No se puede diseñar la inteligencia

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En primer lugar, déjame decirte lo listo que soy. Mucho. Mi profesor de quinto de primaria dijo que tenía talento para las matemáticas y, si lo pienso bien, he de admitir que tenía razón. He entendido el carácter de la metafísica como un tropo nominalista, y puedo decirte que el tiempo existe, pero que no puede integrarse en una ecuación fundamental. Soy también un tipo espabilado. La mayoría de las cosas que otra gente dice son solo parcialmente ciertas. Y me doy cuenta.

Un artículo científico publicado en Nature Genetics en 2017 afirmaba que, después de analizar decenas de miles de genomas, los científicos habían relacionado 52 genes con la inteligencia humana, aunque ninguna variable contribuyó más que una pequeña fracción de un único porcentaje a la inteligencia. Como contó al New York Times la investigadora principal, Danielle Posthuma, una genetista estadística de la Vrije Universiteit (VU) de Ámsterdam y del Centro Médico Universitario VU de Ámsterdam, “todavía queda mucho” para que los científicos puedan predecir la inteligencia usando la genética. Aun así, es fácil imaginar impactos sociales inquietantes: estudiantes que adjunten en sus solicitudes de acceso a la universidad los resultados de la secuenciación de su genoma, empresarios que extraigan datos genéticos de candidatos potenciales, clínicas de fertilización in vitro que prometan aumentos del coeficiente intelectual usando nuevas y poderosas herramientas como el sistema CRISPR-CAS9 de edición de genoma.

Existe gente que ya está avisando de este nuevo mundo. Filósofos como John Harris de la Universidad de Manchester y Julian Savulescu de la Universidad de Oxford han dicho que tendremos el deber de manipular el código genético de nuestros futuros hijos, un concepto que Savulescu ha denominado “beneficiencia procreativa.” El campo ha extendido el concepto de “negligencia parental” a “negligencia genética”, y sugiere que si no usamos ingeniería genética o mejoras cognitivas para aumentar las capacidades de nuestros hijos cuando podemos, estamos cometiendo un tipo de abuso. Otros, como David Correia, que da clase de estudios estadounidenses en la Universidad de Nuevo México, vaticinan resultados distópicos, en los que los ricos usan la ingeniería genética para traducir su poder de la esfera social hacia el código duradero del propio genoma.

Estas preocupaciones son antiguas; el público ha estado alerta sobre la modificación de la genética de la inteligencia al menos desde que los científicos inventaron el adn recombinante. En los años setenta, David Baltimore, que ganó el Premio Nobel de Fisiología o Medicina, se preguntaba si su trabajo pionero podría mostrar que “las diferencias entre las personas son genéticas, no ambientales.”

Ni en sueños. Los genes contribuyen a la inteligencia, pero solo en términos generales, y con un efecto sutil. Los genes interactúan en relaciones complejas para crear sistemas neurales que podrían ser imposibles de rediseñar. De hecho, los científicos computacionales que quieren entender cómo interactúan los genes para crear redes óptimas están en contra de los límites estrictos que sugiere el llamado problema del viajante. En palabras del biólogo teórico Stuart Kauffman en The origins of order (1993): “La tarea consiste en empezar en una de las ciudades n, viajar a cada una de ellas, y volver a la inicial por la ruta total más corta. Este problema, tan extraordinariamente fácil de exponer, es extremadamente difícil.”

La evolución encierra, en una etapa temprana, algunos de los modelos que funcionan, y trabaja a lo largo de milenios para encontrar soluciones que los refinan; lo que los mejores yonquis de la computación pueden hacer para redactar una red biológica óptima es usar la heurística, es decir, atajos. La complejidad aumenta hasta un nuevo nivel, especialmente porque las proteínas y las células interactúan en dimensiones más elevadas. La investigación genética no está para diagnosticar, tratar o erradicar los desórdenes mentales, ni puede usarse para explicar interacciones complejas que dan lugar a la inteligencia. No vamos a diseñar superhumanos en poco tiempo.

De hecho, esta complejidad puede ir contra la habilidad evolutiva de las especies. En The origins of order, Kauffman introdujo el concepto de “catástrofe de complejidad”, una situación en los organismos complejos en la que la evolución ya se ha optimizado, con genes interconectados de tantas maneras que la selección natural pierde su papel para mejorar a un individuo concreto. En resumen, una especie se las ha apañado para alcanzar una forma que no puede evolucionar o mejorar fácilmente.

Si la complejidad es una trampa, también lo es la idea de que algunos genes son la élite. En los años sesenta, Richard Lewontin y John Hubby usaron una nueva tecnología llamada electroforesis en gel para separar variantes únicas de proteínas. Demostraron que diferentes versiones de productos genéticos, o alelos, se distribuían con mayor variación de lo que cualquiera hubiese esperado. En 1966, Lewontin y Hubby dieron con el principio llamado “selección equilibradora” para explicar que las variedades subóptimas de genes pueden mantener a una población, ya que contribuyen a la diversidad. El genoma humano trabaja en paralelo. Tenemos al menos dos copias de cualquier gen en todos los cromosomas somáticos, y tener varias copias de un gen puede ayudar, especialmente para la diversidad de un sistema inmune, o en cualquier función celular en la que la evolución quiere probar algo más arriesgado mientras mantiene una versión del gen que está probada y es real. En otras ocasiones, las variaciones genéticas que pueden introducir algo de riesgo o novedad pueden llevar consigo una variante genética beneficiosa. Si hay una implicación para la inteligencia humana, es que los genes tienen una cualidad parasitaria que les permite aprovecharse unos de otros; no es tanto que ninguno sea superior sino que desarrollan su utilidad explotando a otros genes.

Hace mucho que sabemos que treinta mil genes no pueden determinar la organización de los cien billones de conexiones sinápticas, lo que apunta a la irrefutable realidad de que la inteligencia se forja, hasta cierto punto, a través de la adversidad y el estrés de desarrollar un cerebro. Sabemos que la evolución corre riesgos para mejorar, por eso creo que siempre llevaremos variaciones genéticas que corren el riesgo de desarrollar autismo, trastorno obsesivo-compulsivo, depresión y esquizofrenia; y por eso creo que la visión neoliberal que dice que la ciencia resolverá tarde o temprano la mayoría de problemas mentales es casi totalmente incorrecta. En la evolución, no hay genes superiores, solo aquellos que corren riesgos, y unos pocos que son óptimos para tareas y ambientes particulares.

Ojalá pudiera creer que la escritura está en mis genes, pero la novela solo tiene cientos de años: no es lo bastante vieja como para que la evolución seleccione novelistas per se. La verdad es que escribir es un trabajo duro, y los escritores pueden tener rasgos que son por otra parte una desventaja, como la neurosis, o el autoexamen incesante. Todos comprendemos y compartimos estos rasgos hasta cierto punto. La evolución nos ha enseñado el hecho brutal de que la naturaleza es más competitiva cuando la diferencia de estado de forma entre los competidores es lo más pequeña posible. Por tanto, la desigualdad económica que ha emergido en las décadas recientes no es una validación de brechas biológicas, existe por nuestra necesidad de justificar una ilusión de superioridad y control. Créeme. Sé de lo que hablo. ~

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Traducción del inglés de Ricardo Dudda.

Creative Commons.

Publicado originalmente en Aeon.

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es divulgador científico y biólogo computacional. Escribe en The Atlantic, Time y Scientific American y es autor de Modern Prometheus: Editing the human genome with CRISPR-CAS9(2016).


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