Viajes por las fronteras de Europa: Odesa

En otoño de 1991, Anne Applebaum viajó desde Kaliningrado hasta Odesa, en el sur de Ucrania. La ciudad portuaria, fundada por inmigrantes y comerciantes, fue durante siglos el único puerto libre de Rusia. A ella escaparon los siervos rusos y, en la época soviética, los intelectuales perseguidos por Stalin. Con la desintegración de la URSS, la ciudad cambió radicalmente, pero conservó su espíritu libre y anárquico.
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Por aquel entonces vivía yo en la polvorienta Odesa, ciudad de cielo claro y chillones colores, de ambiente activo, brillante, en donde todo respira Europa, por la diversidad de su vida y el ajetreo comercial. La voz de la dorada Italia resuena en la alegre calle por donde se pasean el orgulloso eslavo, el francés, el español, el armenio, el griego, el grueso moldavo, y también el hijo de la tierra de Egipto…

Pushkin, Eugenio Oneguin

Por la ventanilla del tren observé las bajas colinas moldavas retroceder detrás de mí. Los viñedos se convirtieron en pantanos y marismas, y los pueblecitos dieron paso a una empobrecida periferia urbana. Al cabo de un tiempo, esta dio paso a la ciudad. Al bajarme en la estación de Odesa, vi a un marinero con uniforme y gorra azul caminando con el brazo alrededor de la cintura de una muchacha de ojos verdes. De repente, la lamentable tragedia de Transnistria, la peculiaridad de Chisináu, la claustrofobia de Chernivtsí y Kamenets, todo ello pareció diluirse: había llegado al mar. La luz de aquel día de principios de noviembre era fría y brillante, y el viento olía a sal.

En el centro urbano, la gente caminaba deprisa mientras el tráfico avanzaba lentamente entorpecido por los adoquines rotos y los baches. Los nombres de las calles narraban la historia de la ciudad: Italianskaya, Hevrayskaya, Bulgarskaya, Grecheskaya… Había un bulevar francés y un barrio moldavo, una calle secundaria que llevaba el nombre de la antigua colonia albanesa de la ciudad y otra dedicada a los “pequeños rusos”, los ucranianos. Odesa siempre había tenido una población extraña. Un viajero del siglo XIX, Aleksandr Kuprín, describía así el puerto de la ciudad:

Estibadores corriendo de aquí para allá, de los barcos a los muelles y almacenes y viceversa, por las temblorosas pasarelas; vagabundos rusos vestidos con harapos, casi desnudos, de rostros ebrios e hinchados; turcos de piel morena con sucios turbantes y grandes pantalones, holgados hasta las rodillas pero ceñidos desde ahí hasta los tobillos; persas achaparrados y musculosos, con el pelo y las uñas pintados de color rojo zanahoria con quinquina…

Las calles estaban flanqueadas de altas y elegantes casas adosadas. Cada fachada difería de su vecina a la manera ecléctica de la Rusia zarista, con un estilo que no era realmente un estilo. Una casa podía exhibir una columna jónica, un arco bizantino y aldabas de latón en la puerta, mientras que la de al lado podía contar con altas ventanas góticas, una torre redonda con tejado puntiagudo y una gran escalinata. El clasicismo se entremezclaba con la exuberancia y el colorido de la Turquía otomana para generar un auténtico batiburrillo de formas y proporciones. Los edificios resultantes eran incoherentes, desproporcionados, incluso feos a veces, pero en Odesa parecían apropiados.

Esta era, de hecho, la primera ciudad rusa hermosa que había visto nunca. Aunque a menudo se compara Odesa desfavorablemente con San Petersburgo, yo prefería Odesa con mucho. Mientras que San Petersburgo se engalanaba en exceso con palacios y bulevares y exagerados monumentos al zar, los comerciantes de Odesa habían construido su ciudad a escala humana. Mientras que San Petersburgo se esforzaba conscientemente por ser una gran capital europea, Odesa nunca había pretendido ser otra cosa que nouveau riche. San Petersburgo fue forjada por esclavos, que murieron a millares; Odesa fue forjada por mercaderes y comerciantes del mar Negro.

Mark Twain, que viajó a Odesa en el siglo XIX, declaró que allí se sentía como en casa. Y escribió:

Parecía una ciudad estadounidense […]. Calles anchas y elegantes, y rectas por demás […] un aspecto nuevo y familiar en las casas y en todo; sí, y una nube de polvo azotadora y asfixiante, tan parecida a un mensaje de nuestra querida tierra natal que apenas pudimos abstenernos de derramar unas cuantas lágrimas de agradecimiento y proferir unas cuantas abominaciones a la vieja y consagrada manera estadounidense. Mirando calle arriba o calle abajo, en esta o aquella dirección, ¡solo veíamos a Estados Unidos! No había ni una sola cosa que nos recordara a Rusia…

Twain tenía razón: no había nada que fuera demasiado ruso en Odesa. Hasta finales del siglo XVIII se asentó en aquella ubicación un pequeño fuerte turco conocido como Jadsibey. En 1791, el mercenario José de Ribas –nacido en Nápoles, de sangre española e irlandesa– tomó el fuerte en nombre de Catalina la Grande. Debido a la profundidad de las aguas del puerto, la emperatriz declaró que el emplazamiento debía rebautizarse como Odesa, en honor a un antiguo pueblecito pesquero griego que había cerca, y lo convirtió en la capital de Novoróssiya, su nueva colonia rusa en el mar Negro. Con la ayuda de un arquitecto holandés, Franz de Volán, De Ribas inició la construcción de la ciudad.

Odesa, pues, fue fundada por extranjeros, y también fueron extranjeros quienes después velaron por su desarrollo. El primer gobernador destacado de la ciudad fue Armand-Emmanuel du Plessis, duque de Richelieu, sobrino nieto del célebre cardenal y exiliado de la Francia revolucionaria. Construyó iglesias, escuelas y amplios bulevares de estilo parisino. Más tarde regresaría a su país, donde sería primer ministro en dos ocasiones. El siguiente gobernador de Novoróssiya fue el conde Mijaíl Vorontsov, un ruso anglófilo que había estudiado inglés en Cambdridge, tenía un secretario y un mayordomo ingleses, daba sus órdenes en inglés y vivía en lo que él consideraba esplendor inglés. Durante su mandato, las calles de Odesa se pavimentaron con baldosas importadas de Trieste.

En el siglo XIX la ciudad creció al mismo tiempo que lo hacían las ciudades de Estados Unidos, y fue colonizada por inmigrantes a la manera estadounidense: franceses, españoles, refugiados polacos, marineros italianos, mercaderes griegos, comerciantes turcos, judíos… Todos ellos querían vivir en el único puerto libre de Rusia. Los siervos rusos fugitivos, conocidos como “ignorantes” (si se les preguntaba por su origen, se encogían de hombros y afirmaban ignorarlo), se convirtieron en uno de los mayores grupos de comerciantes de la ciudad. Odesa era libre y anárquica, y adquirió la misma fama de insegura de la que gozaban algunas ciudades portuarias del Mississippi como Hannibal, en el estado de Missouri. Era grande y sucia, y no precisamente la clase de lugar donde querría vivir una familia de abolengo. Contrabandistas y delincuentes poblaban sus suburbios; marineros y comerciantes llenaban sus hoteles baratos… Varios escritores y poetas rusos se fueron a Odesa cuando las restricciones y los censores de San Petersburgo y Moscú se volvieron excesivamente rigurosos. Mickiewicz pasó en Odesa parte de su exilio ruso y Pushkin ejerció allí como funcionario del Estado hasta que su aventura con la condesa Vorontsova, la esposa del gobernador general, se convirtió en un asunto demasiado embarazoso para la buena sociedad de la urbe. Tras la Revolución, la ciudad pasó a convertirse en una especie de refugio. Temerosa de las purgas que tenían lugar en Moscú y Leningrado, la intelligentsia rusa (cineastas, escritores, poetas, académicos…) huyó a Odesa. Sobrevivieron los suficientes de sus integrantes como para dotar a la ciudad del mejor estudio de cine cómico, los mejores poetas y los mejores músicos de la Unión Soviética.

Una vez llegado a Odesa, casi nadie la abandonaba. Allí la vida era más fácil. Sus mercados rebosaban siempre de frutas y verduras. Incluso en los peores tiempos, los turistas de Moscú volvían a casa con cestas llenas de uvas y granadas, melones dulces y peras moradas. Los odesanos dejaban crecer las parras en los tejados de sus casas y elaboraban su propio vino; en verano se sentaban a la orilla del mar, y en invierno admiraban la nieve y disfrutaban de su hermoso teatro de la ópera.

Caminando por las calles, una expresión quedó grabada en mi mente: “el viento de la libertad”. En Odesa se tenía la sensación de que algo así –algo como el viento de la libertad– flotaba en el aire. Quizá fuera por la presencia del mar, visible desde el bulevar Primorsky, el paseo arbolado que recorre el frente marítimo de la ciudad; o quizá fuera por el hecho de que, a diferencia de tantas otras urbes rusas, Odesa no había sido construida por una causa concreta.

Pedro el Grande construyó San Petersburgo para empujar a Rusia hacia Europa, y para mostrar al mundo el alcance de su poder protegió los gruesos muros del Hermitage con los cadáveres de los constructores del palacio. Stalin levantó Kaliningrado para borrar el recuerdo de Alemania, y para disuadir a los alemanes de regresar bombardeó sus monumentos y desterró sus nombres de las calles. Pero, en cambio, fue simplemente el dinero –el dinero del comercio, del contrabando, del transporte– el que pagó las calles minuciosamente trazadas y los ordenados parques de Odesa.

Aquí, el nacionalismo, fuera del tipo que fuera, era imposible: imposible de concebir e imposible de llevar a la práctica. El movimiento nacional ucraniano había intentado organizar manifestaciones en la plaza de la ciudad y había sido objeto de mofa. ¿Quién hablaba ucraniano en Odesa? Sin embargo, cuando los rusos se movilizaron en favor del resurgimiento de Novoróssiya, tampoco le importó a nadie. En Odesa todo el mundo hablaba ruso, pero ¿qué más daba?, ¿quién podía ser otra cosa que odesiano?

