Je relis Les Luttes de classes en France et Le 18 Brumaire de Louis Bonaparte avec une admiration et même une allégresse sans mélange. Rien n’atteint à la hauteur de ton, à la netteté du trait –que traverse de part en part sans même faire saigner– à la gâité féroce et enjouée de Marx journaliste. Lénine dans ses brochures, convaincant, robuste, est lourd et didactique à côté de lui –Trotsky seul a gardé quelque chose de prestissimo emporté et inspiré dans le jeu de massacre. Après eux, c’en est fini de cette jubilation révolutionnaire qui n’a touché exclusivement que les plus grandes –son état de grâce, de gaya scienza de l’apocalypse (Lénine était gai) qui aurait rencontré la connivence et la sympathie d’un Nietzsche, et qui peut forcer même celle du pire adversaire. Dès Staline partait, même de loin, une chape saturnienne s’abat pour toujours sur cette étincelle d’espièglerie qu’on imagine à Dieu avant le septième jour –comme le manteau de plomb, dans le huitième cercle de Dante, pour châtier les Hypocrites et les Trompeurs.
Julien Gracq, Lettrines (1967)
Every age has a keyhole to which its eye is pasted. Spicy court memoirs, the lives of gallant ladies, recollections of an ex-nun, a monk’s confession, an atheist’s repentance, true-to-life accounts of prostitution and bastardy gave our ancestors a penny peep into the forbidden room. In our way, this type of sensational fact-fiction is being produced largely by ex-Communists. Public curiosity shows an almost prurient avidity for the details of political defloration, and the memoirs of ex-Communist have an odd resemblance to the confessions of a white slave. Two shuddering climaxes, two rendezvous with destiny, form the poles between which these narratives vibrate: the first describes the occasion when the subject was seduced by Communism; the second shows him wrestling himself
from the demon embrace.
Mary McCarthy, “My confession” (1953)
Si busco en el diccionario de mi infancia y hasta de mi adolescencia la palabra “liberalismo” no aparece a primera vista. El liberalismo, si acaso, remitía a las viejas doctrinas del siglo XIX que habían sido sepultadas y preteridas por Marx y Engels, cuya herencia era lo que dominaba en la mesa familiar y en los libreros de nuestra biblioteca. Las estatuas del Paseo de la Reforma eran solo estatuas.
Cada semana, el sábado, la familia en pleno iba de excursión a las librerías, ya fuera a la del Fondo de Cultura Económica en la esquina de Havre y Paseo de la Reforma, a la Zaplana o a la Hamburgo, a surtirse de libros para todas las edades entre los cuales imperaba la literatura latinoamericana y toda la bibliografía disponible, clásicos y comerciales, del “marxismo-leninismo”, que incluía, en aquellos primeros años de la década de los setenta del siglo pasado, no solo a los fundadores barbones, sino a Lenin, Trotski, Mao, Rosa Luxemburgo (la sorpresa de ver una foto suya, sin jeans y con sombrero de pajarita), el Che Guevara y a una endiablada variedad de exégetas a los cuales debo, para bien y para mal, mis primeras maneras, frecuentemente imborrables, de reflexionar y leer.
Vivíamos pendientes del viaje entre el socialismo utópico y el socialismo científico, pero no recuerdo que hubiese alguna parada en el liberalismo. Llegamos a ir, ya con celo de iniciados, a la pequeña librería que Editorial Progreso, la editorial soviética, tuvo en la ciudad de México. Allí comprábamos los tomos sueltos, color gris perla, de las obras de V. I. Lenin. Y estoy seguro de que en los instructivos índices onomásticos y microbiográficos de estas obras, se citaba que este o aquel rival de Vladimir Ilich había sido “un liberal burgués” o había evolucionado, mala cosa, hacia posiciones liberales. Pero la palabra liberal tampoco se utilizaba como insulto. Había otros descalificativos más usados, como “pequeñoburgués” o “reaccionario”. El primero se usaba para casi todo, incluida la autocrítica, pues nosotros mismos éramos “pequeñoburgueses”, lo cual no era del todo bueno, aunque peor habría sido ser “burgueses”. Lo de “reaccionario” se usaba casi como sinónimo de cualquiera que opinase distinto, y recuerdo mi sorpresa cuando escuché a una de mis tías políticas descalificar a Carlos Fuentes y a Octavio Paz –en mi opinión intachables solo por el hecho de ser grandes escritores– en calidad de “reaccionarios” a raíz de la confusión que privó en la intelectualidad mexicana tras los acontecimientos del 10 de junio de 1971.
