“Fue entonces cuando descubrí los gajitos secos de mandarina. El placer que me dan es sutil, voluptuoso y totalmente inexplicable. Solo me queda explicar cómo los preparo.” En su libro de 1937 Serve it forth, la escritora estadounidense M. F. K. Fisher elige como su “gusto secreto” culinario los gajos de mandarina calentados sobre un radiador y más tarde expuestos al frío de la calle –Estrasburgo en su recuerdo–. Hay que comérselos justo después. El capítulo, lleno de viveza, apenas ocupa tres páginas; por un lado está el enorme mérito de sacar setecientas palabras a partir de algo tan modesto, y por el otro asombra la capacidad de concentrar en tan poco espacio tal cantidad de información y de evocación. Si se disculpa la tediosa alusión a la magdalena, una asociación con Proust no sería tan superficial como podría parecer. Además de la potencia de un sabor más o menos cotidiano como detonante de emociones evocadoras, está el empeño de la autora en sacar de una primera imagen todo lo que esta oculta (una variedad asombrosa de cosas).
Esa muestra de su escritura sirve como atisbo a su obra y también a su vida. Aquí la autora se acuerda de los meses que vivió en Estrasburgo con su primer marido, Alfred Young Fisher, de quien tomó el apellido. Ella había nacido como Mary Frances Kennedy en Michigan, en 1908. A los cuatro años su familia se trasladó a California, donde su padre se hizo cargo de un periódico en el que Mary Frances y sus hermanos trabajaron cuando fueron un poco mayores. Cuando empezó los estudios superiores fue dando tumbos de universidad en universidad hasta que conoció a Al Fisher. Mary Frances tenía veintiún años cuando se casaron. Inmediatamente se trasladaron a Dijon, donde él se dedicaba a su doctorado y a escribir un poema inspirado en la Biblia y en Ulises, y ella a estudiar pintura y escultura en la Escuela de Bellas Artes. Aficionada a la cocina ya venía de América, pero en Francia entró en contacto con otra manera de tratar la comida. Más adelante volvería a vivir en el sur de Francia, ya con sus hijas. Los desplazamientos entre Europa y América fueron frecuentes a lo largo de su vida. En fin, la mudanza a Estrasburgo resultó deprimente y quizá fatal para el joven matrimonio, aunque no me resisto a contar lo que hicieron cuando se dieron cuenta de que no les llegaba el dinero para alquilar una casa más agradable: se fueron a pasar unos días a la pensión más cara de la misma ciudad. Esa voluntad de sacar el máximo disfrute a partir de aquello de lo que se dispone, por escaso que sea, no es solo una máxima coquinaria sino también una divisa explícita de M. F. K. Fisher.
De vuelta en América los Fisher acabaron divorciándose (se casaría dos veces más). Mary Frances empezó entonces a publicar libros y artículos que aparentemente trataban sobre cocina y comida. Y así era: son una fuente completa y bien informada de consejos y recetas, pero la información se encuentra diseminada a lo largo de arrebatadoras páginas, sorprendentes, muy divertidas, emocionantes, que hilan recuerdos, opiniones, pataletas, fragmentos en fin de toda clase en un tono que normalmente se asocia a temas menos fragantes, menos masticables, menos domésticos, menos útiles. El caso de M. F. K. Fisher no es el de la mujer que ha tenido que desarrollar su talento en un ámbito tradicionalmente femenino, y ahí queda su trabajo semiescondido para quien sepa verlo, como sucede también en los casos de censura. Su interés por la cocina y por el placer de los sentidos es genuino y central, y no es una metáfora de otra cosa. Ella se ha propuesto investigar en el misterio de la alimentación y en sus vínculos con nuestras emociones, y lo hace a fondo. Por supuesto para hacerlo tiene que referirse a todo lo que afecta al ser humano, como las relaciones con los demás, las ilusiones y desilusiones, el amor, el sexo, el azar, la historia, la familia, las pasiones altas y bajas… Al zambullirse tan desinhibidamente en un tema que a menudo se ha tomado por pedestre, aunque estuviese haciendo saltar las costuras de un género, M. F. K. Fisher corría el riesgo de encerrarse en un gueto literario. Lo sabía perfectamente; a menudo se la cita explicando que le preguntaban por qué escribía sobre comida en lugar de hablar de los grandes temas, como el amor o la lucha por el poder, y ella contesta que porque, como la mayor parte de los seres humanos, tiene hambre. También me ha chocado no encontrar ninguna entrevista suya entre el archivo de The Paris Review, porque publicó casi sin descanso hasta su muerte en 1992, y a lo largo de una treintena de libros –entre ellos, la traducción al inglés de la Fisiología del gusto de Brillat-Savarin– acabó por hacerse un nombre muy asentado. Por ejemplo, el libro de artículos de Foster Wallace Consider the lobster parafrasea el título del libro de ella Consider the oyster. Por otro lado, la lectura de sus libros, pienso ahora, puede tomarse como una larga conversación con ella, por la compañía que hacen y por lo presente que se vuelve a través de sus frases ingeniosas, pulidas, desengrasadas, deliciosas, fibrosas, nutritivas, chispeantes. Su capacidad de recomponer escenas vívidas a partir del recuerdo de una cena o de un bocadillo disfrutado al final de una excursión es tan asombrosa que en unas pocas páginas ya nos hace creer que hemos compartido con ella momentos memorables, y transmiten la sensación de una vida larga y bien aprovechada, tanto en compañía como en soledad, que atraviesa guerras y periodos de paz, en la esfera social, y en lo íntimo alegrías y sinsabores y los sentimientos y estados propios de las sucesivas edades de la vida, y nos deja la sensación satisfecha y anhelante que a veces creemos que solo procede del estómago, pero que corresponde a todo nuestro ser. ~
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).