Momento Spinoza

La racionalidad heterodoxa de Spinoza y su individualismo cooperativo hacen de él un aliado esencial para restablecer la fortaleza de la democracia.
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El liberalismo está desactualizado. Ha perdido su capacidad para emitir respuestas a los problemas de nuestro tiempo. Volcado históricamente sobre la acción, ha descubierto entrado el siglo XXI su impotencia ante la complejidad de un tiempo que no admite soluciones lineales, sobre todo si fueron pensadas a partir de un individualismo que se basaba en la virtud o el egoísmo.

Si quiere reconectar con nuestra época, el liberalismo tiene que darle un nuevo significado a su propósito. Salir de la monotonía utilitaria y contractualista a la que le ha llevado la exaltación del activismo individual. Tiene también que acertar con una nueva paleta de color más humana y reflexiva, más crítica frente a los poderes y más inclinada a la alteridad solidaria.

Spinoza puede ser el soporte de un liberalismo humanista que dé respuesta a las incertidumbres que nos plantea el furioso siglo XXI. El individualismo cooperativo que aloja su pensamiento podría ser una declaración de principios frente al “colmo de la barbarie” que nos acecha, capaz de devolvernos la esperanza en el futuro.

¿Por qué entonces Spinoza? Porque si queremos neutralizar la amenaza de los populismos y los autoritarismos, hay que restaurar los fundamentos éticos de la dignidad personal. Una condición que debe ser abordada solidariamente. Como advertía el propio Spinoza, los seres humanos, si se ven olvidados en su vulnerabilidad, “tienden por naturaleza a conspirar” contra los gobiernos democráticos impelidos “por un mismo miedo o el anhelo de vengar un mismo daño”.

Por eso Spinoza no dudaba en pensar la sociabilidad desde una lógica de cooperación, sostenida en el entendimiento libre y la tolerancia. Desde esta perspectiva, el liberalismo puede recuperar la generosidad altruista que lo vio nacer como liberalidad. Necesitamos una democracia hospitalaria como la que pensaba Spinoza. Que resista el intento populista que busca demolerla y establecer un sistema en donde el resentimiento funcione como eje de legitimidad autoritaria.

Como comentaba Enrique Krauze en uno de los diálogos que mantuvimos en Spinoza en el Parque México, el liberalismo priorizó a Locke y desechó a Spinoza, su contemporáneo. Sucedió de ese modo porque las revoluciones atlánticas sintonizaron mejor con el primero y, después, la historia pareció darle la razón frente Spinoza. Al menos hasta que llegó el siglo XXI. Entonces, los acontecimientos desbarataron uno tras otro los argumentos de la modernidad que el inglés supo definir tan bien y han abierto una oportunidad para que las ideas de Spinoza tengan su momento.

Las soluciones que el exitoso programa de Locke ofreció a la democracia son insuficientes actualmente. Eso hace que su liberalismo no conecte con el presente, lo que nos obliga a pensar nuevamente cuáles son las respuestas para los problemas de nuestro tiempo, si las hay.

Se necesita otra filosofía y otra disposición para formularla. Es difícil creer que el individualismo virtuoso de Locke y su puritanismo burgués y autocomplaciente vengan en nuestra ayuda. Es precisamente aquí donde Spinoza gana importancia desde su racionalidad heterodoxa y cabalista a la vez, al ofrecernos un individualismo cooperativo que busca soluciones colectivas desde una tolerancia capaz de tender puentes y que, para sumar voluntades, sabe que el entendimiento es insuficiente pero no impotente.

Esta idea lo llevó a fundamentar mejor la legitimación social de la democracia, especialmente cuando soportaba momentos críticos que la debilitaban. Lo ejemplar es que Spinoza lo hizo llevado por la convicción de que vivir en un país democrático en la Europa del siglo xvii era algo dichoso a pesar de todo. Una convicción que deberíamos hacer nuestra cuando la guerra híbrida desatada por Putin en Ucrania amenaza la continuidad de nuestra resistencia democrática en Europa y fuera de ella. Algo sucede cuando miramos alrededor y vemos que el club de democracias plenas se reduce peligrosamente.

Spinoza defendió la democracia holandesa cuando soportaba los riesgos de una invasión, una insurrección populista y un golpe cesarista. Apeló a sus conciudadanos a luchar por la libertad que disfrutaban. Era una rara “dicha vivir en un Estado libre, donde se concede a todo el mundo libertad para opinar según su propio juicio, y donde la libertad es lo más apreciado y lo más dulce”. Aquella reflexión debe recordarse a pesar de las dificultades de gobernarnos en libertad cuando nos acompañan tantas desdichas.

La Holanda de Spinoza tenía que hacer grandísimos sacrificios para mantener su libertad y preservar la paz. Vivía una democracia conflictiva, abierta en canal por pasiones que habían sido activadas por las crisis responsables de desestabilizar un capitalismo emprendedor como el de Ámsterdam. Instalada en una polarización que obstaculizaba el gobierno, la ciudad padecía insurrecciones que protagonizaban un calvinismo radicalizado por el entusiasmo religioso y un poderoso partido cesarista que clamaba por dar todo el poder a la Casa de Orange para instaurar un gobierno autoritario.

