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NIGEL (viendo la portada de un disco):
Es tan negro. Es como decir: “¿Cuánto más negro podría ser esto?” y que la respuesta sea: “Nada, no hay nada más negro.”
This is Spinal Tap
El paso de Metallica de ser una banda de culto a un fenómeno de masas es uno de esos hitos en la biografía de todo metalero, que no puede explicarse cómo la música que por años le había servido para definirse se convirtió en cuestión de meses en patrimonio de la humanidad. “Recuerdo la primera vez que fui a una fiesta y vi a dos chicas de una hermandad cantar ‘Enter Sandman’ –cuenta Chuck Klosterman en su ensayo “Disposable heroes”–. Quedé impresionado. Era como ver a Nancy Reagan fumar mariguana.” No fue el único momento incómodo que iban a sufrir los seguidores de Metallica, convencidos de que la banda debía tomarlos en cuenta cada que se encontrara frente a una disyuntiva. El reciente anuncio de un disco tributo al “álbum negro” –con las participaciones de J Balvin, Ha*Ash y Miley Cyrus– despertó lo mismo las quejas de cuarentones obsesionados con fijar el momento exacto en que la banda “se vendió” (¿fue en su primera entrega de los Grammy?, ¿segundos después de la muerte de Cliff Burton?) que las burlas de los más jóvenes, fascinados de ver cómo la generación que los acusa de ser “de cristal” se revolcaba de coraje por una lista de nombres.
Habrá que recordar que el disco de tapa oscura originalmente llamado Metallica apareció el 12 de agosto de 1991, dentro de un periodo de gracia de seis semanas en el rock estadounidense, en el que también llegaron a las tiendas Nevermind de Nirvana, Ten de Pearl Jam y Use your illusion I y II de Guns N’ Roses. Sin embargo, hasta donde se sabe, la banda integrada por James Hetfield, Lars Ulrich, Jason Newsted y Kirk Hammett fue la única que atrajo las blasfemias como un golpe en el pie. La sola contratación del productor Bob Rock –cuyo mayor pecado era haber trabajado con Bon Jovi– se había vuelto anatema entre los fans, incluso antes de que sus sucias manos mezclaran ninguno de los temas. Los reclamos continuaron cuando el álbum salió a la venta, plagado como estaba de canciones que podían tararearse y por su propósito nada oculto de ir tras un nuevo público. El veredicto final quedó dividido: el antiguo productor de Metallica, Flemming Rasmussen, dijo que “sonaba genial, bien producido” y era “el primer álbum en el que Hetfield realmente canta y donde se puede escuchar que se lo toma en serio”; mientras que Dave Lombardo, de Slayer, simplemente lanzó el disco por las escaleras.
Su debut y permanencia en la cima del Billboard se ha visto desde entonces como el primero (o el segundo o el undécimo, no hay consenso) de la Gran Lista de Agravios del grupo, entre los que se incluyen: a) demandar a sus propios fans por piratear su música y b) filmar un documental acerca de la terapia que estaban tomando (la trama de Some kind of monster puede resumirse en: unos tipos que primero invitan a su público a “buscar y destruir” de pronto descubren que necesitan un psicólogo). La naturaleza detrás del cambio que representó el álbum negro para la banda y sus admiradores no ha pasado inadvertida para la gente con opiniones, en especial la que en el libro Metallica and philosophy (editado por William Irwin) dedicó páginas enteras a dilucidar –con frases como “no parece que Kant habría condenado a Metallica por hacer Load” o “la necesidad de Metallica de grabar un disco más relajado es similar a la crítica de Kierkegaard hacia Hegel”– si el grupo seguía siendo fiel a sí mismo a la hora de aceptar el éxito comercial.
Lo cierto es que, como explica Andrew O’Neill en su hilarante Historia del heavy metal, Hetfield y compañía habían dado muestras desde sus inicios de ser unos jinetes del mercantilismo. “En sus primeras entrevistas hablaban de negocios, de sellos y de contratos. De cómo tener mucho éxito y seguir haciendo la música que les gustaba.” Fueron los fans quienes, por años, proyectaron sus propios valores para pensar en ellos como artistas underground y quienes naturalmente se sintieron defraudados cuando la realidad se mostró tal como era. Para la próxima, más Aristóteles y menos Platón, amigos.
