Ras Ajlah, SinaĆ. Domingo. Media noche.
TambiĆ©n en el comedor penetraba el viento. En una de las ventanas la manilla de hierro se habĆa desprendido de la madera podrida, y el marco vacĆo –porque el cristal debĆa de haberse roto hacĆa tiempo– golpeaba una y otra vez el alfĆ©izar de madera.
Nos encontrĆ”bamos sentados alrededor de la Ćŗnica mesa que quedaba en el barracĆ³n grande. Seis hombres con capotes militares, cada uno envuelto en el suyo y clavando la mirada turbia en la taza de plĆ”stico que sostenĆamos entre las manos. En el aire flotaban los vapores del tĆ© que se enfriaba.
De la cocina nos llegĆ³ el ruido de unas cazuelas cayendo en el fregadero y al instante la sarta de encendidas maldiciones pronunciadas por Peretz, el cocinero. El noruego que yo tenĆa enfrente, vestido con el mono azul y el logo celeste de la ONU grabado en la manga, los ojos azules sin brillo y la perenne nube de humo tambiĆ©n de color celeste que siempre lo rodeaba, carraspeĆ³ enĆ©rgicamente, se sacĆ³ su corta pipa de la boca y a continuaciĆ³n, con una inmensa fuerza, escupiĆ³ a boca llena un gran gargajo de saliva que fue a aterrizar lejos de donde estĆ”bamos sentados, donde se fundiĆ³ con el suelo del comedor que estaba cubierto por una capa de polvo y barro.
Esa era la estĆŗpida diversiĆ³n con la que pretendĆamos neutralizar la indolencia en la que estaba sumida nuestra vida aquĆ en la montaƱa durante los Ćŗltimos dĆas, unos dĆas que habĆan resultado algo descontrolados. No habĆa habido manera
–ni se me habrĆa ocurrido pensar que pudiera ser de otra forma– de poner cierto orden ni de mantener la disciplina durante esos dĆas que precedieron al final. AsĆ que tambiĆ©n ahora, aunque ninguno de nosotros lo deseara realmente, nos dejĆ”bamos llevar por ese reto tan infantil. AhĆ se encontraba pues ese tipo rollizo del abrigo anaranjado con su pelo castaƱo y que parecĆa estar siempre sonriĆ©ndose a sĆ mismo, sumĆ”ndose tambiĆ©n Ć©l, a pesar de ser el representante de Estados Unidos para la supervisiĆ³n de los trabajos de demoliciĆ³n, al juego de reunir saliva hasta ponerse muy rojo, y sonriendo con la boca llena de babas escupir para ver si lograba hacerlo mĆ”s lejos que el hombre noruego de la ONU, aunque en esta ocasiĆ³n el escupitajo del americano resultĆ³ decepcionante.
Ahora es el turno del cuerpo de ingenieros, de modo que el ingeniero de mĆ”s edad de los tres ejercita ya los mĆŗsculos de las mejillas, entrecierra los ojos y por la separaciĆ³n que tiene entre las dos palas lanza –como un verdadero artista– una flema veloz, vertiginosa, que cruza el aire como el silbido de una culebra atrapando la mirada de todos nosotros pero que va a caer, ante su desilusiĆ³n, bastante antes del grueso y pastoso primer escupitajo.
El chico. Ahora es su turno. Ćl tambiĆ©n pertenece al cuerpo de ingenieros. Y resulta que se ruboriza, bizquea, reĆŗne de golpe un poco de saliva como si estuviera cumpliendo con una obligaciĆ³n poco agradable. Se le nota que este jueguito nuestro no es de su agrado pero no tiene el valor para oponerse. No es como su compaƱero moreno y hosco, el tercero de los hombres del cuerpo de ingenieros, el que tiene amputada parte del pulgar derecho. Y por eso con una media sonrisa de desgana, lanza un ridĆculo salivajo que no llega mucho mĆ”s allĆ” de su propio pie y que le deja colgando un hilillo de baba que va desde la boca hasta el pantalĆ³n y que brilla a la pĆ”lida luz. ¡QuĆ© manera de ruborizase! Se ha puesto rojo hasta la raĆz de su rubio cabello.
¿Y ahora? ¿LlevarĆ” a cabo su compaƱero, ese hombre enjuto, alto y negro como un cuervo, una proeza? Pues naturalmente que no. Durante todos los dĆas que lleva aquĆ con nosotros en la cima de la montaƱa, mientras hemos estado haciendo los preparativos Ćŗltimos en vistas de demoler estas instalaciones militares y con ellas el campamento entero, no ha abandonado ni por un momento esa expresiĆ³n de burla amarga ni nos ha ahorrado sus bufidos de desprecio. Paldi, con ese nombre se me presentĆ³ cuando llegĆ³ con sus compaƱeros a la montaƱa hace diez dĆas. Desde entonces no me ha vuelto a dirigir la palabra.