A la distancia me parece extraña la ausencia de la palabra “liberal” o “liberalismo” en el léxico familiar porque, además de “pequeñoburgueses”, si algo éramos, éramos liberales. Una familia liberal, en la acepción mexicana, es decir, juarista y laica, de la palabra.
Médico psiquiatra egresado de la UNAM, mi padre se casó en segundas nupcias con una estudiante de filosofía, quien por fortuna se involucró a fondo en nuestra educación. Ella, formada en la Facultad de Filosofía y Letras, le debía al movimiento estudiantil de 1968 su weltanschauung. Pero ninguno de los dos tenía mucho de radical y a diferencia de algunos condiscípulos, en la secundaria, ni yo ni mis hermanos fuimos enviados a veranear en Cuba, lo cual era una posibilidad abierta para varios de mis condiscípulos, o a Corea del Norte, a donde fue a dar, unos meses, otro amiguito nuestro, a quien nunca he osado preguntarle –podría yo hacerlo: sobrevivió– cómo le fue. Era normal que algunos niños amigos se llamasen no solo Lenin o Sandino, sino Iskra, Gagarin o Stalin.
Mi padre era un poco como esos fabianos que, por una mezcla de ingenuidad, tozudez y humanitarismo mal entendido, se volvieron propagandistas domésticos del estalinismo. Es decir: él, más que comunista o marxista, era un admirador rendido de la Unión Soviética a la que asociaba con la Ciencia, su gran diosa. Uno de los momentos más satisfactorios de su vida debió ser cuando me fue a despedir al aeropuerto partiendo yo en viaje político- juvenil a Moscú. Era, quiero creerlo, como tener a un hijo cosmonauta y verlo partir rumbo a la exploración decisiva de Marte. Habría dicho, con Lincoln Steffens, que yo iba al futuro a comprobar que funcionaba. Regresé de la urss no muy entusiasmado pero tampoco en trance de apostasía, preocupado por la represión que se cernía sobre los obreros polacos organizados en el sindicato Solidaridad, y el doctor José Luis Domínguez Camacho (1936-2012) comenzó a desconfiar, en ese entonces, de mis ideas y opiniones. Corría el año de 1980.
Hacer un viaje al pasado para discutir con él sobre la naturaleza antidemocrática y antiliberal de los regímenes socialistas y decirle, como se lo acabé por decir, que en una primera instancia aquello negaba las ideas, reales o supuestas, de Marx, habría sido inútil dado el perfeccionamiento, en él, del mecanismo de negación. Para él, la Unión Soviética, la China de Mao y las democracias populares, como se les llamaba paternalmente a los países de la Europa oriental, respetaban, ampliadas y profundizadas, todas las libertades que podía merecer el ser humano.1
Había –en lo que entonces empezó a llamarse con resignada suspicacia “socialismo realmente existente”– errores, omisiones y hasta injusticias, sin duda, pero en alguien como él no se registraba mayor contradicción entre ser prosoviético y ser “demócrata avanzado”, como lo había sido, para ejemplificar con el gran héroe de su generación, el general Lázaro Cárdenas. Al presidente Luis Echeverría lo creyeron fugazmente profesionistas, como mi padre que aun después del 68 votaba por los candidatos a diputados del Partido Popular Socialista, uno más de los personajes que habrían debido hacer de las dos revoluciones tan admiradas, la rusa y la mexicana, una misma.
