Lugar: redacción de un medio digital estadounidense.
Fecha: cualquiera de las grandes reuniones políticas de Pekín en el último año.
Situación: Momento en el que hay que diseñar una animación satírica del líder chino Xi Jinping.
JEFECILLA CHINA WOKE QUE HA ESTUDIADO EN LA IVY LEAGUE: No, Xi Jinping no puede tener los ojos rasgados.
OTROS REDACTORES: ¿Cómo?
JEFECILLA CHINA WOKE QUE HA ESTUDIADO EN LA IVY LEAGUE: ¡Porque eso es racista!
OTRA REDACTORA CHINA QUE ACABA DE LLEGAR: Pero sin los ojos rasgados, ya no se parece a Xi…
JEFECILLA CHINA WOKE QUE HA ESTUDIADO EN LA IVY LEAGUE: ¡Es racista!
OTRA REDACTORA CHINA QUE ACABA DE LLEGAR: No es racista. ¡Yo soy china!
Pero la redacción entera ya se ha paralizado al escuchar la palabra “racista”. Inclinan todos la cabeza y el muñecote de Xi Jinping ve la vida en la animación satírica con ojos muy redonditos. Irreconocible. Que representar a un chino con ojos rasgados sea considerado racista da una idea de la enajenación que se ha apoderado de las redacciones en América del Norte y que ahora también, sigilosamente, se ha impuesto en Europa.
No es un caso aislado. Llevo meses recopilando situaciones caricaturescas de la influencia de lo woke en el periodismo, tanto dentro como fuera de las redacciones. Forma parte de los estertores de la profesión que cualquier lector o político, analfabeto o no, aleccione al periodista sobre lo que tiene que escribir. En este apartado he anotado casos relevantes, sin incluir los desvaríos de Podemos en España, que merecen una columna aparte.
Ilhan Omar, congresista demócrata en los Estados Unidos y nacida en Somalia, acusaba a principios de 2022 de islamófoba a la periodista iraní Masih Alinejad, huida de su país tras diversas detenciones por exponer la corrupción y la opresión de un régimen donde se mata a las mujeres por no llevar bien puesto el hiyab. En el mundo unicornio de Omar, la defensa de los derechos humanos se llama islamofobia.
Omar no fue una refugiada cualquiera. Hija de un coronel de la dictadura marxista y nacionalista del general Siad Barre en Somalia, y nieta del director del monopolio marítimo de ese país, su familia, musulmana sunita, tuvo que huir del país con la caída de la junta militar de Barre. Pasaron cuatro años en un campo de refugiados en Kenia hasta que Washington les concedió asilo en 1995. Sufrieron penurias. El padre y el abuelo trabajaron como taxistas, y cuentan que inculcaron a Ilhan profundos valores democráticos. Pero a la niña le hacían bullying en la escuela por llevar hiyab. Es importante destacar esos años traumáticos, porque los sentimientos heridos están en la base del wokismo de élite. La niña Omar disfrutó de todos los derechos de los ciudadanos estadounidenses, estudió en la universidad y ahora es miembro del congreso de EEUU. Se define como feminista, pero parece que esa ideología entra en conflicto con su identidad musulmana.
En cualquier caso, Alinejad le contestó por todo lo alto, con réplicas en el Washington Post, con las que preguntaba a Omar si la crítica a los talibanes, al régimen de los ayatolás, a Hamas y a Hezbollah también la iba a considerar islamofobia. La oficina de Omar le respondió acusando a la feminista iraní de “repetir argumentos republicanos intolerantes”, o sea de trumpismo, y de que se han cometido “genocidios” en nombre de la islamofobia, dos de las armas arrojadizas del wokismo para censurar de tajo cualquier crítica.
La periodista iraní se ha despachado a gusto en el último año en Forbes por el silencio del wokismo y feminismo occidental desde que se inició la última oleada de matanzas contra la población civil por las revueltas feministas contra la muerte de Mahsa Amini. “Las verdaderas feministas están en Irán y en Afganistán”, señaló desde Nueva York. Alinejad, que ahora vive escondida a caballo entre Nueva York y Londres, sufrió después de este discurso un intento de asesinato.
