En el discurso de apertura del curso académico 1993-1994 en la Universidad Centroeuropea de Budapest, el historiador británico Eric J. Hobsbawm afirmó que la historia era “la materia prima de la que se nutren las ideologías nacionalistas, étnicas y fundamentalistas, del mismo modo que las adormideras son el elemento que sirve de base a la adicción a la heroína”. El pasado es imprescindible, insistía el autor, para los nacionalismos; el pasado legitima y, “cuando no hay uno que resulte adecuado, siempre es posible inventarlo”. El historiador debía reaccionar frente a los intentos de sustituir la historia por el mito y por la invención y denunciar los anacronismos derivados de la ideología. Siempre existía la posibilidad, en sus palabras, de que los estudios históricos “se conviertan en fábricas clandestinas de bombas como los talleres en los que el ira ha aprendido a transformar los abonos químicos en explosivos”. Sabias opiniones, las aquí citadas, de un académico que denunció en muchas ocasiones los peligros del nacionalismo. Esta actitud le impulsaba a estudiar y comprender este fenómeno central de la época contemporánea. Se convirtió en referente ineludible, junto con Ernest Gellner o Benedict Anderson, entre los teóricos y analistas del nacionalismo denominados modernistas o constructivistas. Tenían los historiadores, en opinión de Hobsbawm, una gran responsabilidad a la hora de criticar los abusos políticos e ideológicos de la historia. Todos estos temas estaban ya en la base de una de sus obras más comentadas y polémicas: Naciones y nacionalismo desde 1780 (1990). Una de las frases más contundentes y acertadas que podían encontrarse en aquellas páginas –y que, en España, levantó grandes sarpullidos entre historiadores y pseudohistoriadores nacionalistas– era la siguiente: “Ningún historiador serio de las naciones y el nacionalismo puede ser un nacionalista político comprometido.”
((Eric Hobsbawm, “Dentro y fuera de la historia”, en Sobre el nacionalismo, edición e introducción de Donald Sassoon, Barcelona, Crítica, 2021, pp. 29-41. Eric J. Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 1991, p. 20.))
Las reflexiones de Hobsbawm resultan muy pertinentes a la hora de analizar el tratamiento de la historia por parte de los nacionalistas en Cataluña. En una de sus libretas de apuntes varios, reproducidas en Notas para unas memorias que nunca escribiré (2021), afirmaba Juan Marsé, con fecha de 24 de mayo de 2012: “Catalunya es un país que añora un pasado propio que no existió nunca.”
{{Juan Marsé, Notas para unas memorias que nunca escribiré, edición y prólogo de Ignacio Echevarría, Barcelona, Lumen, 2021, p. 229.}}
Añoranza y obsesión, me permito añadir a la frase de este gran narrador, que explican un uso y un abuso casi enfermizos –o, quizá, sin el casi– por parte del nacionalismo catalán desde sus orígenes. En uno de los actos de la conmemoración del Milenario del supuesto nacimiento político de Cataluña, en 1988, celebrado en noviembre en el Hotel Ritz de Barcelona y específicamente dedicado a la religión y a los diez siglos del alumbramiento de marras, Marta Ferrusola, la esposa del entonces presidente de la Generalitat catalana Jordi Pujol, aseguró que “nuestra fe se alimenta con la lectura de los evangelios, nuestro nacionalismo se alimenta con nuestra historia”. Los gobernantes nacionalistas catalanes impulsaron aquel año esta celebración con grandes fastos: el “pueblo” catalán, sostenían, había nacido como nación en 988 por la negativa del conde barcelonés Borrell II a rendir homenaje al franco Hugo Capeto. Desde un punto de vista histórico era, evidentemente, un magno despropósito. En sus memorias, Jordi Pujol evocaba aquel momento: “En 1988, el mismo año del segundo centenario de Carlos III, quise conmemorar esa efeméride de mil años de antigüedad. […] Quise recordar al pueblo de Cataluña que veníamos de lejos y de un origen modesto.” Este “pueblo” había nacido hacía más de mil años como nación, sostenía el mandatario catalán.
