Más que a nada en el mundo

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Las películas, entre mejores, más difíciles de apuntalar con un argumento final. Su encanto nunca se apoya sólo en una buena historia, ni en un personaje redondo (o dos, o diez), ni en la llamada química entre actores –que no es sino la manera en que un director lleva los roces al límite y deja que el accidente rompa con la tiesura de un guión–. Tampoco son buenas películas –no sólo por eso– las rebosantes de Grandes Ideas, Temas Trascendentales o alguna otra pretensión. Su aura no emana sólo de su puesta en cámara, o de la forma que tome después de la edición. De todos estos lugares, donde menos hay que buscarla es en lo vistoso de su producción.

En las películas inaprensibles y que cuesta olvidar ninguna pieza suelta es más grande que la figura final. La analogía con un rompecabezas también deja qué desear: la figura final no es imagen, sino pura sensación. Son películas que logran un tono, siempre y cuando la palabra deje de asociarse con el sonido o el color y recupere una de sus acepciones perdidas: dinamismo (que, uno agregaría, sólo se logra desde el equilibrio). Una película logra un tono (y emana una aura, y deja huella) cuando todo lo que la compone –de lo técnico a lo más abstracto– se integra de manera orgánica. Muy rara vez deslumbran; su arma secreta suele ser la discreción.

 

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En octubre del 2006, en el contexto del antepasado Festival de Morelia, pude asistir por primera vez a una proyección de la película Más que a nada en el mundo, de los directores Andrés León Becker y Javier Solar. De ella sólo sabía dos cosas: que había ganado el concurso para producción de óperas primas del Centro de Capacitación Cinematográfica, y que unos meses antes, en el Festival de Guadalajara, la película había obtenido el premio a Mejor Ópera Prima mexicana. Algo sonaba a premiación circular. Entre Guadalajara y Morelia tuve tiempo para inventarme dudas: partir del escepticismo para llegar a la convicción.

Un antecedente más: Más que a nada en el mundo dislocaba la articulación de trabajo que durante más de cinco años había resultado cómoda a sus ahora directores. Becker egresó del CCC especializado en cinefotografía, y desde entonces había fotografiado cortos, comerciales y videoclips, en su mayoría dirigidos por Solar. Era una mancuerna con sensibilidades afines, pero que nunca había compartido la misma responsabilidad.

Luego, la especulación: a cargo de la codirección de un primer largometraje Becker y Solar construirían una estética basada en códigos establecidos en su relación de trabajo, y así comunicarían las sensaciones correctas. Esto, por lo menos, le daría a la película una apariencia de emotividad. Estas redes de protección salvarían la película de posibles caídas en la ejecución del guión, la caracterización de los personajes, el grado de verosimilitud de su interacción y la construcción de subtextos a partir de un argumento en apariencia simple. Si estas variables (las no estéticas) suelen ser imprevisibles y escurridizas y –uno insistiría– el talón de Aquiles de guionistas y directores mexicanos experimentados, no era sensato esperar demasiado de dos guionistas y directores sin un largometraje anterior.

Salí de la sala con una certeza clara aunque difícil de articular: había visto la mejor película mexicana del festival.

 

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El sentimentalismo es pariente vergonzoso de la emotividad. Más que a nada en el mundo es emotiva por mesurada, y en esa rara virtud yace su complejidad. La historia es contemporánea y tiene lugar en la ciudad de México. Arranca en el punto en que la pequeña e introspectiva Alicia (Julia Urbini) y su joven, inestable y autodestructiva madre Emilia (Elizabeth Cervantes) se mudan a un departamento triste que sugiere un fracaso amoroso en la vida de la atractiva mamá. Alicia quiere a Emilia más que a nada en el mundo: observa todos sus gestos, percibe su estado de ánimo, y atesora los objetos que le recuerdan sus momentos compartidos. El sentimiento es mutuo. Emilia hace todo lo posible por ser una buena madre, y se arrepiente cuando sus derrumbes emocionales le impiden cumplir sus promesas o cuando vuelve a su hija testigo del ciclo infatuación-fajoneo-truene con hombres intercambiables y sin tiempo que perder. La mudanza al edificio introduce dos personajes al repertorio de figuras que dan miedo a la niña: el nuevo galán de mamá (Andrés Montiel) y un vecino ojeroso y de piel verdosa (Juan Carlos Colombo). Ya en la escuela una amiguita de Alicia le había contado que los vampiros viven en departamentos y que se apoderan de la voluntad de las personas. Cuando Mario abandona a Emilia y ésta se desmorona (otra vez), Alicia suma el factor vecino y despeja la ecuación. Su madre corre peligro; ella hará lo que cree necesario para devolverle la vitalidad.