Como en cualquier ideología identitaria, los diversos objetivos de la lucha contra el mal en el mundo suelen colisionar. En la dialéctica entre islam y feminismo, suele ganar el primero. En la dialéctica entre islam y judaísmo, suele ganar el segundo, como la propia Omar ha podido comprobar en carne propia. En la dialéctica sobre la reparación del esclavismo negro, ganan los japoneses.
En el fondo de los movimientos identitarios siempre hay una verdad, como las ficciones basadas en la realidad. Pero también, y más importante, un agravio primigenio que se prolonga en el tiempo y que nunca queda satisfecho con ninguna compensación ni reforma legal. Japón ha pedido disculpas a China durante décadas por las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial, y para los chinos nunca es suficiente. Pero eso los woke lo ignoran, porque el racismo solamente lo ejercen los blancos.
Nadie puede negar que el racismo existe y ha existido en América del Norte y en Europa. Tanto es así que desde el final de la Segunda Guerra Mundial se han modificado las leyes en las democracias occidentales para proteger los derechos de las minorías y evitar la discriminación por origen, creencia o género. Sin embargo, la percepción entre un porcentaje de la población es que esos derechos no se respetan ni se aplican y que el racismo ha aumentado. La expresión de ese malestar ha ayudado a que la justicia ponga más atención en determinados delitos, hasta el punto de ceder a los linchamientos populares. Pero si se le pides a la Santa Inquisición que dé cifras y datos de los agravios, la respuesta sistemática es que están integrados en nuestro ADN y estructuran las instituciones de forma invisible. Lo woke es arte adivinatoria.
Estimado lector, usted no puede imaginarse lo que es convivir con el wokismo norteamericano. Si alguna vez creyó en la libertad de expresión o la libertad de prensa, olvídelo. Si alguna vez creyó que el cristianismo radical contra el que hemos luchado durante décadas era una ignominia, no sabe lo que se le viene encima con la defensa del islam. Lo primero que tiene que hacer un periodista occidental por ejercer su profesión es pedir disculpas por ser blanco e imperialista.
Me produce una ternura maternal ver cómo mis amigos woke –se llaman autoconscientes para darse enjundia hegeliana– se enardecen y salivan viendo documentales sobre Martin Luther King. Es una muestra más de su ignorancia adánica. Porque lo que Luther King soñaba era una universalidad de derechos en la que blancos y negros tuvieran las mismas oportunidades. Esas leyes ya están aquí, y deben ser respetadas y aplicadas. Pero lo que les interesa a estos pijos consentidos es mantener el pecado original que da razón de ser a su identidad, una identidad basada en el trauma de aquellos emigrados que siendo clase privilegiada en sus países de origen –la china de la Ivy League, la hija del general somalí– comprobaron al llegar al sueño americano que se les trataba como a chinos o como a somalíes. Es decir, como a extranjeros pobres. Y han hecho de ese trauma, inadmisible para los venidos a menos, una creencia política. En ese mundo, todos los blancos son culpables, no importa que las colonias se independizaran hace décadas.
Sí, se admiten comparaciones con el feminismo y el nacionalismo, así como con la nostalgia por las dictaduras española y latinoamericanas de mediados del siglo XX que representa por ejemplo Vox, con la derecha radical y la izquierda radical, el supremacismo y el trumpismo. La triste ironía de las ideologías identitarias es esa, que tienen mucho más que ver entre sí que con el respeto a los derechos de todos, que es lo que representa una democracia.