((Jordi Canal, Con permiso de Kafka. El proceso independentista en Cataluña, Barcelona, Península, 2018, pp. 260-262. Jordi Pujol, Memòries. Temps de construir (1980-1993), Barcelona, Proa, 2009, pp. 146-151.))
No menos disparatadas fueron, un cuarto de siglo después, en 2014, las celebraciones que hizo la Generalitat independentista del tercer centenario de la supuesta derrota catalana en la Guerra de Sucesión. Presentando como una guerra contra Cataluña lo que fue, en realidad, un conflicto sucesorio, internacional y civil, y, asimismo, como el final de un Estado catalán que nunca existió como tal, los nacionalistas señalaban el año 1714 como punto de referencia ineludible de su cultura y de su ser. En el discurso de inauguración del programa de actos previstos para el Tricentenario 1714-2014, en enero de 2014, el presidente de la Generalitat Artur Mas sostuvo que la historia era uno de los pilares principales o fundamentos de “nuestra nación”. El hecho de que un buen número de historiadores aceptara participar acríticamente en los festejos de 2014, dirigidos por una pareja de cómicos y empresarios televisivos habituales de tv3 –Miquel Calçada, alias Mikimoto, y Toni Soler–, dice muy poco en favor de nuestra profesión.
((Jordi Canal, Con permiso de Kafka…, op. cit., pp. 253-258. Jordi Canal, “El nacionalismo catalán como populismo: aproximación a los discursos de Artur Mas en 2014”, Cuadernos de pensamiento político, 49, 2016, pp. 51-66.))
Una sociedad enferma de pasado
Tiene la historia, en Cataluña, una dimensión muy especial a la hora de pensar el presente y el futuro. Se trata, como afirmara Ricardo García Cárcel, de una sociedad enferma de pasado.
{{Ricardo García Cárcel, La herencia del pasado. Las memorias históricas de España, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2011.}}
El nacionalismo tiene buena parte de responsabilidad en esta dolencia, puesto que la historia, junto con la lengua, constituyen la base de la definición nacional de Cataluña. Quizás no sea ninguna casualidad el notable número de historiadores metidos, en los tiempos recientes, a políticos nacionalistas, como Oriol Junqueras, Joaquim Nadal, Santi Vila, Julià de Jòdar, Jaume Sobrequés, Agustí Colomines, Xavier Domènech, Ferran Mascarell o Aurora Madaula. Historiadores o no, en cualquier caso, muchos políticos catalanes gustan de hablar y pontificar –y, frecuentemente, mentir y adoctrinar– sobre el pasado. No otra cosa hizo el consejero de Interior de la Generalitat, Miquel Buch, el 11 de septiembre de 2018. En unas declaraciones a la cadena de radio Cope, explicó que Cataluña “tiene una de las democracias más antiguas de Europa” y que, en 1714, “el Estado español invadió Cataluña por la fuerza”.
{{https://cutt.ly/06AuXM3, consultado el 12 septiembre 2018. https://cutt.ly/g6Au8xB, consultado el 12 de septiembre de 2018.}}
Ambas afirmaciones constituyen una burda manipulación que no puede resistir ningún análisis histórico crítico y serio. Mito, mentira e historia se han confundido siempre en la historia de Cataluña. El filósofo Josep Ferrater Mora advertía a sus compatriotas, ya en 1955, que el pasado debía ser pasado y no un reflejo de un melancólico recordatorio cualquiera; si no, aseguraba, “enfermaremos de pasado” y va a resultar difícil sanar de esa traidora dolencia.
((Josep Ferrater Mora, Reflexions sobre Catalunya [1955], en Les formes de la vida catalana, Barcelona, Selecta, 1960 (3ª ed.), pp. 93-104.))
