El problema de las relaciones de la medicina con la política no se plantea en absoluto en la Antigüedad de la misma manera que en nuestros días. Hoy, el Estado vela por la medicina en su conjunto, que en gran medida depende de decisiones políticas. Los médicos obedecen las reglas de la ciudad, discuten con ella, viven de su reputación y los problemas actuales se reducen a definir qué les corresponde a los políticos y qué a los médicos, a fin de establecer el mejor equilibrio posible. Luego está el problema de la formación. En la Antigüedad las cosas eran muy diferentes. Sin embargo, debo hacerles notar que ya las ciudades antiguas, en ciertos casos, involucraban a los médicos, por disposición del jefe de Estado o por voto democrático, y les fijaban honorarios a cargo del Estado. Veremos más adelante el caso de Democedes, a quien dos ciudades contrataron a diversos precios, según cuenta Heródoto. Es decir, ya existía una cierta dependencia de la medicina –o, más bien, de los médicos– con el Estado; pero se trata de casos individuales, de ningún modo comunes y que no pueden compararse con la situación actual.
En cambio, existe un problema que tratan numerosos autores griegos, y de los grandes: la relación entre la medicina y la política, una relación de orden intelectual, que concierne a la naturaleza misma de la medicina y lo que ella puede representar como modelo para la política. El problema se sitúa por lo tanto en un nivel muy diferente, uno que trataremos al seguir la evolución y el descubrimiento de ideas por parte de ciertos autores, pero distinguiendo el modelo moral y el modelo propiamente intelectual que la medicina puede aportar a la reflexión política.
A pesar de que el modelo moral no apareció de inmediato, los médicos griegos habían adquirido, desde la más alta Antigüedad, influencia en la política. ¿Cómo? Prestando sus servicios a príncipes y reyes, y consiguiendo de ese modo influencia sobre ellos. Gracias a Homero tenemos conocimiento de un médico de los jefes aqueos en la guerra de Troya.
Detengámonos en el divertido caso de Democedes, griego de la ciudad de Crotona, en el sur de Italia, que llegó a ser médico del príncipe de Samos, quien lo llevó a Persia alrededor del 500 a. C. Cuando asesinan al príncipe de Samos, el médico se encuentra casi en la indigencia, en la esclavitud, pero he aquí que Darío, rey de Persia, se cae del caballo, se hace una especie de torcedura en el pie y los médicos egipcios acuden a remedios violentos para sanarlo. El rey se entera de que, en los alrededores, hay un médico de Crotona. Se hace venir al personaje, y asistimos a una escena de El médico a palos de Molière, puesto que, aterrorizado ante las insignias del poder, Democedes empieza a negar como un loco su calidad de médico; pero, intimidado ante la perspectiva de azotes y castigos, termina por confesar que no es médico, sino que conoció a un médico, y que algo sabe de medicina. Luego de esta escena cómica, cuida al rey y lo cura. Entonces consigue una buena posición en la corte. Más tarde, la mujer del rey, la reina Atosa, tiene un absceso en el seno bastante extraño que no mejora, Democedes la atiende y cura. Como su sueño era regresar a Grecia, el médico le pide a la reina que convenza a Darío de ir a la guerra contra Grecia. Con todas las precauciones, Democedes formará parte de la avanzada de exploración. Sobra decir que, una vez en Tarento, logra escapar, salvarse y huir del rey de Persia. Así, el éxito de un médico puso en marcha una decisión política.
Esto ocurrió justo antes de las guerras contra los persas. Estamos aquí en una atmósfera de cuento oriental, y se ve claramente que la medicina griega se distinguía por sus cualidades, por su “dulzura” dice Heródoto, y que los médicos podían tener gran influencia. ¿Pero cómo era esta medicina? Era una medicina empírica, que no conocemos muy bien, pero no una ciencia y cada médico guardaba esos conocimientos para sí. Ahora bien, sucede un hecho nuevo en el transcurso del siglo V a. C.: la aparición de una medicina científica con el célebre Hipócrates, nacido en Cos, una pequeña isla muy cercana de Asia Menor, vecina de Cnido. Tenemos aquí, una frente a la otra, a las dos escuelas importantes de medicina. Con Hipócrates comienza la medicina científica, aquella que estudia los síntomas, realiza diagnósticos y acumula las comparaciones para encontrar los mejores tratamientos. Dado su carácter científico, esta medicina puede también enseñarse. En el pasado, los médicos eran quienes habían recibido los secretos de una tradición familiar. Con Hipócrates comienza una medicina diferente, con tratados escritos, disciplinas, notas y transmisión de un saber racional. Al mismo tiempo, esta escuela toma conciencia de su deber en relación con el paciente, de su papel, de su responsabilidad. Esto queda ilustrado en el juramento de Hipócrates, que se conoce y se practica todavía en la medicina actual.