En veinte años de carrera, nunca había visto tanta censura. En los medios de izquierda más que en los de derecha. Un diario británico se niega a publicar columnas de opinión si existe alguna crítica al movimiento woke por temor a perder las simpatías del público. Editoras que andan muy preocupadas por ocultar la cifra de filicidios en España porque, aunque ínfima y anecdótica, son dos más las madres que los padres que los cometen. Se ataca desde las columnas a los misóginos solamente si están a la derecha, pero no a quienes el propio medio ha dado cancha durante años para acusar al Museo del Prado de promover la cultura de la violación mientras humillaban o acosaban sexualmente a las profesionales de su entorno. Algunos medios se niegan a aceptar reportajes sobre el racismo ejercido por potencias emergentes, como China o Rusia, contra minorías como la musulmana, porque los woke que tienen en la redacción les lían un pifostio cada vez que esos temas surgen.
Para que se haga una idea de la gravedad del asunto, tengo conocidos norteamericanos que me han exigido que no escriba la palabra “gitano” porque en su país está prohibida y es un insulto a esa minoría. Y así, de un plumazo, acaban de cancelar a todo Federico García Lorca, a Camarón de la Isla y a siglos de cultura flamenca. El mensaje es: yo te digo lo que tienes que escribir en tu país porque de lo contrario estás insultando mi identidad y –juro por Tutatis que me han llegado a decir– “poniendo en peligro la seguridad de mi familia”. ¿Pero no es esa la misma ideología de quienes asesinaron a 17 personas en la redacción de Charlie Hebdo en enero de 2015?
Los refugiados políticos que llegan a las democracias occidentales al principio se sienten acogidos por los liberales woke hasta que se dan cuenta de que para ellos el mal en el mundo no lo representa el dictador del que huyen, sino su complejo de culpabilidad.
Este es el mismo shock que sufrió el destacado intelectual sirio Yassin al-Haj Saleh, que fue prisionero político del régimen de Bashar al-Assad por su activismo comunista –sí, el régimen sirio encarcela y tortura también a comunistas– al descubrir que a su admirado Noam Chomsky solamente le interesaba su causa siempre y cuando pudiera acusar de maldad imperial a su propio país, Estados Unidos. “Chomsky dice que la intervención de Rusia en Siria es mala, pero no es imperialista”, escribe, desolado, al-Haj Saleh, “uno puede llegar a pensar que un crimen es un crimen solamente cuando lo comete el imperialismo americano. Incluso apoyar a un régimen monstruoso no es criminal”.
Que un nonagenario lingüista escriba estos salvoconductos para dictadores acusados de crímenes contra la humanidad sería irrisorio si no fuera por la gran influencia que el ancianito ha tenido en el periodismo y en la cultura liberal progresista occidental.
Pero algunas voces críticas ya han iniciado una revolución cultural contra este oscurantismo. La editora de Newsweek Batya Ungar-Sargon se ha especializado en acusar a la prensa estadounidense de haber perdido el contacto con la realidad de la clase media y trabajadora al permitir que las élites de izquierda y algo menos de derecha invadieran sus redacciones. Ungar-Sargon, autora del libro Bad news: How woke media is undermining democracy, coincide conmigo en que los pijos acabaron con el periodismo. En su libro, explica cómo desde 2011 los sociólogos que analizaban archivos de los principales medios liberales estadounidenses descubrieron que términos como “privilegio blanco”, “marginalización” y “opresión” se dispararon en esas publicaciones, términos con los que la élite de izquierdas que redactaba esas noticias enmascaraba su propio éxito, lo que en inglés se conoce como ansiedad o pánico moral. Y al mismo tiempo atraía a un lector del mismo tipo que disparaba el clickbait y las suscripciones en la transición de la prensa de papel a la digital. “Y aquí se produce la tragedia: la prensa liberal ha abandonado a la clase trabajadora.” Lo que queda de la clase media y trabajadora congrega a gente de izquierdas y de derechas silenciadas que comprueban que sus problemas están totalmente alienados de la guerra cultural promovida por las élites políticas y periodísticas, liberales y trumpistas, en torno a la raza. Esta élites están convencidas de que la igualdad nunca puede llegar a producirse porque un blanco nunca podrá comprender cómo se siente un negro. Con estas narrativas esotéricas, la cultura woke está acabando con la democracia, y con el periodismo. ~
Es periodista. Ha cubierto Europa, Asia y Medio Oriente para medios como Associated Press y The Guardian