Historia y nacionalismo han mantenido y siguen manteniendo hoy relaciones profundamente viciosas en Cataluña. Cierto es que el uso y el abuso de la historia constituyen características fundamentales de todos los nacionalismos, pero en el caso de Cataluña esta circunstancia llega hasta puntos obsesivos y delirantes. Sirvan como ejemplo los intentos burdos, indocumentados y ahistóricos de Jordi Bilbeny, Víctor Cucurull, Pep Mayolas, Albert Codines y el Institut Nova Història de catalanizar a Santa Teresa, Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Ignacio de Loyola, Leonardo da Vinci, Erasmo de Rotterdam, El Bosco, Miguel de Cervantes y el Quijote. Denuncian un magno e imaginario complot español para apropiarse de la grandeza catalana. La entidad ha recibido jugosas subvenciones y premios de entes nacionalistas y el apoyo público de políticos como Jordi Pujol, Josep Rull, Jordi Puigneró o Josep-Lluís Carod-Rovira. Un par de libros publicados recientemente desmontan de raíz las pretensiones de estos historietólogos, como los denomina Alberto Reig Tapia. En El desafío secesionista catalán. El pasado de una ilusión (2021), este historiador presenta un análisis sólido, documentado y convenientemente contextualizado. En cambio, los trabajos reunidos en Pseudohistòria contra Catalunya (2020), a pesar de su interés, están integrados en un conjunto profundamente tramposo, puesto al servicio del nacionalismo dominante. Critican duramente a los llamados pseudohistoriadores de la “nova historia” para dar mayor legitimidad a los desmanes cometidos por los académicos nacional-nacionalistas. Una tosca maniobra a cargo de aprendices de historiador y de filólogo, en fin de cuentas, como Vicent Baydal, Cristian Palomo o, entre otros, Lluís Ferran Toledano. Otro pseudohistoriador, aunque de estilo distinto al de la manida nueva historia, Joan B. Culla, apoyó mediáticamente esta burda operación.
(( Alberto Reig Tapia, El desafío secesionista catalán. El pasado de una ilusión, Madrid, Tecnos, 2021. Vicent Baydal y Cristian Palomo (coords.), Pseudohistòria contra Catalunya. De l’espanyolisme a la Nova Història, Vic, Eumo Editorial, 2020. Josep Playà, “Los expertos alertan contra los ‘fakes’ de Nova Història”, La Vanguardia, 21 de febrero de 2020: https://cutt.ly/X6AowFA, consultado el 23 de febrero de 2020.))
Los nacionalistas catalanes otorgan una gran importancia a la construcción de un relato del pasado, generador de identidad y sustentador de intereses y proyectos políticos. La historia ha resultado un instrumento fundamental en el proceso de nacionalización de la sociedad. El relato nacional-nacionalista de la historia de Cataluña ha sido en el siglo XX, y continúa siendo en el siglo XXI, hegemónico. Los historiadores, en concreto, han tenido un papel notable en su elaboración, difusión y justificación. Este relato ha sido pergeñado por los historiadores para el nacionalismo catalán o bien simplemente apropiado por este, con o sin permiso: desde el neorromanticismo patriótico conservador de Ferran Soldevila al nacional-comunismo romántico de Josep Fontana y Borja de Riquer, sin olvidar a autores como Antoni Rovira i Virgili o Jaume Sobrequés, ni tampoco los precedentes provincialistas o regionalistas de Víctor Balaguer y otros en el siglo XIX. No ha sido menor, en el asentamiento del relato, la contribución de historiadores extranjeros, como el marxista francés Pierre Vilar.
{{Jordi Canal, La historia es un árbol de historias. Historiografía, política, literatura, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014, pp. 54-60.}}
Un par de cuestiones singularizan el caso catalán por lo que a las relaciones entre nacionalismo, historia, historiadores y relato histórico nacional se refiere: por un lado, la no distinción entre lo que los franceses denominaron roman national, esa historia en la que abundan los mitos, las invenciones y la voluntad nacionalizadora, y la historia tout court; y, de otro, la no denuncia por parte de la mayoría de historiadores académicos, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, en el País Vasco, del relato nacional-nacionalista.