 

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Un entorno familiar cruel, el monstruo como metáfora, y la imaginación fantasiosa como arma de sobrevivencia infantil, fueron temas de otra película exhibida en esa misma edición del festival: El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro, situada en los años de la represión franquista, sobre una niña que proyecta en un monstruo tanto sus temores como su salvación. Otra película, muy anterior, hacía eco en El laberinto del fauno y en Más que a nada en el mundo. Situada en una aldea española al final de la Guerra Civil, El espíritu de la colmena, de Víctor Erice, narra la historia de dos hermanas que, tras ver la película Frankenstein, deciden, fascinadas, ir en busca del monstruo. La más maliciosa hermana mayor aconseja a la pequeña buscarlo en un granero. En él, encuentra el cadáver de un soldado republicano. Filmada en 1973, aún bajo la mirada del régimen franquista, El espíritu de la colmena es en parte denuncia política, pero sobre todo una fábula sobre cómo la imaginación de terror es siempre preferible a una realidad sofocante o banal.

Aunque ambas son herederas –deliberadamente o no– del universo de Erice, El laberinto del fauno aún marca las coordenadas de su alegoría política (las mismas que las de El espíritu de la colmena). Más que a nada en el mundo extirpa de su fábula la referencia a un tirano real, exprime la esencia del mito, y se concentra en contar cómo la imaginación excitada en combinación con el amor más incondicional posible puede relativizar el mundo de una persona cualquiera. A pesar de tener detrás la visión de dos fotógrafos (el oficial, Damián García, y Becker en la dirección), los tres pares de ojos detrás de Más que a nada en el mundo evitaron el regodeo estético y sólo echaron mano de los recursos necesarios para caracterizar los espacios y personajes de acuerdo con la percepción distorsionada de Alicia. Restringidos por el realismo (como género y presupuestal), los directores convirtieron las limitaciones en aciertos, y eligieron la sutileza en el estilo de dirección. En fin, construyeron un tono que fusiona distintos géneros, gracias al cuidado en la ejecución del guión: el logro de dar dimensión al personaje de la madre; la congruencia entre presentar a una niña introspectiva y la decisión de no revelar sus pensamientos al espectador; la adopción de su punto de vista infantil desde una cámara colocada a su altura, que registra realidades parciales y escucha conversaciones truncas.

 

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Problemas con los acuerdos originales de distribución hicieron que Más que a nada en el mundo se durmiera durante el año más comentado del cine mexicano (o del cine que los mexicanos se apropian). Ese año fue nominada para cuatro Arieles, y obtuvo el de Mejor Actriz para Elizabeth Cervantes (empatada con Maribel Verdú, por su papel espejo en El laberinto del fauno). Aun pasado el ajetreo, la película se estrena en situación desventajosa: cuando apenas baja la marea de Malos hábitos, de Simón Bross, y Luz silenciosa, de Carlos Reygadas, que por razones distintas acaparan la atención. Si antes la sospecha pudo oírse descabellada, en este nuevo contexto puede sonar a provocación: por su falta de pretensión estética y el retrato mesurado de la oscura imaginación infantil, Más que a nada en el mundo es la película más arriesgada de la cartelera mexicana de las últimas semanas. Incluso el final feliz, que podrá ser visto por muchos como una resolución sin riesgo, demuestra responsabilidad por llevar hasta sus últimas consecuencias una premisa sustentada en la inocencia y el amor filial. Antes que a piruetas estéticas o a una filosofía mayor, Becker y Solar optaron por ser fieles al pedazo de universo que escogieron representar. La coherencia genera equilibrio, y un tono que reverbera cuando acaba la función. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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