Lejos del desaliento, Spinoza pensó cómo hacer viable la democracia en medio de la adversidad que la asfixiaba. Para él, la democracia, incluso cercada y amenazada, era preferible al autoritarismo, ya fuera de masas o de un líder supremo. La causa está en que el autoritarismo confunde paz con esclavitud. La paz, para Spinoza, es la concordia inestable que ofrece la democracia cuando institucionaliza la precariedad de la existencia individual, gracias a la cooperación de entendimientos libres que se saben más fuertes juntos que separados o enfrentados entre sí. En vista de que son las diferencias las que hacen posible nuestro entendimiento, solo desterrando el odio y siendo tolerantes se puede lograr esta cooperación.

La democracia no nace, por tanto, de un contrato de intereses que se colectiviza. Surge de forma natural. Basta que dos personas se pongan mutuamente de acuerdo y unan sus fuerzas para, juntas, tener más poder y más derecho que cada una aislada. Precisamente, esta cooperación que surge del reconocimiento de la propia vulnerabilidad hace más legítima la toma de decisiones, porque, al basarse en una ayuda solidaria de entendimientos libres, tiene más capacidad para acertar en la solución que la que brota del entendimiento aislado de un caudillo, o del entusiasmo irracional de un grupo que comparte el mismo resentimiento, miedo o intolerancia frente a otros.

Spinoza no dudaba en insistir que un gobierno democrático tiene siempre a su favor una mayor potencia de estabilidad y legitimidad, en razón de que sus decisiones en la cooperación de un entendimiento libre y compartido de los problemas, así como de una capacidad común para comunicarlo y reflexionarlo juntos. Esto hace que tenga en cuenta el juicio de todos a la hora de ofrecer soluciones. De ahí la centralidad del respeto a la libertad de pensamiento, que es previa a cualquier otra. Defenderla es una necesidad, ya que sin ella no puede haber una verdadera cooperación cívica porque no hay mentes libres que habiten cuerpos obedientes.

En esto radica la superioridad epistemológica que Spinoza atribuye a la democracia sobre cualquier otra forma de gobierno. Mucho tiempo después, Karl Popper asumiría una tesis similar cuando invoca la primacía del modelo científico, basado en el ensayo y error, como presupuesto de una sociedad abierta. Spinoza anticipa la idea al admitir que “los ingenios humanos son demasiado cortos para comprender todo al instante”, circunstancia que allana el camino a la cooperación de las inteligencias individuales que se da en una democracia. Y es que solo “consultando, escuchando y discutiendo, y a fuerza de ensayar todos los medios”, se logra finalmente lo que todos buscamos y aprobamos, y “que nadie había pensado antes”.

Es cierto que Spinoza no evitó la derrota de la democracia que lideraban los hermanos De Witt en 1672. Sin embargo, este hecho no invalida, en mi opinión, la oportunidad del momento spinozista del que he hablado. Veo en nuestros días una posibilidad de encontrar en Spinoza un aliado para restablecer la fortaleza de la democracia mediante una restauración igualitaria de su sociabilidad. Necesitamos entonces ir más allá del cálculo racional, del egoísmo o la virtud que siguen inspirando los modelos que esgrime el contractualismo liberal en cualquiera de sus versiones.

La apelación a la igualdad se conectaría con el individualismo que está en el corazón del pensamiento de Spinoza para movilizarlo más intensamente hacia la cooperación libre y amistosa con los demás. Sin embargo, esta potenciación de la democracia puede frustrarse si no se comprende que, en tiempos de adversidad como los que vivimos, ganamos todos si sumamos voluntades a partir de nuestro entendimiento individual. Ahora bien, esto no vendrá por sí solo. Antes hay que neutralizar la desigualdad que ha destruido las clases medias y espolea el resentimiento y el miedo, materia prima de los populismos. Necesitamos, por tanto, corregir los déficits de igualdad y eficacia, que minan la legitimidad política de la democracia.

Para conseguirlo, la lucha contra la desigualdad cuantitativa y cualitativa que debilitan la cooperación es básica. Esto nos llevaría otro artículo, pero baste recordar ahora cómo Spinoza insistía en coser las heridas divisivas provocadas por las experiencias de desigualdad que nacían de saberse solo en la necesidad y en la vulnerabilidad. Y es que, pensaba el holandés, la energía unitaria de la democracia solo crecerá si todos sus miembros asumen que los derechos permanecen incólumes cuando son “defendidos por la razón y el común afecto de los hombres”.

Ojalá que el Spinoza de Enrique Krauze que celebramos con este número de Letras Libres no se quede estático en el Parque México como si este fuera un bello invernadero para sus ideas. Necesitamos que la sabiduría heterodoxa de aquel increíble marrano sefardí salga del barrio mexicano de La Condesa y revitalice la democracia de todos con su aliento de libertad y tolerancia. En él está nuestra esperanza y, quizá, sin saberlo nuestro destino. ~

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(Santander, 1966) es consultor, escritor y profesor universitario. Su libro más reciente es 'El liberalismo herido' (Arpa, 2021).


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