En el relato histórico nacional-nacionalista, Cataluña constituye una viejísima nación que se dotó pronto, entre la época medieval y la moderna, de un Estado, siempre acechado por Castilla-España y en vías de convertirse, a finales del siglo XVII, en un modelo de democracia. El 11 de septiembre de 1714 supuso el fin de una nación y de un Estado. La nación revivió en el siglo XIX, con la Renaixença en lo cultural y con el catalanismo y el nacionalismo en lo político. El Estado propio se convirtió, en cambio, en los siglos XX y XXI, en una deseada e irrenunciable aspiración, a corto, medio o largo plazo. En estos más de mil años de historia hubo, supuestamente, momentos de desnacionalización –el Compromiso de Caspe (1412), verbigracia– y, por encima de todo, mucha resistencia frente a los ataques permanentes de Castilla-España, que fueron evidentes, según reza el relato, en las derrotas de 1714 o 1939.
Construir una nación
En Història de Catalunya, un librito de 2007 publicado por Jaume Sobrequés, uno de los personajes que se esfuerzan en ejercer como supuestos intelectuales orgánicos del nacionalismo independentista, puede leerse que el historiador adquiere un compromiso con su país, “sirviendo hasta donde sea posible la verdad”. Cataluña, escribe, es “una nación sin Estado propio, pero que lo tuvo a lo largo de casi mil años y que quiere y debería poder ejercer el derecho a decidir si desea volver a tenerlo”. El presentismo resulta flagrante. El objetivo del volumen es el de mostrar cómo se configura una nación –en el siglo XI existían, se nos dice, los rasgos que caracterizan “una realidad nacional”–, dotada de un Estado propio, un Estado-nación consolidado ya en el siglo XIII. Este Estado “soberano”, no sometido a Castilla, fue permanentemente agredido hasta conseguir su destrucción a principios del siglo XVIII. Cataluña iba a luchar constantemente desde 1714 por recuperar “lo que como colectivo nacional perdió después de la derrota”. La secesión constituye el final del proceso.
((Jaume Sobrequés i Callicó, Història de Catalunya, Barcelona, Base, 2007, pp. 5-8, 44, 89, 110 y 183.))
En 2014 veía la luz La formació d’una identitat. Una historia de Catalunya, de Josep Fontana, fallecido en 2018. Hacia el año 1000, sostiene este autor, en las tierras catalanas “no existía Estado, pero existían los fundamentos de una nación”, mientras que en el siglo XIII tuvo lugar “un avance todavía más importante en la historia de nuestra formación como pueblo: el que llevó a convertir Cataluña en el primer Estado-nación moderno de Europa”. En 1714, los gobernantes y administradores castellanos consiguieron “poner fin al Estado catalán; pero el conjunto de las características que a lo largo de casi mil años habían configurado una identidad propia que caracterizaba al pueblo, o a la nación, de los catalanes resistirían en unos primeros momentos”. El sentimiento nacional, asegura Fontana, ha perdurado en el tiempo y “ha llegado en plena vigencia al presente, habiendo resistido quinientos años de esfuerzos de asimilación, con tres guerras perdidas –el 1652, el 1714 y el 1939–, sometido a unas largas campañas de represión social y cultural, que todavía hoy siguen”.
(( Josep Fontana, La formació d’una identitat. Una història de Catalunya, Vic, Eumo Editorial, 2014, pp. 13, 35, 226 y 427.))
Desde un punto de vista estrictamente histórico, sin embargo, ni Cataluña es una antigua nación, ni el primer gran Estado-nación de Europa, ni fue un Estado –Cataluña, que formaba parte de una agrupación política mayor, la Corona de Aragón, ha apuntado John H. Elliott, no puede ser considerada ni un Estado completo ni soberano–,
{{John H. Elliott, Scots and Catalans: Union and Disunion, New Haven, Yale University Press, 2018}}
ni un modelo de democracia en el siglo XVII e inicios de la centuria siguiente, ni la Guerra de Sucesión o la Guerra Civil española fueron guerras contra Cataluña.
