Todos los caminos llevan a los Juegos Olímpicos

No solo la fascinación por la cultura helena motivó al barón de Coubertin a restituir los Juegos Olímpicos a finales del siglo XIX. El Emilio de Rousseau y la devoción americana por los récords sentaron también las bases de una iniciativa que hoy en día aún hace del deporte un espectáculo mundial.
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En el prólogo a Las raíces del romanticismo, de Isaiah Berlin, John Gray escribe que rara vez las ideas tienen el efecto buscado por quienes las conciben. “La distancia entre las ideas y su aplicación es una de las medidas de la imperfección humana.” Cuando, en la última década del siglo XIX, Pierre de Coubertin se propuso el restablecimiento de los Juegos Olímpicos, no reparó en las consecuencias que su idea causaría en florecimiento de la industria del espectáculo, en la que el deporte jugaría un papel fundamental; primero en Europa y, al poco tiempo, en el resto del mundo.

Pierre de Frédy, barón de Coubertin, nació en París en 1863, un siglo después de la publicación de Emilio, obra con la que Jean-Jacques Rousseau transformó –sin reparar en el efecto buscado– la educación de Occidente. Aunque pensadores anteriores como Rabelais, Montaigne y Locke habían expuesto las virtudes del perfeccionamiento del cuerpo (y de la mente; al estilo griego) entre niños y jóvenes, fue Rousseau el que más influyó en el estudio del acondicionamiento físico como parte sustantiva de la pedagogía moderna. “El cuerpo debe ser vigoroso para que pueda obedecer al alma”, escribió el filósofo, para quien la felicidad del hombre no consistía en la abultada riqueza, ni en la acumulación de tierras y de cargos, sino en la convivencia armónica en y con la naturaleza.

La Francia prerrevolucionaria, sin embargo, no estaba preparada –educativa e industrialmente– para asimilar y poner en práctica las propuestas formuladas por Emilio, cuya publicación significó la censura inmediata de la Sorbona, la condena del Parlamento y la orden de aprehensión contra el autor de El contrato social (publicado también en 1762), quien se refugió –después de una estancia en Suiza– en Môtiers-Travers, entonces territorio prusiano, para salvar su libertad (que le lleva a Inglaterra, gracias a la ayuda David Hume). El libro contravenía a la doctrina del clero; el arzobispo de París impidió su distribución. En correspondencia, los consejos de educación de Holanda y Berna impidieron su inclusión en los programas escolares.

Durante su juventud, Coubertin –hábil en la espada, en el caballo y en la piscina– escucharía los rumores de las obras de Jean-Jacques, las cuales, en cambio, impactaron profundamente en los sistemas de enseñanza en la Alemania del romanticismo, del que Rousseau sería, también, precursor. El pensador francés, según Isaiah Berlin, fijó sus preocupaciones en el retorno del hombre a aquellos principios primarios y originales en los que lucharon el reino de la razón universal frente al de las emociones; el reino de la justicia y la paz social en oposición a los conflictos y las turbulencias que enajenan los corazones y las mentes.

Pierre de Frédy, futuro creador del movimiento olímpico, reconocería que en aquel ambiente alemán de finales del siglo XVIII se produjo una especie de triatlón de la historia: la agitación política de la Revolución francesa, la efervescencia romántica y los síntomas de la Revolución industrial. El deporte, al que organizaría como presidente del Comité Olímpico Internacional, sería consecuencia natural de aquellos turbulentos años. “Hay factores sociales y económicos que son responsables de grandes trastornos de la conciencia humana”, detalla Berlin.

El Siglo de las Luces escuchó de cerca el cotilleo de los héroes griegos, que el romanticismo llevará al “sagrado caos”, como dijo Roberto Calasso. Coubertin, como ninguno, se beneficiaría de los corolarios de aquella tempestad y de aquel ímpetu.

En junio de 1723, el monje benedictino Bernard de Montfaucon (muerto en París en 1741) escribió una carta al arzobispo de Corfú, Angelo Maria Querini, para convencerlo del inicio de los trabajos de excavación en Olimpia. “Se trata –explicó– de la antigua Elis, en donde se celebraban los Juegos Olímpicos y donde se erigían infinidad de monumentos a los vencedores con estatuas, bajorrelieves e inscripciones.” La entusiasta petición de Montfaucon no tuvo respuesta satisfactoria de Querini, a quien Voltaire agradeció sus eruditos estudios sobre el arte griego y latino.