Ahora es mi turno. LevĆ”ntate, idiota, intenta divertirte. Hincho el pecho, intento reunir en la boca todo el asco y la amargura que siento, pero me detengo de golpe porque lo veo a Ć©l levantarse. ¿SerĆ” posible? Se ha puesto de pie con arrogancia, la cara negra, el pelo negro, los ojos inquietos, clavĆ”ndomelos como un par de estacas, porque a mĆ es a quien mĆ”s desprecia de todos, yo soy de todos los hombres reunidos en el frĆo barracĆ³n el que mĆ”s rechazo le produce, de eso estoy convencido, porque ve en mĆ al instigador de la anarquĆa que reina en el campamento, y ahora, con un gesto rĆ”pido, trepa a la silla y a la vista de todos nosotros, haciendo gala de una gran insolencia, se desabrocha los botones del pantalĆ³n.
El noruego alza las cejas sorprendido, lo mismo que el norteamericano, mientras que Ć©l, Paldi, con la mirada todavĆa clavada en mĆ (¿por quĆ© precisamente en mĆ?), se saca y agita el miembro viril, tan grande, tan sorprendentemente claro, lo presiona con el muĆ±Ć³n de su pulgar amputado y dispara un chorro preciso de orina mucho mĆ”s allĆ” de la mancha grande del primer escupitajo que se ha ido empapando en la arena.
Y de nuevo, a la vista de ese chorro amarillento del que se eleva un ligero vapor al tocar el suelo, me acomete ese instinto malo, oscuro, que parece bajarme por el vientre, que me empuja a conmocionar a los que estĆ”n conmigo en este barracĆ³n que me asfixia, asĆ que me levanto acallando las voces de protesta que oigo en mĆ, y mientras la cinta potente de pis que Ć©l estĆ” lanzando se debilita brincando por la capa de polvo, dibujando en ella una especie de hĆŗmedas serpientes retorcidas, me subo muy despacio a mi silla, saco el miembro ante los asombrados ojos de todos –a esto todavĆa no habĆamos llegado hasta ahora– y meo con todas mis fuerzas. Contraigo hasta sentir un fuerte dolor en los mĆŗsculos del vientre, suelto el lĆquido cĆ”lido, rodeado de vapores y le inyecto todo mi poder hasta hacerlo caer, pesado y maduro, mucho mĆ”s allĆ” del lĆmite del de mi contrincante, fustigando el suelo hasta dejarlo allĆ desparramado sobre el polvo.
Al instante, Jƶrn, el noruego, se pone en pie y aplaude con sus manos torpes en medio de un lento entusiasmo mientras el norteamericano sonrĆe y levanta la rebanada de pan con mermelada que se estĆ” comiendo como quien alza una copa de champĆ”n.
Entre tanto yo me abrocho la bragueta del pantalĆ³n sintiĆ©ndome tremendamente idiota subido a la silla, asĆ que me bajo de ella y me siento.
Peretz llega de la cocina. Tiene el rostro encendido. Trae un plato repleto de tortillas. Al entrar se detiene un instante y olisquea el aire sorprendido. El olor de los vapores de orina flota en el aire y Peretz pasea una atĆ³nita mirada por los presentes hasta detenerla en mĆ, su comandante, la persona en la que confĆa; me mira con esos ojos tan llenos de melancolĆa, y entonces yo, al ver su turbaciĆ³n y presa de nuevo de mi mal instinto, le obsequio sin compasiĆ³n una potente risotada desprovista, sin embargo, de alegrĆa.
Peretz, que nunca entiende nada, me responde con una sonrisa de tanteo que deja al descubierto unos colmillos que parecen de alimaƱa.
–Un tentempiĆ©, mi comandante–dice, con una media sonrisa–, tortillas de media noche –aƱade mientras las reparte entre nosotros con gran parafernalia.
La tortilla frĆa y aceitosa parece moverse espasmĆ³dicamente en el plato. El penetrante olor del pis se entremezcla con el de la tortilla viscosa y amarillenta que tengo delante, por lo que apretando los labios aparto de mĆ el plato con la tortilla, momento en el que el norteamericano, envuelto en su abrigo naranja, cae sobre ella ansioso ensartĆ”ndola con el tenedor.
El susurro monocorde que se oye ahora en la estancia es el de la conversaciĆ³n que mantienen entre murmullos los tres ingenieros. Llevan aquĆ ya diez dĆas y a pesar de que son tan diferentes entre sĆ como pueda llegar a serlo una persona de otra, estĆ”n muy unidos, no se separan ni un momento y parecen estar siempre tramando algo entre cuchicheos mientras dibujan con la punta de la bota sobre la arena o la gravilla el bosquejo de la operaciĆ³n que van a tener que llevar a cabo y discuten sin gran entusiasmo, gesticulando con desesperanza ante lo que opina el otro, a pesar de lo cual siguen muy unidos, ya que el desierto que acecha a las puertas de la montaƱa no ayuda demasiado a buscar la soledad, ademĆ”s de que la arena del reloj que marca el tiempo que les ha sido asignado para llevar a cabo su misiĆ³n se estĆ” agotando.
Ay, ¡cĆ³mo los odio! Toda su sabidurĆa, eficiencia y aspiraciones las dirigen hacia una sola cosa: descubrir el punto de mayor vulnerabilidad de la montaƱa, localizar su blando vientre, el lugar en el que habrĆ”n de colocar la dinamita para que todas las construcciones que siguen aquĆ en pie y que pueden todavĆa servir de refugio, todas las fortificaciones, las defensas, los refugios subterrĆ”neos y los bĆŗnkeres desaparezcan convirtiĆ©ndose en polvo. La montaƱa estĆ” siendo diseccionada. Tan solo el crujir vacĆo y seco que produce la taza de plĆ”stico que aprieto entre las manos llega a mis oĆdos con claridad.
Ahora un tĆ© transparente y templado me escurre entre los dedos hasta caer sobre mi pantalĆ³n y las tres lechuzas ingenieras dejan un instante de cuchichear y me miran fijamente. TambiĆ©n el noruego, tan fornido como un caballo, vuelve hacia mĆ unos ojos apagados en los que nunca hay una expresiĆ³n definida y asiente con la cabeza sorprendido, las brasas de la pipa destellan intermitentemente.
Me levanto, empujo la silla, me cierro el capote militar y me dispongo a salir, cuando de inmediato Peretz sale corriendo de la cocina y me sigue hasta la puerta.
–¿A quĆ© hora lo despierto, mi comandante?
–No es necesario que me despiertes, cocinero. Me despierto por mĆ mismo.
–Pero por si acaso, ¿no quiere que le llame a la puerta a las siete?
–Ya te lo he dicho, no hay necesidad –le espeto alzando los hombros para protegerme del viento, pero para mi sorpresa Ć©l me sigue.
–¿QuĆ© desea que prepare para desayunar?
Me detengo y lo miro sin comprender. QuĆ© lerdo es. ¿No se darĆ” cuenta de lo peligroso que puedo llegar a ser? AlĆ©jate de mĆ. ApĆ”rtate. Las palabras de aviso se me agolpan en la mente. Si pudiera hacer salir esas palabras por el codo, por mi frente febril. Huye, lĆ”rgate, ponte en guardia.
–Mi comandante, solo queda comida para tres dĆas.
–MĆ”s allĆ” del jueves ya no estaremos aquĆ, cocinero.
Nos encontramos uno frente al otro en el diminuto porche que hay a la entrada del barracĆ³n. Hasta no hace tanto este porche estaba a reventar de soldados hambrientos. Poso la mano en su hombro, se lo aprieto con fuerza y le dirijo una frĆa mirada.
–Cocinero, te he pedido ya un montĆ³n de veces que claves la ventana para que deje de golpear.
Peretz cae en la tentaciĆ³n de dejarse seducir por mi sonrisa aunque gime bajo la presiĆ³n de los dedos que tengo hundidos hasta el hueso de su hombro. Jadea de dolor, pero sigue sonriĆ©ndome:
–Pero si maƱana, mi comandante, nos vamos –miente Ć©l–, ¿para quĆ© tengo que…? –Y al oĆrlo decir eso toda mi rabia se esfuma.
Nos vamos a marchar. No tiene sentido clavar la ventana. ¿QuĆ© fuerzas me quedan ya? ¿CuĆ”nto voy a tardar en desaparecer como una pompa de jabĆ³n? Porque va a ser irremediable. Este cuerpo estĆ” muriendo. En esta montaƱa Yani ha muerto.
–¿QuĆ© pasa ahora, cocinero? –le grito furioso– ¿Quieres un beso de buenas noches? –Y tensando los mĆŗsculos del brazo y del hombro lo alzo hacia mĆ, ligero como una pluma, tanto que los pies se le despegan del suelo, y apretando mi boca contra su mejilla hundida en la que crece una barba incipiente le doy un beso caliente y mojado, para despuĆ©s empujarlo contra la puerta sin mirarlo, no sea que vaya a dar pie a que el arrepentimiento me traicione, y virando en redondo dirijo con Ćmpetu la febril frente hacia el viento, como si lo embistiera, aunque sigo sin sentir alivio alguno. ~
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TraducciĆ³n del hebreo de Ana MarĆa Bejarano.