{{Jordi Canal, Historia mínima de Cataluña, Madrid, Turner, 2015.}} Asimismo, tampoco resulta posible pensar una historia de Cataluña al margen de la española, como se hace en la Història mundial de Catalunya (2018) dirigida por Borja de Riquer y prologada por Josep Ramoneda. Se aprovecha la vaguedad teórica y metodológica de la llamada “historia mundial” para disimular lo hispánico. Resulta curioso y significativo constatar que esta obra constituye justo lo contrario de lo que buscaba Patrick Boucheron con la Histoire mondiale de la France (2007), cuyo modelo formal imita: huir de la historia nacional e identitaria.
((Borja de Riquer (dir.), Història mundial de Catalunya, Barcelona, Edicions 62, 2018. Patrick Boucheron (dir.), Histoire mondiale de la France, París, Éditions du Seuil, 2007.))
En el relato nacional-nacionalista y en la obsesión nacionalista por la existencia de una viejísima nación llamada Cataluña tiene un papel importante la implicación política futura que de este hecho se deriva. El nacionalismo catalán ha definido, desde sus orígenes a finales del siglo XIX, a Cataluña como una nación y a España como un Estado, pero no una nación. Lo natural frente a lo artificial. A cada nación, un Estado, apuntaba Enric Prat de la Riba en La nacionalitat catalana (1906), su obra teórica fundamental y una de las referencias esenciales del catalanismo. Para este político, “del hecho de la nacionalidad catalana nace el derecho a la constitución de un Estado propio, de un Estado Catalán”.
{{Enric Prat de la Riba, La nacionalitat catalana, Barcelona, rba, 2013, p. 111.}}
De ahí la necesidad de reconocer a Cataluña como una nación. La nación abre las puertas del Estado: nos encontramos ante una cuestión política firmemente anclada en la historia. El nacionalismo es una construcción y la nación una construcción de los nacionalistas. Antes del siglo XX no existía ninguna nación, en el sentido político contemporáneo –la aplicación del término sin más al pasado es un abuso historiográfico y una evidente trampa–, llamada Cataluña. Fueron los nacionalistas los que, a partir de finales de la década de 1890, se lanzaron al proyecto de construir una nación y de nacionalizar a los catalanes. Este proceso se hizo contra la nación española y con formas no muy distintas a las aplicadas por los Estados-nación del siglo XIX.
{{Jordi Canal, Con permiso de Kafka…, op. cit., pp. 31-124. Jordi Canal, “Entre el autonomismo y la independencia: nacionalismo, nación y procesos de nacionalización (1980-2015)”, en Isidro Sepúlveda (ed.), Nación y nacionalismos en la España de las autonomías, Madrid, BOE-Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2018, pp. 77-108.}}
La vieja nación catalana es, en fin de cuentas, un mito.
Ya en 1938, el periodista Agustí Calvet, más conocido como Gaziel, aseguraba en su exilio parisino que las obras que sustentaban este relato nacional-nacionalista, a pesar de basarse en hechos reales, no contaban la verdadera historia de Cataluña, sino la historia del sueño de Cataluña. Gaziel hacía referencia sobre todo a la Història de Catalunya (1934-1935), del ya citado Soldevila, un libro bello e inflamado de “fe catalanesca”. Insistía el autor en que a lo largo de algo más de mil años de historia, Cataluña nunca había existido como entidad política. La imagen de Gaziel era muy gráfica: el arca maravillosa que guardaba los sueños patrióticos de los catalanes nacionalistas de su época no había existido nunca en el pasado. Las historias elaboradas desde 1870 narraban hechos reales, sostenía, pero los atribuían a una entidad política y orgánica que era un auténtico “fantasma”, esto es, “Cataluña considerada como un Estado catalán”. Gaziel criticaba en estas historias de Cataluña, impregnadas de ideal nacionalista, que hicieran converger todos los acontecimientos del pasado hacia la necesidad apriorística de obtener, en tanto que coronación, la plenitud de la nacionalidad catalana en una forma estatal. El ejemplo más claro era, desde el mismo título, la Història nacional de Catalunya de Antoni Rovira i Virgili. Con el calificativo “nacional”, que era un espejismo antihistórico, se introducía una valoración puramente actual en el proceso analizado. Las palabras de hoy no poseían ningún significado ayer, o bien expresaban con harta frecuencia otra cosa. Nada tenía que ver, como aseguraba Gaziel, la nació cathalana de la que hablaba Ramón Muntaner en el siglo XIV con la nacionalitat catalana de Enric Prat de la Riba, ya en el siglo XX. La idea del segundo no era una continuidad de la del primero, sino una radical subversión provocada por la emergencia del nacionalismo. Toda historia nacionalista –o absolutista, o fascista, o federalista– era, simple y llanamente, una historia falsa.