En 1766, Richard Chandler –teólogo de la Universidad de Oxford– con base en la descripción de Pausanias aseguró haber llegado al lugar exacto en el que se encontraba el antiguo templo de Zeus. Un año después, el gran estudioso de la Grecia clásica Johann Winckelmann realizó el primer proyecto de investigación sistemática en el Valle Sagrado. Murió en Trieste al año siguiente, a los cincuenta años. La arqueología británica llevó a cabo sus propios exámenes en la zona entre 1805 y 1813. Después de otro intento de exploración francés, la recuperación y restablecimiento de la antigua morada de las Magnas Justas quedó en los planes de la arqueología alemana, enriquecida por historiadores, filósofos y poetas. Y la belleza de su resultado sería presumida, en el siglo siguiente, en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936.

En el mismo año en que Montfaucon proponía las primeras excavaciones en Olimpia, nació en Hamburgo Johann Bernhard Basedow, hijo de un barbero, quien, pese a muchos impedimentos familiares, logró estudiar teología y filosofía en Leipzig. Mientras cumplía con sus tareas como maestro particular de niños y adolescentes de la aristocracia local, a Basedow le llegó un ejemplar de Emilio, cuyas páginas cambiarían sus métodos de enseñanza. En 1774 publicó Elementarwerk, un tratado de cuatro volúmenes en el que motivaba a sus alumnos a reafirmar su inteligencia a través del contacto con “la vida real”. Poco antes de morir en 1790, fundó una escuela de mediano nivel –Philanthropinum– en la que puso en práctica sus planes escolares con las asimiladas herramientas de Rousseau. La Philanthropinum de Dessau cerró sus aulas en 1793, quince años después de la muerte de Jean-Jacques.

En sus años de estudiante en el Instituto Politécnico de París, Coubertin se cautivaría, como muchos de su generación, con el mundo griego de Homero, Hesíodo y Empédocles. Leería, al mismo tiempo, el desarrollo de la educación física en Prusia, cuyo ejército había salido vencedor en la guerra franco-prusiana de la que resultaron la unificación alemana y la Tercera República francesa. Leyó con atención la biografía de Johann Christoph Friedrich GutsMuths, educador con fervientes inclinaciones por la filosofía, la ciencia y las artes, y director de la institución Schnepfenthal, centro escolar en que la gimnasia, la equitación y la natación (“en circuitos atléticos”) ocupaban papeles dominantes.

Dice Richard D. Mandell en su Historia cultural del deporte que GutsMuths y otros “filántropos” inventaron unos juegos en los que los participantes, repartidos en rangos, debían obedecer, rápida y ciegamente, a las órdenes de sus superiores. Uno de los textos “sagrados” de Schnepfenthal eran las memorias de Benjamin Franklin, primer embajador de Estados Unidos en Francia. En ellas, el filósofo estadounidense revelaba que el secreto de su versatilidad y sus éxitos en el campo de la ciencia, la diplomacia, la política y la literatura radicaba en el encauzamiento racional y mecánico de todas sus energías con el fin de sacar el máximo provecho de cualquier forma convencional de triunfo. GutsMuths basó su pedagogía en dos elementos sustanciales del deporte moderno: lo lógico y lo razonable. Fue el primero entre los alemanes en medir el rendimiento de sus estudiantes-atletas con criterios de tiempo: hizo debutar en sus mediciones a las décimas de segundo, que serían utilizadas hasta muy entrado el siglo XX.