Católico de formación, mi padre estudió hasta la prepa con los padres maristas. Abominó de ellos junto con toda la Iglesia católica y abominaba de las religiones (excepción hecha del judaísmo, el cual admiraba supersticiosamente, por ser la religión originaria de Marx y Freud). Para él, esencialmente, ser de izquierda era ser real y racional, es decir, anticlerical. No toleraba la cercanía de un sacerdote (no había muchos en nuestro mundillo) y la visión de monjitas en la calle, las únicas a las cuales el jacobinismo de la Revolución mexicana permitía circular en ropas eclesiásticas, lo sulfuraba. Estaba muy orgulloso de no habernos bautizado. Y cuando, ya convertido yo en joven comunista, lo apostrofaba sobre la consecuente virtud emanada de la alianza entre cristianos y marxistas, se ponía de muy mal humor. Le pareció aberrante que hasta Valentín Campa, el viejo ferrocarrilero comunista, se fuera a meter a la nueva basílica de Guadalupe, cuando en 1980 se celebró allí una misa en la memoria del obispo Romero, asesinado en El Salvador.
A comienzos del nuevo siglo, mi papá se enfermó grave y precozmente de arteriosclerosis cerebral y murió a finales de 2012 habiendo perdido, años atrás, toda conexión con el mundo exterior. Una vez muerto, escombrando sus habitaciones, corroboré que 1989, annus mirabilis para mí y annus horribilis para él, había estado entre las fatalidades que nos separaron. Habiéndole yo expresado, grosero y vehemente, mi júbilo por la caída del muro de Berlín, primero, y por la implosión de la urss, después, no volvimos a hablar de política. Sus carteles embastillados de Marx y Lenin lo vieron languidecer desde las paredes. Nunca se deshizo de sus ediciones soviéticas y dejó de leer los periódicos una vez que se derritió “el bloque socialista”, como él lo llamaba. China y Cuba no le parecían suficientes como reserva de la humanidad. Sin la urss, para él, las leyes científicas habían dejado de regir el universo.
Y sin embargo, creo que éramos una familia liberal. Pese a la pasión, a la vez lírica y abstracta, por el comunismo, vivimos en un ambiente regido por valores liberales, deplorando el autoritarismo del pri, su corrupción y su secrecía, enfermedades que, debe decirse, cada sexenio volvían a ser susceptibles de curación gracias a la buena voluntad del nuevo presidente, que siempre traía en la manga el as de “un giro a la izquierda” capaz de imponer un autoritarismo justiciero.2
El sovietismo de mi padre no fue óbice sino motivo para que fuésemos enviados a una escuela activa que estimulaba grados inadmisibles (para mí, hoy día) de libertad individual, incluida la sexual, siempre y cuando, orwellianamente, nuestros deseos fueran expuestos y justificados en asambleas terapeúticas de maestros, padres y alumnos. Wilhelm Reich y Alexandra Kolontái formaban parte del “bolchevismo cultural” en el que crecí, donde convivían felizmente la muy pregonada “revolución de la vida cotidiana” con la admiración por los totalitarismos, la lucha sexual de los jóvenes con la imposibilidad de concebir un mundo en verdad ajeno a la Revolución mexicana, así como la defensa cotidiana (palos de ciego y huellas imborrables) de una novedad radical, el feminismo.
Liberales en el ámbito de la conciencia individual lo éramos, en lo político defectuosamente y en lo económico aún menos: se hablaba muy mal de los grandes empresarios y del capitalismo. Se criticaban, a la vez, la miseria del pueblo y la sociedad de consumo, a la que, como es obvio, pertenecíamos, como toda la clase media hija de los buenos años del pri, con entusiasmo. Todas las soluciones económicas estatistas eran consideradas propias del sentido común y de la justicia, siempre y cuando no rebasasen el marco de la “economía mixta”, invención de la Revolución mexicana que nos habría librado del lujo moralmente inaceptable de los muy ricos (cuya imagen era el Aristóteles Onassis que caricaturizaba Abel Quezada) y de las escaseces que el imperialismo provocaba en algunos países socialistas. Y en una contradicción muy propia de las izquierdas en régimenes autoritarios, se esperaba para México, la instauración, tarde o temprano, de una “democracia burguesa” con todas sus libertades, aquellas que impedirían que los estudiantes volvieran a ser masacrados como el 2 de octubre. Ese liberalismo político –un anti-anticomunista como Daniel Cosío Villegas era tan respetado en casa como el heterodoxo marxista José Revueltas– convivía, sin entrar en conflicto, con la admiración por el totalitarismo, que se concebía como una superación dialéctica de la democracia.