((Agustí Calvet (Gaziel), “Introducció a una nova història de Catalunya”, en Quina mena de gent som. Quatre assaigs sobre Catalunya i els catalans (1938-1947), Barcelona, Pòrtic, 2009, pp. 71-119.))
¿Historiadores o militantes?
El relato nacional-nacionalista fue cuestionado por algunos historiadores en el siglo XX. Los intentos parcialmente renovadores de Jaume Vicens Vives en las décadas de 1930, 1940 y 1950 –a pesar de una obra tan esencialista como Notícia de Catalunya (1954)– o de otros historiadores, ya desde el marxismo, en las de 1970 y 1980, con un intenso trabajo de deconstrucción de los mitos nacionales, no consiguieron, sin embargo, desplazar al discurso victimista dominante. Fue una época, esta última, en la que las maneras de hacer historia fueron revisadas. La historiografía catalana mostraba entonces un gran dinamismo y los debates entre historiadores alcanzaron un nivel notable.
{{18 Enric Ucelay Da Cal, “La historiografia dels anys 60 i 70: marxisme, nacionalisme i mercat cultural català”, en La historiografia catalana. Balanç i perspectives, Gerona, cehis, 1990, pp. 53-89, y, del mismo autor, “Una visió de conjunt impossible? Reflexions sobre l’última dècada de la historiografia catalana”, L’Avenç, 165, 1992, pp. 59-63.}}
La revista mensual L’Avenç desarrolló desde sus inicios, en la segunda mitad de los años setenta, un muy destacado esfuerzo desmitificador. Esta publicación, que fue una gran referencia para los historiadores catalanes y para los no catalanes desde el número 1, de 1977 –existe un número 0, del año anterior–, perdió todo interés historiográfico al entrar en el siglo XXI cuando se puso, bajo la batuta de Josep Maria Muñoz, al servicio del independentismo procesista y la acrítica historia nacional-nacionalista. En abril de 2023 salió, en un triste final, su último número.
Desde la última década del siglo pasado han regresado con fuerza inusitada algunos de los caracteres y problemas de la historia nacional militante. Ello resulta especialmente evidente en las obras de síntesis sobre la historia de Cataluña, en los textos de divulgación y, asimismo, en el amplio uso político que del pasado se está haciendo día tras día. Tres razones me parecen fundamentales a la hora de intentar explicar el cambio de rumbo de la historiografía catalana a principios de la década de 1990. En primer lugar, el éxito del proceso renacionalizador pujolista y su gran interés e inversiones en la historia –entre los asesores de Pujol estaban los historiadores Josep Termes y Josep M. Ainaud de Lasarte– como pilar de un proyecto nacional. A preguntas de un historiador, el entonces presidente de la Generalitat de Catalunya, Jordi Pujol, aseguraba que existe “una línea que pasa por Narcís Feliu de la Penya, Jaume Vicens Vives y Pierre Vilar, que es la que yo he seguido”.
{{Entrevista de Josep M. Muñoz a Jordi Pujol, en L’Avenç, 258, 2001, pp. 55-64. La cita, en p. 58. Jordi Pujol, La personalidad diferenciada de Catalunya. Historia y presente, Barcelona, Generalitat de Catalunya, 1991.}}
Todas estas circunstancias generaron numerosos puestos, encargos, subvenciones y ayudas varias, bien aprovechadas por algunos profesionales de la historia. La crisis y el hundimiento del marxismo, en segundo lugar, que iba a llevar a muchos historiadores catalanes a abrazar el nacionalismo como fe de sustitución o, simplemente, complementaria. Ernest Lluch aludía, en 1994, al “pujolismo-leninismo”.