Para empezar, me gustaría insistir sobre este aspecto, pues fue un modelo para la política del siglo V a. C. Tenemos un ejemplo memorable en Tucídides, cuando habla de la derrota que Atenas sufrió ante Esparta en el siglo V a. C. y que el historiador atribuye a la imprudencia ateniense de pretender, encima, conquistar Sicilia. Y es aquí, en torno a esta decisión, en un episodio de verdadero patetismo, que surge la comparación con la medicina. Esto no debería sorprendernos: Tucídides, como Hipócrates, busca hacer una ciencia de las conductas humanas a partir de la observación y de la comparación. Él conocía ciertamente la medicina puesto que nos dejó una célebre descripción de la peste donde figura una lista de síntomas asombrosamente precisa y casi técnica. Pero lo que importa es el momento donde se ve a un político recurrir al ejemplo médico.
Esto ocurre en el libro VI, 14 de la Historia de la guerra del Peloponeso cuando uno de los atenienses –Nicias– se da cuenta de la imprudencia que están cometiendo, e invita al presidente de la sesión a asumir una responsabilidad excepcional y poner de nuevo a deliberación una decisión que, sin embargo, ya ha sido tomada. Esto era irregular, pero era por el bien de la ciudad. ¿Qué dice? Que no hay que temer una ilegalidad cometida abiertamente con la presencia y el acuerdo de todos y, apelando al presidente, asegura: “La ciudad que ha tomado una decisión equivocada encontrará en ti un médico para sus males; pues lo propio de un buen magistrado es prestar los mejores servicios a su patria, o, al menos, procurar no perjudicarla voluntariamente.” Estas últimas palabras son idénticas a las que se usan en el tratado hipocrático Sobre las epidemias para definir el objetivo de la medicina.
La apelación de Nicias fue desoída: Alcibíades, su rival en política, azuzó los ánimos de los atenienses e hizo votar a favor de una gran expedición que terminó en un desastre, en el que las fuerzas militares menguaron y muchos atenienses murieron. En este episodio vemos claramente, en un momento decisivo para la ciudad, la prueba de que el modelo del médico aparecía en la reflexión política y definía un ideal para la vida política.
El ejemplo también deja ver que había dos maneras de practicar la política. Uno de los oradores piensa en servir a la ciudad y al bien común; el otro está evidentemente movido por la ambición personal. Ahora bien, esta oposición corresponde al hallazgo que hizo Atenas en el transcurso de la guerra del Peloponeso: al lado de las bellezas de la democracia descubre los peligros de la demagogia, de los anhelos personales y de las rivalidades entre los líderes, los peligros de la lucha de los individuos por el poder. Esto queda muy claro en la comparación que Tucídides hace entre Pericles y sus sucesores, en donde habla de estas oposiciones y de estas ambiciones, pero algunos años más tarde, ambas toman un relieve singular en la obra de Platón, y las encontramos en particular y a plena luz en el diálogo Gorgias.
Gorgias, que vivió en esa misma época y provenía de Sicilia, era un maestro de retórica, uno de esos primeros maestros que fueron conocidos como sofistas. Platón no lo ataca de manera directa, pero muestra a los discípulos de Gorgias cada vez más pragmáticos y defensores de la ambición. Sócrates se compara a sí mismo con el médico que quiere salvar a las personas, mejorarlas, incluso si les pide esfuerzos o sacrificios; su opuesto es el adulador, es decir, el cocinero. El médico busca los alimentos sanos y la higiene; el cocinero dirá: “Miren cómo el médico los perjudica dándoles potajes espantosos. Yo por el contrario los complazco”, y el cocinero ganará y el médico será condenado. Es un ejemplo simple pero, al final del mismo diálogo, Sócrates habla de sí mismo, de su enseñanza, y reconoce que si un día fuera acusado ante un tribunal, como un médico por un cocinero, perdería la vida. “Sé bien que tendré que padecer este destino” (Gorgias, 522b).
Estos dos ejemplos son igualmente conmovedores, el del desastre de Sicilia con la apelación al presidente que cuenta Tucídides y el de la muerte de Sócrates evocada con anticipación en el diálogo de Platón. Ambos, el historiador y el filósofo, hablan de un mundo donde dos sistemas políticos se enfrentan, uno comandado por el deseo de procurar el bien, el otro viciado por las ambiciones, las mañas, las rivalidades. La nitidez con la que este problema es definido y puesto bajo la luz en los textos antiguos puede todavía tocarnos, como también el hecho de que seguimos padeciéndolo en la vida política actual.