Así que, como podrá colegirse, de este resumen autobiográfico llegué al liberalismo por un camino en extremo transitado, tumultuoso, durante la segunda mitad del siglo XX: el del socialismo heterodoxo y sus mártires, empezando por Trotski, el gran héroe romántico, tal cual lo trazó Isaac Deutscher en su biografía en tres tomos, que atesoro como mi gran libro de formación, leído apenas saliendo de la infancia. Desde entonces, para decirlo como lo dirían Eduardo Lizalde o Jorge Edwards, soy una especie de gourmet del bolchevismo y devoto coleccionista de todo aquello que han dejado en el camino los renegados del comunismo, incluyendo a quienes devinieron neoconservadores y cuyos libros leo con provecho y sin escrúpulos.
Mi primera rebeldía, en la adolescencia, contra ese padre tan magnificente en muchas y valiosísimas cosas, entre ellas el suministro de literatura marxista, fue una protesta contra su laxismo moral, pues él disculpaba el asesinato de Trotski, lamentable pero anecdótico si se comparaba con la victoria de Stalin contra Hitler, según él. Que Stalin hubiera mandado matar a Trotski no le escandalizaba como a su extravagante aprecio por Venustiano Carranza no lo lastimaba la responsabilidad del Primer Jefe en el asesinato de Zapata. Se trataba de lamentables pero fatales pleitos de familia, secundarios ante la marcha progresiva y progresista de la humanidad. Muchos años después, releyendo con otros ojos Su moral y la nuestra, de Trotski, descubrí que el liquidado jefe del Ejército Rojo le habría dado la razón a mi papá.
Pero cuando a los diecisiete años, en tiempos de la reforma política de 1977, decidí afiliarme a un partido de izquierda –como buen niño de escuela activa lo hice tras visitar los locales de las organizaciones, hablar con los encargados juveniles y ponderar, en sesuda lectura, cada oferta propagandística– el prestigio, llamemósle clásico y clasicista, del Partido Comunista Mexicano (PCM) fue el más atractivo por encima del par de rozagantes sectas trotskistas que visité. Muy pronto me encontré escribiendo toda clase de textos en Oposición, el periódico de los comunistas, y en 1982 hice un mapa de la izquierda nacional que publicó, muy desplegado, Nexos.3
En lo que respecta a mi evolución liberal, no me equivoqué, pues en el centro del programa de los comunistas mexicanos estaba la libertad política. Siguiendo con oportunidad a los partidos comunistas de Francia, España e Italia, el PCM renunció a la “dictadura del proletariado” y proyectó un programa donde la mera utilización de la “democracia burguesa” contra sí misma, en clave leninista, fue sustituida por una apuesta por la democratización radical del Estado autoritario tal cual lo había moldeado el régimen priista. Soy de quienes creen que nunca se les ha reconocido, como debe de ser, su mérito al pequeño grupo de dirigentes comunistas que planearon ese viraje, despojados muy poco después de su partido por los disidentes priistas que traían consigo otra cosa: la fórmula del éxito electoral. Por ello, el 24 de mayo de 2013 fui, tan pronto me enteré, al velorio de Arnoldo Martínez Verdugo, antiguo secretario general del PCM. Arnoldo fue muy generoso conmigo en lo personal y lo consideraré siempre como un admirable político perteneciente a una muy rara estirpe: la del visionario modesto.4
Junto a esas primeras dosis de liberalismo político, en el PCM me recibió un ambiente de verdadera apetencia por la heterodoxia. Se pensaba –lo creía Roger Bartra en cuya revista, El Machete, publiqué algunos de mis peninos en 1981– que un socialismo democrático solo podía nacer si se profundizaba la crisis del marxismo; se pensaba –lo creía Ilán Semo, director de otra revista, El Buscón, de cuya redacción formé parte hasta que desapareció en 1986– que el estatismo económico, consecuencia de la estatolatría de la Revolución mexicana, impedía ilusionarse con otras clases de democracia, como las imaginaban los anarquistas y los liberales que, más allá de las fronteras, ya del todo difusas, del marxismo, se me invitaba a leer. Roger, eurocomunista entonces, representa para mí a la muy noble tradición socialdemócrata. Ilán siempre ha sido un nietzscheano. A ambos les parecía urgente dialogar con los liberales.