Mientras el romanticismo se paseaba por los campos de Weimar –con Goethe como medio creativo–, el joven Friedrich Ludwig Jahn daba una vuelta de tuerca a la pedagogía y al futuro deporte escolar. Nacido en Lanz, Brandeburgo, en 1778, Jahn se convirtió en predicador protestante después de ser ampliamente reconocido por sus virtudes en la carrera, la natación y la gimnasia, disciplina que utilizaría como vehículo para exaltar su desmedido nacionalismo, acentuado con el triunfo napoleónico de 1806. Según Isaiah Berlin ninguna idea genera otra idea. Jahn pudo darle razón. Vivió y murió con la suya: se volvería el Turnvater (el padre de la gimnasia) de la naciente identidad alemana. Creó, cerca de Berlín, las Turnplätze, lugares en los que se enseñaba un tipo de gimnasia al aire libre, disciplina inédita en la Europa anterior a los Tratados de Viena. En la madurez, congregó a un grupo de alumnos para que participaran en la rebelión contra la ocupación francesa de 1813. Filósofo, escritor y espía, Jahn propagó los ejercicios físicos (y con ellos la identificación entre alemanes) en casi todo el país, hasta que la Restauración reprimió todo tipo de “prácticas liberales y prorrevolucionarias”, entre las que se encontraba la gimnasia. La censura del ministro de Asuntos Exteriores del Imperio austriaco, Klemens von Metternich, creador de la Europa de Hierro, poco a poco fue cerrando las Turnplätze que había instalado Jahn. Las últimas fueron clausuradas en marzo de 1819, después del homicidio, en Mannheim, de August von Kotzebue, dramaturgo crítico de Goethe, a quien se acusó de ser espía del gobierno ruso. La ofensiva de Metternich se dirigió entonces a los gimnasios, en los que veía puntos de reunión de revolucionarios. En julio de ese año, Jahn fue aprendido y llevado a la prisión de Spandau, de la que logró salir pocos meses después. Murió en 1852. Sin embargo, su idea de la gimnasia y los deportes atléticos ya se había expandido por otras pistas europeas, principalmente las de Bohemia y Estocolmo. La Revolución industrial sería el riel sobre el cual el deporte se propagaría en todo el territorio alemán. La palabra inglesa sport sería asimilada sin cambio entre la población, la prensa y la academia, aun con los peligros de “extranjerismo” que eso significaba.

Cuando Coubertin ya daba forma real a su idea de restablecer los Juegos Olímpicos en Atenas, puso especial interés para que Suecia fuera invitada obligada a la cita en la capital griega. Los alemanes, a pesar de defender su forma tradicional de gimnasia con aparatos, inspirada en Jahn, tuvieron que ser convencidos, con esfuerzos, para tomar parte en las justas. La tradición sueca por los juegos atléticos se remontaba –no casualmente– al romanticismo y al Emilio de Rousseau, que ya se había convertido en una especie de libro de texto en varias ciudades europeas.

Pehr Henrik Ling, descendiente de campesinos, clérigos y maestros rurales, logró licenciarse como profesor en la Universidad de Lund en Suecia, a la que sus habitantes siguen llamando “La ciudad de las ideas”. En 1799 –un año antes de que Hölderlin escribiera el memorable Como en un día de fiesta, que anunciaba el ruido de los dioses griegos–, Ling fue aceptado en un círculo de profesores en el que se debatían los poemas de Goethe y de Schiller, quien sostenía que “el hombre solo puede jugar con lo bello y con lo bello solo puede jugar”.

Mandell afirma que en esos años Ling se desvivió por otra de sus pasiones: la mitología. “Hizo suyas las antiguas leyendas de los Edas y las Sagas para reafirmar su patriotismo democrático.” Con él se produjo un cruce entre los párrafos del futuro relato olímpico: los atletas serían elevados al linaje heroico moderno. El creador de la escuela sueca de gimnasia, tradujo poesía lírica escandinava, escribió una obra de teatro y dio forma a juegos literarios de diferentes extensiones y formatos. Entre sus lúdicas lecturas conoció a GutsMuths (a quien tradujo al sueco) y, desde luego, a Rousseau. Por si fuera poca su pasión por los ejercicios físicos, se inscribió a una escuela en la que se impartían clases de esgrima francesa.

Coubertin se empeñó en la asistencia sueca a Atenas porque Ling había aportado una modalidad hoy indispensable en la gimnasia colectiva: los ejercicios sin aparatos. Conocedor profundo de la cultura europea, Pehr Henrik supo que el deporte –o lo que hoy se llama deporte– tuvo su origen en los movimientos intelectuales más destacados desde el Renacimiento: el racionalismo, el romanticismo y el mesianismo pedagógico. La gimnasia sin aparatos fue la respuesta cultural de Ling ante la pobreza y el retraso económico que vivía Suecia en la primera mitad del siglo XIX de la que quedan huellas conmovedoras en El salón rojo, de Strindberg. Cuenta Mandell: “Sus discípulos dirían que la fórmula sueca había sido tan meticulosamente adaptada a las necesidades naturales de la biología humana, que los aparatos solo intervenían como accesorios.”