{{Ernest Lluch, “Pujolismo-leninismo”, La Vanguardia, 13 de enero de 1994, p. 15, y “Leninistas pujolistas”, La Vanguardia, 10 de febrero de 1994, p. 17.}}
El nacional-comunismo ha florecido en Cataluña. En puridad, no ha existido, como suponen algunos observadores, un supuesto camino único que haya conducido del estalinismo al independentismo, en algunos significativos historiadores catalanes, sino dosis de izquierdismo y catalanismo radicales que se han inclinado más, según los momentos y las conveniencias y los beneficios, hacia un lado o hacia el otro, o, asimismo, discursos diferentes cuidadosamente preparados para distintos públicos.
Finalmente, en tercer lugar, la fuerte presión ejercida sobre los historiadores catalanes, consecuencia parcial de los dos elementos anteriores, para que definieran su compromiso nacional, o catalán o español –en la mente de los nacionalistas no existe la posibilidad de pensar o actuar al margen del nacionalismo–, que se vivió en la primera mitad de los años noventa. Abundaron, en este sentido, las polémicas historiográficas en revistas o en la prensa, pero también las acusaciones públicas, anónimas o firmadas. En 1993 circularon ampliamente unos panfletos anónimos en los que se denunciaba a los historiadores catalanes que estaban “al servicio del Estado español”, esto es, a Borja de Riquer y a Enric Ucelay-Da Cal, acompañados de Ricardo García Cárcel, Roberto Fernández, Josep M. Fradera, Pere Anguera y quien firma este texto. Enorme fue el efecto de los libelos sobre toda la profesión, que no reaccionó, sin embargo, de manera unánime. Uno de los aludidos, Riquer, rectificó, asumió la culpabilidad e hizo méritos para integrarse en el redil nacionalista que se estaba convirtiendo en dominante e, incluso, iba a permitirse ejercer la práctica inquisitorial con el entusiasmo del converso y recibiendo las pertinentes recompensas. Sea como fuere, ya nunca más las cosas iban a ser igual en la historiografía catalana. Algunos historiadores catalanes han asumido, desde finales de la pasada centuria, el papel de señalar y denunciar a los colegas que se apartan de la ortodoxia nacional-nacionalista. Entre ellos destaca, por la combinación de virulencia en las formas y mediocridad historiográfica, Agustí Colomines, uno de los ideólogos del proceso independentista catalán del siglo XXI(el llamado procés).
((Jordi Canal, Con permiso de Kafka…, op. cit., pp. 259-296.))
Prostitución intelectual
Desde finales del siglo XX, el relato nacional-nacionalista en la historia de Cataluña carece, con escasísimas, aisladas y vilipendiadas excepciones, de alternativa. Todos sus tópicos y mitos son repetidos una vez tras otra en las escuelas y en los libros de texto, en la televisión, en los medios de comunicación públicos o altamente subvencionados, en museos o en las actividades o conmemoraciones organizadas por las instituciones autonómicas. Con el tiempo, el dinero, la repetición y buenas dosis de adoctrinamiento, el relato nacional-nacionalista se ha convertido, como si de un entorno religioso se tratara, en verdad y artículo de fe. Cuestionarlo, en consecuencia, equivale a traición, enemistad o quintacolumnismo. El despropósito es manifiesto. El perverso uso y abuso de la historia ha tenido efectos nefastos en una sociedad catalana hipernacionalizada, generando odio a España y contribuyendo a su propia fractura interna.