Dar el paso de la izquierda heterodoxa al liberalismo requirió, en mi caso, de algo más. A la preocupación por la grave enfermedad padecida por el socialismo realmente existente merced al estalinismo, lo acompañó la certidumbre de que este era un tipo de sociedad anhelada y diseñada en el plan maestro de Lenin, descubrimiento que lo alivia a uno (junto con buenas lecturas anarquistas) de la reforma trotskista.5 Y para ello no era necesario ir muy lejos en el recorrido bibliográfico por todas las herejías marxistas antisoviéticas ni haber estado un ratito en la Unión Soviética, sino leer –siendo, además, mexicano– al último José Revueltas (el de aquellas líneas donde afirma, con honestidad cristalina, si puede uno acabar de leer, como él lo hizo, Archipiélago Gulag, de Solzhenitsyn, sin preguntarse si el infierno concentracionario no estaba ya incluido en la oferta comunista desde el principio). La sociedad cerrada (no solo ella, desde luego) estaba proyectada en Marx. Y en Rousseau. Y en Platón, como lo explicará Popper. No llegaba yo tan lejos en ese entonces y me mantuve en ese umbral algunos pocos años (que antes de los veinticinco son una eternidad) y lo acabé de cruzar gracias al entusiasmo de mi generación por Jorge Cuesta. En este poeta-crítico, algunos encontraron a un místico, a un sofista, otros a un católico reconvertido ante la urgencia del suicidio o un espécimen digno del lacanianismo y yo encontré a un liberal. Defendiendo a Cuesta como liberal, creo, me convertí en liberal. De ello me di cuenta al terminar ese viaje por los orígenes del liberalismo hispanoamericano que fue escribir Vida de fray Servando (2004).6
Si a alguien debo haber dado ese paso (que a veces parece un paso en falso, pues sume a quien lo da en la perplejidad de volver a aprender muchas cosas desde el principio) es a Ricardo Muñoz Suay, un antiguo y afamado dirigente comunista español fallecido en 1997 como el principal crítico de cine de la península. Llegué a su casa de Barcelona, encaminado generosamente por uno de los pocos amigos íntimos de mi padre, Rafael Castanedo. Estaba yo invitado a pasar solo algunas semanas, en el verano de 1981. Fue Ricardo, veterano de la Guerra Civil y célebre por haber estado escondido en un armario durante años para evadir a la policía franquista, quien me trasmitió la savia del siglo. Mientras paseábamos a Yago, su perro, por la calle de Muntaner rebatió, usando el celo pedagógico de un excomunista que se vuelve anticomunista por antifascismo, todas mis tímidas defensas de la hipotética superioridad de la sociedad soviética sobre las democracias occidentales y el capitalismo. Que yo viniese llegando de la Unión Soviética y fuese miembro del Partido me otorgaba, al parecer, condición suficiente de iniciado. Me dijo que el marxismo había sido la mejor escuela de pensamiento de nuestro siglo y que por ello, pues a mí me tocaría vivir y padecer en la siguiente centuria, abandonarla tras un examen de conciencia era la única manera de honrarla.
“Nunca, además, se deja totalmente de ser marxista, así como quien ha sido educado con los jesuitas, dificílmente deja de serlo.” Todo eso me fue diciendo Ricardo. Concluyó recomendándome que invirtiera mi entusiasmo juvenil en defender a las muy defectuosas sociedades liberales que, como las nuestras, le permitían a un viejo y un jovenzuelo, paseando un perro, discutir esas cosas con toda libertad. Al final, recuerdo, puso Ricardo en mis manos la correa del perro para que yo concluyese el paseo de Yago y se fue al cine.