Las Turnplätze de Jahn también se propagaron en Bohemia con el nombre de sokols (una derivación de halcón en checo). Miroslav Tyrš y Heinrich Fügner difundieron estas agrupaciones atléticas por el oriente del Imperio austrohúngaro. Tuvieron dos cualidades: la ausencia de equipamiento y la aceptación casi inmediata de las mujeres jóvenes (Coubertin impidió que las mujeres participaran en los Juegos de Atenas; solo hasta hoy la actuación de ellas y ellos es equivalente). En sus Diarios, Franz Kafka los menciona con un entusiasmo poco frecuente en él. Narra y hasta juega a las estadísticas (como cronista deportivo) sobre el número de nadadores, gimnastas, tiradores con arco, jugadores de boliche y ajedrez. Antes de la Primera Guerra Mundial, los checos podían presumir exhibiciones de gimnasia sincronizada con hasta diecisiete mil participantes.

El último efecto de las Turnplätze –precisa Mandell– se hizo notar en Constantinopla con la creación de los Israelitische Turnverein, antepasados de los Juegos Macabeos (que recuerdan a Judas Macabeo, quien encabezó la victoria contra los sirios en el 168 antes de Cristo) que realizan todavía las comunidades judías de todo el mundo. En 1898 se fundó el club Bar Kokhba (en honor a Simon bar Kokhba, líder de la resistencia israelita frente a los romanos en el 132 a. C) en Berlín. Los Turnverein sirvieron como símbolo de cohesión del sionismo promovido por Theodor Herzl y Max Nordau (Max Südfeld).

Cincuenta años antes de la publicación de Emilio, Voltaire tuvo que refugiarse en Inglaterra, arruinado y exasperado. En pocos meses logró estabilizarse y se dejó seducir por Londres, que ya daba muestras de los efectos de la Revolución industrial. En sus Cartas filosóficas, el pensador francés (quien no sentía especial simpatía por el “romántico” y “resentido” Rousseau) escribió: Francia se está quedando atrás, es un Estado rancio y empobrecido tanto intelectual como económicamente; Inglaterra representa el futuro, es una nación dinámica que, sin llamar la atención, se ha transformado en un país extraordinariamente poderoso. Cuenta Georg von Wallwitz, en Mr Smith y el paraíso, que Voltaire “celebró las bodas de la economía y la política, una alianza que está en el origen del asombroso impulso que adquirió la Ilustración al comienzo del siglo XVIII. La Revolución industrial fue un proyecto tanto económico como político”.

En su primer viaje a Reino Unido, Coubertin sintió algo parecido a lo que expresó Voltaire. Tenía veinte años cuando estudió el pensamiento de Thomas Arnold, el gran reformador de la educación inglesa y al que llamaba “el fundador de la caballería atlética” y “quien había dado forma al atletismo para que toda Inglaterra se llenara de campos de juego”.

En Deporte y ocio en el proceso de la civilización, Norbert Elias y Eric Dunning han demostrado, con inigualable precisión, que las transformaciones sociales producidas por la Revolución industrial (y la parlamentaria) hicieron posible el desarrollo del deporte, la educación y la administración del tiempo libre gracias a la variación de las jornadas laborales de los trabajadores y la renovación de los planes de estudio de sus universidades y preparatorias. A mediados del siglo XIX, las public schools estaban abiertas a todos los hijos cuyos padres podían costear la matrícula y la pensión alimenticia y de hospedaje. Otro ingrediente particular de la educación física y el deporte en Inglaterra fue la adopción de las teorías de Locke quien, en su ensayo Algunos pensamientos sobre la educación,había pugnado por una enseñanza dura en disciplina en la que se fomentara el ejercicio del cuerpo, con prácticas de natación y equitación, y de la mente, sustentada en la activación de la razón, para “formar las futuras clases dirigentes” de la vida pública inglesa. Coubertin, como antes Voltaire, intentó transformar la realidad francesa siguiendo el ejemplo de la industrialización británica.

