Solo ante Axel Munthe

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Axel Munthe

La historia de San Michele

Introducción de Arturo Uslar Pietri

Traducción de Nanny Wachsmuth de Zamora

Ciudad de México, Porrúa, 1990, 272 pp.

Otros hijos de médicos, como yo lo soy, deben padecer, en tiempos de pandemia, cierta ansiedad infantil por recuperar a esa figura en bata blanca que todo lo sabía y todo lo curaba, dedicada, sin aparente mácula, al bienestar de la humanidad. En días de cuarentena, recuerdo al doctor Domínguez, recetando antibióticos a mansalva pues así privaba en su generación, que apenas alcanzó a conocer la Ciudad Universitaria en el sur de la Ciudad de México e hizo casi toda la carrera en el Antiguo Palacio de la Inquisición, en la Plaza de Santo Domingo. Allí escribió fray Servando sus Memorias y, habilitado como Escuela Nacional de Medicina entre 1854 y 1956, allí se suicidó Manuel Acuña. Puedo imaginarlo en una edad incierta, ejerciendo en la emergencia con esa mezcla de entrega absoluta e irresponsabilidad temeraria propia del gremio. Nadie menos cuidadoso de sí mismo que un médico, transido de inmunidad a todo virus, a su manera inmortal. Por eso las peores locuras, me consta, son las del médico o las del “doctorcito”, como lo llamaban los pobres atendidos, sin cobrarles, todos los jueves.

Era frecuente entre las profesiones liberales el amor, a veces un poco impostado, por la lectura y mi padre no fue la excepción. A la distancia, desde la pedantería que me da el haberlo sobrevivido, sus lecturas me parecen inconsistentes y desordenadas aunque algunos autores los leí no tanto porque él me los recomendaba sino porque recuerdo cómo se esforzaba, monolingüe como era, en pronunciar correctamente los nombres de sus clásicos franceses, saboreándolos como si fueran el trago de un buen brandy: “Montaigne”, “Baudelaire”, “Proust”.

“Maupassant”, el cuentista muerto alucinado, fue amigo y paciente (esa combinación, hoy día muy incorrecta, era frecuente aún en tiempos de mi padre, donde el médico seguía siendo o el sustituto laico o el rival flaubertiano del cura) de Axel Munthe. Con certeza, gracias a él mi padre se aficionó a sus cuentos.

Solía yo atender las recomendaciones de lectura de mi padre, casi siempre provechosas como el muy obvio Hermann Hesse, injustamente olvidado como me lo ha hecho saber la relectura o el muy interesante barón y biólogo Jakob von Uexküll, antidarwiniano a quien yo leí debido a mi deseo de ser naturalista. Hubo, empero, una insistente recomendación suya que desobedecí hasta que entramos hace semanas en la cuarentena: La historia de San Michele (1929), del médico sueco Axel Munthe (1857-1949), bestseller durante décadas y una suerte de autobiografía a la vez médica y mundana. Supongo que contrarié a mi padre por incurable y primitivo esnobismo: su edición de la barcelonesa Editorial Juventud, impresa en 1956 con una portada roja, ya amarillaba en los tempranos años setenta del siglo XX y por ello debió parecerme deleznable. Era yo fanático de las novedades mexicanas del FCE , Era y Joaquín Mortiz o de El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial y no me arredraba ante las Obras Completas de Aguilar. Traje esa no-lectura como piedra en el zapato durante la muy larga convalecencia del doctor Domínguez, primero en casa de su hermana y luego en un asilo de ancianos. Fallecido en los últimos días de 2012, me discipliné y habiéndose perdido esa edición poco grata, me hice del ejemplar de “Sepan cuantos…” número 588 aunque pospuse su lectura hasta que la Covid-19 me dejó, por así, decirlo, solo ante Munthe.

La historia de San Michele se titula así por la casa que el exitoso practicante sueco se construyó en Anacapri, la parte alta de la isla de Capri situada en la bahía de Nápoles, “gran roca” donde vivió “el famoso emperador Tiberio, el amo del mundo en el momento en que se crucificó a Cristo”, según apunta Uslar Pietri, el prologuista venezolano de mi ejemplar, bien traducido del inglés, la lengua en que el políglota Munthe escribió originalmente su libro.

Casi de inmediato entendí la fascinación de mi padre, porque Munthe se educó en París tomando clases en el hospital de la Salpêtrière con el doctor Jean-Martin Charcot (1825-1893), padre de la neurología y hoy recordado como uno de los problemáticos precursores de Freud, otro de sus alumnos y a quien el sueco desdeña por completo en una línea. Mi padre, psiquiatra educado a la antigua, como Charcot y como Freud, llegó a practicar el hipnotismo como cura, pero pensaba de esa práctica lo mismo que Munthe: a veces indispensable, siempre peligrosa y más bien farsa propia de histéricos a los cuales el médico debe complacer en nombre del efecto placebo. Creo recordar, dado que el doctor Domínguez, como yo lo hago, anotaba en cada libro la fecha, el año de compra y el de lectura, que mi padre se tituló ya habiendo leído a Munthe y sus opiniones hipnóticas ya las había tomado de él cuando empezó a practicar, primero en el Fray Bernardino Álvarez, antiguo manicomio, y después en su consulta privada. Algunas anécdotas, como las del enfermo mental que lo descalabró con un martillo, sucedieron a Munthe y a mi papá como a muchos otros psiquiatras.

La mundanidad parisina de Munthe debió dejar encantado a un muchacho nacido en la colonia Escandón y educado con los maristas en el Colegio México gracias a un esfuerzo heroico de mi abuela –abandonada por el rutinario padre ausente cuando mi tía y mi padre eran niños–, la cual fue minorista de corcho en el centro, el cual entonces no necesitaba del apellido de “histórico”. Rodeado de personajes aristocráticos o tan solo arribistas similares a los de Proust, pero aún en el otoño del Segundo Imperio y el nacimiento de la Tercera República (1870-1940), Munthe se especializó, entre cínico y resignado, en las enfermedades de moda: la apendicitis y la colitis. De la primera, leemos en La historia de San Michele, la clientela huyó despavorida cuando “los americanos” decidieron extirpar el apéndice sin piedad y se pasaron a la colitis, hasta la fecha enfermedad nerviosa, imprecisa y llevadera, que se cura o no a gusto del paciente. En todo caso, mi padre, a su vez, devoto de En busca del tiempo perdido, a los Guermantes los sustituyó, como pacientes, con los escritores y artistas que animaban la Zona Rosa hacia 1965.

Munthe, me imagino, fue un buen clínico alerta ante la hipocondría, un animalista precursor, arquitecto casual y un médico que prefería la compañía de su majestad la reina de Suecia, asidua en Anacapri, a padecer la peste en Nápoles, de la que escapó, aterrado. Esa violación del juramento hipocrático lo atormentó, confesó, tanto como el insomnio y su transitoria ceguera, la cual combatió, gracias a la recomendación de su amigo Henry James, escribiendo La historia de San Michele, que es, a todas luces, obra de un aficionado al cual, una vez terminadas sus aventuras médicas, la narración se le va de las manos.

El libro, a su vez formativo e inolvidable, termina nada menos que en el cielo, donde la providencial aparición del pobrecito de Asís y la parvada más poblada del universo le permiten el acceso a aquel pecador estándar bien conocido protector de las aves y otras creaturas no humanas. Todo ello ante la mirada ceñuda de san Pedro y la silenciosa aprobación de san Lucas, aquel “médico de cuerpos y almas” que noveló Taylor Caldwell, autor, ese sí, impensable en el hogar ateo y comunistizante donde crecí. Ese “cielo burgués” poblado de ángeles, según mi Historia del cielo (1988), de Colleen McDannell y Bernhard Lang, fue diseñado, en la modernidad temprana, por el visionario Swedenborg. Enfermo de arteriosclerosis, a mi padre, quien ya se había olvidado de casi todo, hasta de su jacobinismo rabioso, mi tía lo invitó con severidad a regresar a Jesucristo y más de una vez encontré a los ancianos hincados como niños junto a la cama, rezando, tras merendar. Conjeturo que el doctor Domínguez, si soñaba, soñaba con el cielo de Axel Munthe. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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