Debía yo regresar a México y leer la revista Vuelta y aprovecharme de mi condición de paisano y contemporáneo de Octavio Paz. Eso me dijo Ricardo y después de hacer, otra vez, mis lecturas (empezando por dosis abundantes de Weber)7 tras ciertas vacilaciones, hacia 1987, acabé por hacerle caso. Ese es otro capítulo que incluiría mucha bibliografía y algo de mi vida, desde lo que significó el encuentro con Octavio, a quien le gustaba hablar conmigo no de narrativa mexicana, que era mi asunto en Vuelta, sino de un tema casi exclusivo, que bien podría llamarse “herejías y ortodoxias del comunismo internacional”. Sobre qué tan doctrinariamente liberal era el poeta, asunto muy discutido, escribiré en otra ocasión, aunque adelanto que ya no me entusiasma mucho aquella ilusión suya por encontrar nuevas síntesis entre el liberalismo y el socialismo.
En Vuelta, también, fue decisiva la influencia liberal (del amigo, del historiador y del empresario) de Enrique Krauze: él me invitó a la revista –escribía yo en Proceso– y en ella estuve expuesto de manera más cercana a la irradiación de Gabriel Zaid, cuyos extrañísimos ensayos conocía yo desde Plural. No los entendía, pero algo sembraron en mí. Tardía fue, finalmente, mi amistad con Alejandro Rossi, pero él fue quien acabó –si es que eso se puede decir– de formarme. Quizá porque era, en términos doctrinarios, un liberal conservador, opinaba paradójicamente, como me lo dijo alguna tarde, que “a un latinoamericano le conviene más equivocarse con Keynes que con Hayek”.
Ya en la revista conocí obras y personas decisivas, a varios de los participantes en el encuentro “La experiencia de la libertad” de 1990 y, sobre todo (para no hablar de quienes me habían precedido por décadas en el viaje desde los bolchevismos), a J. G. Merquior, cuyo Viejo y nuevo liberalismo (su libro póstumo de 1991) tomé como programa de estudios y todavía no termino. Como el activo erudito brasileño, quizá, me siento más cómodo con los viejos doctrinarios franceses y con Bobbio que deambulando incrédulo con las construcciones anglosajonas, ahistóricas, geométricas, enemigas y complementarias de Rawls y Nozick. (Conservo algunas cosas del marxismo y una de ellas, la más liberal y burguesa, es su fe decimonónica en el progreso.) Y, en fin: copiando a Daniel Bell, que parafraseó a Eliot, me definiría yo como socialdemócrata en economía, liberal en política y conservador en estética… En el estudio interminable del liberalismo, debo decir que han sido esenciales para mí los encuentros anuales, en Tepoztlán, con verdaderos e implacables liberales de mi generación. Allí, con ellos, he tenido mis Décadas de Pontigny.
Regreso a la charla, obviamente, hecha y deformada, chiqueada por la memoria al grado que la asumo cosa mitológica, con Muñoz Suay. Ricardo –quien ya soñaba en aquel verano de 1981, como finalmente lo hizo, con festejar los cincuenta años del congreso antifascista de Valencia, su ciudad natal, con Paz y otros camaradas de aquellos tiempos– me iluminó. Es decir, sacó su lamparita herética de Diógenes y estiró la mano, señalándome un camino que metros después se oscurecía y que yo debía recorrer por mi cuenta y riesgo.