Hay que atender, sin embargo, una vieja declaración de Lars Ulrich para darse cuenta de que, para ser auténtico, un tributo al álbum negro tuvo que venir necesariamente de la milicia del pop y no de otro lugar. En …And justice for all, su disco de 1988, Metallica había perfeccionado un estilo en buena medida dirigido a probar la resistencia de sus escuchas: canciones kilométricas, una decena de riffs por tema, solos virtuosos, episodios acústicos y tramos aburridos hasta el masoquismo. La combinación podría despertar el aplauso del sector más duro de su audiencia, pero era una pesadilla para interpretar en directo. “¿Por qué debo estar aquí preocupadísimo para que salgan perfectas estas canciones de nueve minutos, cuando tenemos cosas como ‘Seek and destroy’ y ‘For whom the bell tolls’?”, se preguntó Ulrich, durante una gira, harto de desperdiciar toda su energía escénica en “no meter la pata”. Las exigencias formales le estaban quitando la parte divertida a los conciertos y para su siguiente disco Metallica buscó la simplicidad pegadiza. Y aunque Lars hablara de tener más groove lo que en realidad quería era hacer un disco de pop.
El misterio de cómo una canción de una estructura tan elemental como “Enter Sandman” puede llegar a ser tan buena solo se responde si la entendemos como una obra maestra del pop, en comparación con temas del pasado como “Master of puppets”, cuyo rasgo más característico es que parece no acabar nunca. En lugar de ensamblar un riff tras otro, el grupo se propuso desarrollar una sola idea musical: algo que comienza siendo un mero esbozo (ta-ra-rá) pronto da pie a una sólida melodía (tarará, tarára) sobre la cual cantar una historia convincente de miedos infantiles y referencias a Blanca Nieves. Conseguir algo memorable con un riff y seis acordes simples de quinta es más complicado de lo que parece. En términos radiales, una canción de 5:34 minutos equivale a una Misa de Bach y, sin embargo, “Enter Sandman” logró reventar el hit parade y sigue siendo una fuente de inspiración para miles de niños que quieren aprender a tocar un instrumento. Apenas en 2019, quinientos músicos de entre diez y sesenta años se reunieron para hacer una versión al unísono en la ciudad de Kecskemét, Hungría. Esa amplitud de campo es la definición misma del pop: un género que todo lo imanta, del metal al hip hop, de las guitarras distorsionadas a los coros de iglesia, para entregarte una pieza que puedes reproducir una y otra vez, una y otra vez, hasta que finalmente te harta, pero es demasiado tarde, porque ya le gusta a todo mundo.
Las versiones de la llamada “blacklist” confirman ese estatus y nos recuerdan que “Nothing else matters” era una canción de Miley Cyrus incluso antes de que Miley Cyrus hubiera nacido, porque ¿qué otra cosa podría haber surgido de tres veinteañeros que se estaban divorciando y un cuarto que tenía un noviazgo viento en popa si no una “puta canción de amor”, como la llamó de manera despectiva Kirk Hammett, a pesar del tremendo solo de guitarra que le compuso? ¿De qué otro modo homenajear las raíces western de “The unforgiven” sino subrayando sus sonidos fronterizos como lo hizo Ha*Ash? ¿Y no “Don’t tread on me” utiliza un fragmento de West Side Story, lo cual hace pensar que quizá Lin-Manuel Miranda era la persona idónea para coverearla?
En su biografía del grupo, Enter night, el periodista Mick Wall afirma que, después de grabar …And justice for all, las opciones de Metallica se habían reducido de manera dramática. “Podían seguir el camino acostumbrado, hacer ‘otro álbum de Metallica’, vender otro par de millones de copias alrededor del mundo y conformarse con ser los Iron Maiden de su generación, que se habían conformado con ser Judas Priest, que se habían conformado con ser Black Sabbath, que se habían conformado con no ser nunca tan importantes como Led Zeppelin, quienes todavía no eran, en los noventa, considerados ni remotamente tan interesantes como Cream o incluso Jeff Beck, quienes, seamos sinceros, nunca serían tan valorados en la historia como Jimi Hendrix o The Who, que a su vez se quedaron atrás de los Stones, los Beatles, Bob Dylan, etc., y así hasta llegar a la antigüedad del rock. O bien podían hacer lo que siempre habían insistido que harían cuando llegara el momento: algo completamente inesperado y fabuloso.” Fue la mejor decisión de sus vidas, la peor decisión de sus vidas. ~
es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.