La comparación con el médico nos muestra el camino del que jamás deberíamos desviarnos y que hay que reencontrar para sobrevivir. No hemos citado, naturalmente, muchas otras referencias. Conozco una tesis italiana que enumera todas las alusiones a la medicina en las tragedias griegas. Aunque en ella también pueden encontrarse trazos múltiples, lo importante es comprender, a través de los dos grandes momentos que he citado, lo que Grecia ha aportado al definir este ideal moral que vale para la política, pero que se inspira en la medicina. Es una contribución notable de los textos griegos, que amerita una reflexión más profunda. Sin embargo, las relaciones entre la medicina y la política no acaban aquí. Lejos de eso. La falta de ambiciones, en efecto, no basta para definir una orientación política, y, a un lado del modelo moral, encontramos el modelo intelectual que ha permitido detallar con precisión ciertas actitudes políticas, cuyo sentido vale todavía hoy.
Quedémonos, no obstante, en el Gorgias, que nos muestra una transición totalmente natural y evidente puesto que Platón no solo define el ideal moral que consiste en buscar el bien sin adular jamás a aquellos con quienes uno tiene que tratar, sino que además opone toda la política que se ha seguido hasta entonces a un principio contrario. Si parece que todo este tiempo hemos hablado de forma abstracta, el ejemplo de Platón es de los más claros: se trata de la grandeza misma de Atenas, y del imperio que adquirió a lo largo del siglo V y que terminó por perder al concluir el siglo. Es necesario darse cuenta de que, habiendo salido victoriosa de las guerras contra los persas, que emprendió al lado de otras ciudades griegas, Atenas se puso a la cabeza como una potencia rectora, pero que esta alianza pronto se transformó en un imperio que reposaba sobre la fuerza. A Platón le parece que este imperio, puesto en peligro por el desastre de Sicilia, es condenable en sí mismo. Los nombres de aquellos próceres, que todavía hoy tenemos en la boca veinticinco siglos después, no ofrecen satisfacción, porque ellos buscaron la hegemonía en lugar de un bien sano y natural para la ciudad. Citaremos el pasaje porque lo interesante que vemos despuntar ahí, de palabra en palabra y de proposición en proposición, es la comparación médica. Aunque la palabra enfermedad no se pronuncia en ningún momento, las similitudes que se establecen con una enfermedad son constantes. Diremos que, como el cocinero mencionado anteriormente, estos grandes hombres han querido servir sabrosos platillos a Atenas y consentirla; pero, escribe Platón, halagaron sus gustos, y Atenas estaba destinada a pagar un precio demasiado alto. Platón escribe, por otra parte, después del desastre que le da la razón: estos son hombres “que han deleitado a los atenienses sirviéndoles todo lo que deseaban; se dice que han engrandecido a Atenas, pero no se ve que este engrandecimiento es, en realidad, una hinchazón malsana. Nuestros grandes hombres de antaño, sin preocuparse de la sabiduría ni de la justicia, han hartado a la ciudad de puertos, arsenales, muros, tributos y otras necedades. Cuando sobrevenga la crisis de agotamiento, se acusará a quienes estén aquí y den consejos, pero se celebrará a los Temístocles, los Cimón, los Pericles”. Ya habrán notado en el pasaje todas esas palabras que nos remiten a la relación entre el médico y el cocinero: han hartado a la ciudad con alimentos en exceso, de donde proviene una “hinchazón malsana”, y habrá un día una “crisis de agotamiento”…
Este texto causa pena a ciertas miradas; parece un poco injusto con la grandeza de Atenas, con lo que ha dejado, con los monumentos de la Acrópolis, con la reina de esta civilización en su apogeo. Pero hay que entender que Platón escribe después de que Atenas, en un error fatal, condenó a muerte a su maestro Sócrates; de modo que permanecerá siempre hostil al imperialismo, a la democracia y a todo lo que considere responsable de la muerte de Sócrates. No hay que quedarse con toda la condena; de ella conservaremos el papel que juega la medicina, el hecho de que no solamente en el orden moral sino también en el orden intelectual deberíamos moldearnos sobre su ejemplo; reflexionar, condenar, curar, inspirándonos en su modelo. Hay aquí algo de reacción visceral tal vez, de malos humores; pero también un análisis intelectual que intenta aplicar en el terreno político el ejemplo de la medicina, y buscar únicamente el bien durable, a cambio de pequeños sacrificios y esfuerzos que lo preparan. ~
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Conferencia en el Ministerio de Salud de Francia impartida el 16 de octubre de 2001 y publicada originalmente por Connaissance Hellénique o ΛΥΧΝΟΣ: Revue de culture grecque pour non-spécialistes.
Traducción del francés de David Noria.
(Chartres, 1913-París, 2010) fue helenista y profesora de lengua y literatura griegas en la Sorbona. Fue la primera mujer miembro del Colegio de Francia y de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras, así
como la segunda de la Academia Francesa