Fue él, ahora lo veo más claro, quien me instruyó en que no era suficiente con festejar la libertad negativa y oponerse a los totalitarismos. Había que pensar en las libertades positivas, en cómo diseñarlas y defenderlas en países, donde apenas nacían (no llevaba ni seis años de muerto el general Franco en España) o donde no se veía cómo demonios iban a ser eficazmente instauradas y ejercidas, como en México. No bastaba, insistía Ricardo, en denunciar los horrores del comunismo y darse golpes de pecho por haberse dejado engañar. Era muy rentable y motivo de justísimas leyendas decir, como él lo hacía, “sí, yo también maté a Trotski”. No era suficiente con repudiar, insistía, el tiempo estaliniano. Había que dar ese paso hacia una nueva concepción abierta y cambiante pero concepción, al fin y al cabo, de la sociedad. Había que ser liberal. “¿Liberal?”, inquiría yo con ansiedad, como queriendo preguntarle: “¿Y ese qué clase de marxismos es?” ~
1 La disidencia, en la mesa familiar, la encarnaban, despreciados por ser iletrados, los más viejos. Mi abuela paterna, que nunca leyó un libro, se angustiaba de sabernos involucrados, así fuese por los libros, en “revoluciones”, palabra que para ella significaba, verazmente, los sufrimientos sin fin que su familia había padecido hacia 1911, víctima de los zapatistas en Coyoacán. Cuando leí a Luis González refiriéndose a los “revolucionados” entendí, contrito, que ella lo fue ejemplarmente. Mi tío abuelo, Juan, que no empezó a leer libros sino a los setenta años, cuando quedó inmovilizado por un derrame cerebral, fue la primera persona que me dijo, tal cual, que siendo en principio buenas las ideas de Marx habían sido criminalmente aplicadas en Rusia. Me habló de la horrible hambruna de Ucrania y le dije, a mis once años, que esas eran mentiras que leía en la peluquería.
2 En relación a Estados Unidos, nuestra familia vivía cierta tensión porque si bien se condenaba vehementemente la Guerra de Vietnam o la conspiración de Henry Kissinger contra Salvador Allende, el antiimperialismo tenía ciertos límites: mi hermano Daniel y yo éramos no solo hijos de una neoyorkina más o menos hippie sino sobrinos de una de las contadoras mexicanas de la embajada de Estados Unidos, la cual nos reservaba los 16 de septiembre un lugar en el balcón del armatoste de Reforma para ver, bajo la bandera de las barras y las estrellas, el desfile militar mexicano.
3 Christopher Domínguez Michael, “Quién es quién en la izquierda mexicana” en Nexos, núm. 62, México, junio de 1982.
4 El 13 de septiembre de 2011, ya retirado y enfermo, pero lúcido, Martínez Verdugo dijo a propósito de Octavio Paz y la izquierda (en una entrevista con Armando Ponce para Proceso): “Me parece que caracterizar a Octavio Paz en función de su adscripción a una u otra corriente política es un ejercicio insustancial. Lo que trasciende es el contenido de su obra y es indudable que esta ha sido un aporte a la cultura nacional. La lectura del suplemento Plural en su primera etapa, así como posteriormente de la revista Vuelta, también en su primera etapa, fue para mí un ejercicio que generalmente disfruté, aunque pudiera no coincidir con los puntos de vista ahí expresados. Si bien en diferentes momentos de su actividad Paz sostuvo posiciones coherentes con un pensamiento democrático, para mí fue clara su posición crítica frente a la izquierda socialista en México y en el mundo, y no considero que esto sea necesariamente una contradicción.”
5 Creo que ese momento de mis lecturas y dubitaciones se expresaba, para quien le interese, en dos ensayos escritos bajo el magisterio directo de Bartra, “Rivera y Revueltas: grandes muros, estrechas celdas” (Nexos, núm. 70, febrero de 1983) y “Marxismo mexicano: batallas por la tierra baldía” (Nexos, núm. 78, octubre de 1983). Otro ensayo, aparecido en El Buscón (“El siglo de las vanguardias que se bifurcan”, núm. 5, julio-agosto de 1983), muestra cómo me fui acercando, desde el marxismo, a la historia literaria.
6 Sobre él fue mi primer libro, en realidad un folleto, Jorge Cuesta y el demonio de la política (UAM Ixtapalapa, 1986). La versión de este ensayo que aparece como capítulo de Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo v (Era, 1997) es muy distinta, “más liberal”, habiendo sido trabajada en los años de Vuelta, leída y comentada generosamente por el propio Paz y por Guillermo Sheridan.
7 Esas lecturas de Weber y de Raymond Aron se las debo a un benemérito profesor no marxista –no recuerdo, desgraciadamente, su nombre– que tuve la fortuna de encontrarme en los pocos cuatrimestres que cursé, entre 1980 y 1982, en la UAM Xochimilco, en la carrera de sociología, la cual abandoné por el periodismo literario.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile