Nosotros, de Jordan Peele: el otro en el espejo

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Cuento dos de mis peores pesadillas de infancia. En una me encuentro en mi recámara jugando con mi madre. De pronto, alguien se aparece en el marco de la puerta: es mi madre, otra vez. Ambas mamás se miran en complicidad y estallan en carcajadas. El otro sueño era recurrente e involucraba un objeto real: una foto en la que aparezco chimuela y mostrando la mano en señal de saludo. Mis padres la ampliaron a tamaño póster y la colgaron en la pared de mi cuarto. Algunas noches me despertaba y fijaba la vista en la foto, siempre un poco iluminada por alguna luz exterior. La niña chimuela me sonreía y ondeaba la manita. Mi llanto despertaba a mis padres, quienes tardaban un rato en dispersar la alucinación.

Siempre he creído que la subjetividad se cuela en la valoración crítica. Cometo la impudicia de narrar lo anterior solo para mostrar mis cartas al lector: la figura del doble me parece la más poderosa en la mitología de horror. Que se manifieste en la imaginación inconsciente en una edad previa al contacto con la literatura y el cine confirma que es un arquetipo especialmente puro: la exteriorización de la sombra, uno de los constructos propuestos por Carl Jung. Puede que mi inclinación por el tema del doble me lleve a ser quisquillosa en la apreciación de Nosotros, de Jordan Peele, sobre una familia estadounidense sometida por sus doppelgängers. La segunda película del director y comediante negro, cuyo brillante debut ¡Huye! (2017) obtuvo el Óscar al mejor guion original, ha sido elogiada por su juego elaborado de homenajes a directores (Alfred Hitchcock, Brian De Palma, Wes Craven), referencias a películas de culto (Vértigo, Los muchachos perdidos, Los Goonies), comentarios a momentos fallidos del altruismo estadounidense (la campaña Hands Across America) y a iconos trágicos de la cultura pop (Michael Jackson). Desde los escenarios hasta la vestimenta y tics de los dobles son homenajes al cine que influyó en Peele. Pero más allá de los regalos al público cinéfilo y del placer que provoca reconocer guiños culturales, Nosotros depende del arquetipo del doble para hacer que su historia avance. Es este aspecto, el uso de su motor narrativo, lo que impide que la cinta levante el vuelo y sea algo más que una colección de gags.

Según el folclor germánico, toparse con un doppelgänger es un augurio de muerte. Hay, sin embargo, otra forma de acercarse al doble que no le asigna a la copia el atributo de la maldad. Es la que propuso Freud en su ensayo Lo siniestro, de 1919, en torno a la sensación horrible de percibir como extraño aquello que, hasta entonces, nos parecía familiar. Freud utiliza ejemplos literarios de situaciones y personajes que generan la sensación de lo siniestro –muñecas animadas, cadáveres que resucitan, autómatas y duplicados– para alegar que provocan desasosiego porque son proyecciones de angustias infantiles que se creían superadas. Representan todo aquello que emerge del inconsciente y amenaza con aniquilar al yo. Lo de menos es aceptar la teoría psicoanalítica: Lo siniestro funciona como teoría de la recepción. Un humano duplicado no es intrínsecamente “malo”: quien lo observa es el que casi de inmediato le asigna atributos negativos. Anticipando uno de los subtextos de Nosotros, el “otro” es peligroso justo porque guarda las llaves de nuestra psique. Más que anunciar una muerte física, el doppelgänger desea apoderarse de la identidad.

Esto es lo que le sucede a la pequeña Adelaide (Madison Curry), protagonista de Nosotros, en una brillante primera secuencia de ejecución. Es 1986, y una familia de color recorre un parque de diversiones playero en Santa Cruz, California (locación de Los muchachos perdidos). A pesar del ambiente festivo, Peele dirige la secuencia desde la perspectiva de Adelaide: su vivencia del parque es incómoda y hay algo perturbador en la felicidad desenfrenada que observa a su alrededor (lo siniestro, aún en grado menor). Adelaide se aleja de su familia y entra a una de las atracciones del parque: una casa de espejos que multiplica su imagen. La niña choca de espaldas con uno de los espejos; cuando voltea, su reflejo permanece de espaldas. La visión es aterradora, para Adelaide y para el espectador. Breves escenas posteriores dejan ver las secuelas del trauma: durante meses, la niña pierde el habla y no expresa ninguna emoción.

La historia salta al presente y muestra a Adelaide (Lupita Nyong’o) convertida en madre y miembro de la familia Wilson. Presionada por su esposo Gabe, Adelaide accede a regresar a la playa donde tuvo la experiencia traumática, ahora acompañada de sus hijos Zora y Jason. Además del rechazo que le producen los escenarios, Adelaide debe convivir con los amigos de Gabe: un matrimonio de blancos de clase acomodada y sin muchos temas de conversación. Lo que hasta ese momento parecía ser solo una vacación malograda toma un giro dramático cuando los Wilson reciben la visita nocturna de una familia físicamente idéntica a ellos. A los dobles los distingue un overol rojo, un comportamiento entre zombificado y psicótico y la urgencia de matar a los Wilson con unas tijeras gigantes.

La doble de Adelaide, llamada Red, es la única de los doppelgängers que tiene el don del habla. Con una voz casi afónica le explica a Adelaide el origen de su odio. Dice que ella y el resto de los tethered (o “vinculados”) han permanecido ocultos –reprimidos, diría Freud– y buscan recuperar lo que les pertenece. Una vez que Red declara sus intenciones, los dobles emprenden una cacería sin tregua.

Nosotros es al mismo tiempo lúcida y frustrante. Lúcida, porque descansa sobre la idea de que los dobles no son monstruos con agenda propia sino versiones primitivas de nosotros mismos: seres sin desarrollo psíquico ni emocional que obedecen solo a una pulsión destructiva. Pero Nosotros es también frustrante por su ejecución de esta idea. Con excepción de la primera secuencia, su guion descarta los elementos que hacen efectivos los relatos derivados del arquetipo del doble: el desconcierto, el margen de especulación sobre las intenciones de ese otro que es idéntico a uno o –si el duplicado es un ser querido– la duda de si se está en presencia del original o de un usurpador. Una vez que los tethered invaden la casa de la familia Wilson, Nosotros se convierte en una cinta de criaturas violentas/humanos asesinos, en donde lo más importante es salvar el pellejo. Es hasta las secuencias finales cuando el tema de la duplicidad vuelve a ser relevante –pero a través de una explicación verbosa y apresurada por parte de Red–. Las breves imágenes que complementan la historia retrospectiva son hipnóticas por derecho propio: laboratorios asépticos en túneles subterráneos, cientos de conejos de experimentación abandonados y seres “sin alma” vinculados a los humanos de la superficie. Es el tipo de desenlace que busca resignificar todo lo sucedido hasta entonces: dar sentido a enigmas planteados y a conductas extrañas previas de los personajes. Esto habría funcionado si Peele, en efecto, hubiera plantado estas pistas en lugar de, prematuramente, lanzar a sus personajes a pelear por su propia vida. En vez de provocar una epifanía en la audiencia, la resolución de Nosotros abre preguntas que no tienen respuesta dentro de la lógica que propone el argumento. Sobra decir que un relato sobre el arquetipo del doble se presta a la ambigüedad y a las interpretaciones múltiples: después de todo, el fondo del asunto es la fragmentación de la psique. En este caso, sin embargo, la intención evidente de que Nosotros funcionara también como una alegoría de la inequidad social –y de que el público lo tuviera claro– llevó a Peele a insertar piezas que impiden que la cinta se abandone a un sinsentido lúdico y, en cambio, la obligan a hacer un aterrizaje forzado.

Nada de esto podría atribuirse a una falta de ingenio de Peele. Todo aquello que se echa de menos en Nosotros –planteamiento elaborado, situaciones que evoquen la sensación de que algo familiar se ha vuelto extraño y giros argumentales que aclaren enigmas previos– está presente en ¡Huye!, sobre un negro rodeado de blancos liberales que no son lo que parecen. Parecería que el director sucumbió ante la presión de hacer una segunda película que provocara emociones fuertes después de que se le reprochara que ¡Huye! era demasiado astuta y que no se inscribía del todo en el género del horror (o bien, “de sustos”). Esto último es verdad, y es también lo que le permitía ser simultáneamente un thriller y una sátira social aguda. Es irónico que aquella cinta –y no la reciente, con todo y sus doppelgängers crueles y grotescos– sea un relato perfecto sobre usurpadores de identidad. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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