père Duchesne, seudónimo de Jacques Hébert, un radical y violento periodista defensor del Terror, y otros hébertistas desvirtuaran la Revolución francesa. En sus últimas líneas, sin saberlo, interpelaba al México del pasado y al de hoy:
¿Amarían ustedes a esta diosa alterada de sangre, cuyo templo su gran sacerdote Hébert, Momoro y sus semejantes, se atreven a pedir que se construya como el de México, con las osamentas de tres millones de ciudadanos, y dicen sin cesar a los jacobinos, a la comuna, a los cordeliers, lo que decían los sacerdotes españoles a Montezuma? Los Dioses tienen sed…4 ~
- Todas las citas de la novela de Hilary Mantel provienen de La sombra de la guillotina, traducción de Antoni Puigròs, Barcelona, Ediciones B, 1994.
↩︎ - Le Vieux Cordelier, 20 de diciembre de 1793, p. 50, disponible en gallica.bnf.fr. De aquí en adelante, traducciones de Andrea Martínez Baracs.
↩︎ - Ibidem, p. 62, disponible en gallica.bnf.fr.
↩︎ - Le Vieux Cordelier, 3 de febrero de 1794, p. 164, disponible en gallica.bnf.fr. ↩︎