Pocos pensadores influyeron tanto en la formación intelectual de Pierre de Coubertin como Alexis de Tocqueville. Los dos tomos de La democracia en América se convirtieron en inseparables compañías en su viaje a Estados Unidos (entre 1889 y 1893), en donde reforzaría su idea de que la cultura sajona había asimilado de mejor manera las virtudes de la paideia griega. Las grandes universidades estadounidenses –con Yale y Harvard a la cabeza– habían establecido como base primordial de la preparación de sus estudiantes las reglas y las modalidades de las disciplinas atléticas impartidas y diseñadas en Inglaterra; con sus distancias y sus reglas. Notó, aún así, que la cultura de la Unión Americana tenía una peculiaridad que cambiaría la manera de entender y aprender el deporte de competencia: su ferviente devoción por el récord, por lo medible, por lo comparable y por lo superable. El registro no solo hacía posible el establecimiento y la ambición de nuevas marcas en casi todas las modalidades deportivas: también servía como “dato” histórico, como almanaque de la vida misma de los Estados Unidos; la “piedra filosofal” sobre la que se construiría una nueva era de la industrialización: la del entretenimiento en la que los espectadores formarían parte central de la nueva narrativa de la nación. En Estados Unidos –como dijo Joseph Roth en su Job– todo era deporte: la prensa, la discusión pública y los proyectos políticos y financieros. Los colleges hicieron posible que la delegación estadounidense ganara uno de cada tres oros repartidos en Atenas en 1896.

Cuando Coubertin cumplió treinta años, Francia había cambiado sustancialmente con respecto a la que era antes de la Revolución de 1848. En su Historia de la civilización francesa, Georges Duby y Robert Mandrou llaman al periodo de 1850-1900 “el gran medio siglo”, en el que se vivió una transformación de los géneros de vida, una renovación de las actividades económicas que sobrepasaron con mucho a los anteriores movimientos de población, en la que aparecieron actores de una segunda y una tercera Revolución industrial. En 1880, dicen los autores, se encuentra el gran viraje, en ese tiempo en el que la máquina de vapor, fija o móvil, comenzó a proporcionar a los hombres una energía cuyos movimientos eran insospechados cincuenta años antes. La “pequeña reina”, la bicicleta, ya dominaba las calles de París y del resto de Francia. Las aulas tampoco se quedaron atrás.

Décadas antes (el mismo año del nacimiento de Coubertin, 1863), Victor Duruy había encabezado una profunda reforma educativa en todos los niveles de estudio y fundó la Escuela Práctica de Altos Estudios para favorecer la investigación científica; para 1890, la escuela primaria era laica (la enseñanza sin Dios, diría el clero parisino) y los maestros jóvenes formados en las escuelas normales comenzaron a utilizar la educación física como parte integral de sus métodos didácticos: los profesores –materialistas sin fe, decían los obispos– llevaron las ideas y los principios a la acción social.

Solo en ese contexto de renovación industrial y educativa puede entenderse el éxito que tuvo Coubertin en su discurso en la Sorbona –que había censurado a Rousseau en 1762– en la última sesión del Congreso Internacional de Educación Física, del 26 de junio de 1894, en el que declaró el restablecimiento de los Juegos Olímpicos. La conferencia titulada “Sobre el ejercicio físico en el mundo moderno” terminaba con una frase que quería ser revolucionaria: “nosotros somos los rebeldes”.

Coubertin murió, pobre y endeudado (como Rousseau) en 1937. Tuvo la serenidad y la habilidad para lograr que su idea sobreviviera la Gran Guerra que obligó a la cancelación de la edición de 1916. El nazismo logró convencerlo, sin mucho esfuerzo, de entregar la sede de 1936 a Berlín. Al final de aquel certamen envió una carta de felicitación a Hitler por la “extraordinaria” organización de las justas.

Durante la Gran Guerra murieron sus dos sobrinos más queridos. Si Rousseau tuvo el arrojo para enviar a sus hijos al orfelinato, los de Pierre de Frédy no tuvieron una existencia afortunada. Jacques (1896-1952) sufrió un golpe de calor durante la infancia del cual no pudo recuperarse; Renée (1902-1968) padeció durante toda su vida trastornos emocionales. Los restos del barón descansan en Lausana, hoy sede del Comité Olímpico Internacional. Su corazón fue trasladado a Olimpia. En un monumento de mármol se le atribuye el restablecimiento de los Juegos Olímpicos.

John Gray agrega en aquel prólogo a Berlin: a veces las ideas tienen el efecto buscado y alguno más… ~

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es reportero y editor. En 2020, Proceso editó su libro Golpe a golpe. Historias del boxeo en México.


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