Algunos ejemplos, además de los libros Història de Catalunya de Sobrequés y La formació d’una identitat, de Fontana, más arriba citados, permiten valorar adecuadamente la pervivencia y la fuerza del relato hoy. Es el caso del Museu d’Història de Catalunya, el Born Centre Cultural –dedicado a la interpretación (nacionalista) de los hechos de 1714 y que fue dirigido por el futuro presidente de la Generalitat, Quim Torra– o la revista de divulgación Sàpiens, controlada por algunos de los ideólogos del proceso independentista y pensada para la difusión del relato nacional-nacionalista. Avalaban, en 2018, la supuesta calidad de Sàpiens, como miembros de su consejo asesor, por orden alfabético: Agustí Alcoberro, Francesc Cabana, Joan B. Culla, Josep Fontana, Emili Junyent, Andreu Mayayo, Borja de Riquer, José Enrique Ruiz-Doménec, Jaume Sobrequés y Josep Maria Solé i Sabaté. Otra iniciativa puede darnos adecuadas pistas sobre las intenciones patrióticas y el rigor de la publicación. Desde la revista se dio a la luz, a principios de 2015, una obra en veinte volúmenes, titulada Història de la Humanitat i la Llibertat, en la que deseaban destacar el papel de la libertad como motor de la evolución humana. La lista siguiente de “momentos estelares de la lucha por la libertad” es la que se ofrecen en este peculiar producto, en un anuncio a toda página en La Vanguardia en abril de 2015: el descubrimiento del fuego, la invención de la imprenta, la Revolución francesa, la tenacidad de Gandhi, el desembarco de Normandía, la resistencia contra el apartheid de Mandela y, cómo no, la Vía Catalana y las grandes movilizaciones del pueblo catalán.
((La Vanguardia, 17 de abril de 2015.))
Constituye un último, pero flagrante, ejemplo el coloquio “Espanya contra Catalunya: una mirada històrica (1714-2014)”, de 2013, patrocinado por la Generalitat, organizado por Sobrequés y abierto con una conferencia de Fontana. En la inauguración del evento, afirmó el primero: “Les guste o no, la historia es también un arma pacífica al servicio del futuro de nuestro pueblo, del futuro de nuestro país.”
{{Jaume Sobrequés i Callicó (dir.), Vàrem mirar ben al lluny del desert. Actes del Simposi “Espanya contra Catalunya: una mirada històrica (1714-2014)”, Barcelona, Departament de la Presidència de la Generalitat de Catalunya-chcc, 2015, p. 23.}}
Increíble declaración de prostitución intelectual: de tanto poner la historia al servicio de causas variopintas, de la revolución al nacionalismo, ya casi no nos queda oficio.
La incapacidad para distinguir entre hacer historia y construir patria ha sumido, en la actualidad, a buena parte de la historiografía catalana, con lógicas excepciones individuales, en un pernicioso e improductivo ensimismamiento. Una historiografía contemporánea dinámica, seguida y admirada, como la catalana de la década de 1970 e inicios de la de 1980, ya no ejerce desde hace años casi ningún atractivo fuera de Cataluña. Mientras que la militancia, la connivencia o el silencio ante el nacionalismo erosionaron profundamente la profesión durante años, el proceso independentista ha acabado situando, en el siglo XXI, a los historiadores catalanes al borde del abismo. “Historiador. Tu patria te necesita”, titulaba El Roto su viñeta en el diario El País, el 23 de noviembre de 2013, en la que figuraba un personaje caracterizado con una barretina.
{{El Roto [Andrés Rábago], “Historiador. Tu patria te necesita”, El País, 23 de noviembre de 2013. El Roto [Andrés Rábago], Contra muros y banderas, Barcelona, Reservoir Books, 2018, p. 27}}
La mezcla de nacionalismo e historia resulta, aquí y siempre, nefasta. Como asegurara Ernest Renan en una famosa conferencia pronunciada en la parisina Sorbona, en 1882, el error histórico es un factor esencial en la creación de naciones; y el progreso de los estudios históricos, un peligro para la nacionalidad.25 Todos los nacionalismos, incluido el catalán, representan un peligro, como nos mostró el siglo XX y como nos muestra, en la centuria actual, la guerra de Rusia en Ucrania. Hoy, más todavía que ayer, debemos decir bien alto que no se necesita ya más historia patriótica, nacional y nacionalista, sino, por encima de todo, historia crítica, ambiciosa, problemática y comparatista. Historia, al fin y al cabo, bien hecha. ~
Jordi Canal (Olot, Girona, 1964) es historiador. Es catedrático de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, de París. Su libro más reciente es '25 de julio de 1992. La vuelta al mundo de España' (Taurus, 2021).