–Llámeme Stan –me dijo Stanislav–: la mayoría de los angloparlantes lo hacen.

En un flamante restaurante subterráneo iluminado por largas velas, Stan pidió caviar, pescado ahumado y vino blanco. Las mesas y las sillas eran de brillante plástico americano, y las paredes relucían de pintura reciente, pero el camarero se tomaba su tiempo. Stan era el último descendiente de una larga estirpe de panaderos bávaros. Sus resueltos y varoniles antepasados habían llegado a Odesa en 1804, atraídos por los elevados salarios, los reducidos impuestos y una concesión que les permitía elaborar todo el pan de la nueva ciudad. Allí se habían unido a los otros alemanes (cerveceros, carniceros, tenderos, hojalateros, ferreteros…) que vivían en el distrito germano de Odesa. Juntos, construyeron iglesias de ladrillo rojo y sólidas escuelas donde sus hijos leían a Goethe . Todo eso terminó en la década de 1930, cuando los alemanes de Odesa fueron apiñados en trenes y deportados a Kazajistán. El abuelo de Stan pasó el resto de su vida construyendo la carretera de Taskent a Teherán.

En Kazajistán, la madre de Stan se había casado con otro alemán de Odesa. Aun así, a la hora de bautizar a su propio hijo le pudo el sentimiento eslavo: su primer amante, Stanisław, había sido polaco.

–Pero mi padre es mi padre –recalcó Stan. Resultaba fácil ver que era así: su anguloso rostro germano no tenía nada de eslavo.

Tras la muerte de Stalin, pareció lo más lógico que los padres de Stan volvieran a mudarse a Odesa. Ahora vivían en las afueras de la ciudad, en una carretera que llegaba hasta la costa, y Stan y su padre regentaban un negocio de naturaleza imprecisa, que contaba con un apartado de correos y cuentas bancarias en el extranjero.

–Nos dedicamos a la importación y exportación –me dijo Stan.

El negocio les facilitaba los viajes. Cuando Stan iba al extranjero no tenía que llevar dinero en efectivo ni productos con los que comerciar, porque al llegar podía acudir a cualquier banco y sacar su propio dinero. Los funcionarios de aduanas siempre le registraban en busca de las divisas no declaradas o los sacos de oro que cualquier ruso normal que viajara al extranjero necesitaría para sobrevivir.

En cierta ocasión, Stan había ido a Baviera a ver a unas personas que creía que eran parientes suyos. Al abrir la puerta y ver a Stan, estas se mostraron sorprendidas. Luego, al enterarse de quién afirmaba ser, sus presuntos parientes manifestaron recelo, pensando que quizá solo quería dinero. Finalmente, tras cotejar árboles genealógicos, certificados de nacimiento y tradiciones familiares, y descubrir que el vínculo era auténtico, se les llenaron los ojos de lágrimas.

Todavía seguían siendo panaderos.

Los parientes alemanes de Stan le rogaron que volviera. Le hablaron del derecho de retorno: cualquiera que pudiera demostrar su ascendencia alemana podía convertirse en ciudadano alemán. Se ofrecieron a ayudarle con los trámites. Pero Stan negó con la cabeza.

“Yo amo a Odesa –les dijo– . Ya no soy alemán; soy odesiano.” Stan me aseguró que Odesa era una ciudad abierta, que todavía podía convertirse en cualquier cosa. En cambio, Baviera era cerrada, su historia ya estaba escrita. Él no tenía el menor interés en Baviera.

Le parecía que ir allí sería dar un paso atrás. Sonrió, e hizo un amplio gesto con su musculoso brazo como si quisiera abarcar todo el restaurante: a los hombres de tez oscura que cuchicheaban ante botellas de color verde; a las mujeres maquilladas que observaban con mirada atenta a sus parejas, vestidas con excesiva elegancia; a los perezosos camareros; a los platos rebosantes de comida; a las relucientes copas llenas de vino…

–¿Quién soportaría renunciar a todo esto?

Aquella tarde fui a ver a Larisa. Si bien Larisa compartía apellido con Władysław Sikorski, un célebre general polaco, la historia familiar no coincidía: la familia del general procedía de Mazovia, cerca de Varsovia; la suya, de Cuyavia, en la región occidental de Polonia. Aun así, ella estaba segura de que había un parentesco.

–Una vez, de niña –me explicó–, mi padre me llevó aparte, me pidió que me sentara y me hizo un dibujo de nuestro escudo de armas. Me dijo que lo mirara con atención, que lo memorizara, que era el mismo escudo que el del general. Luego lo rompió en pedazos y me pidió que no se lo contara a nadie.

Soltó una risotada. Larisa hablaba el ruso materno en lugar del polaco paterno, pero la idea de tener una remota conexión con el famoso general polaco la divertía. Nunca se sabía. Algún día aparecería un pariente forrado de oro y los rescataría a todos.

Hacía ya unos días que Larisa y su marido se habían mudado al piso, pero todavía no habían desempaquetado sus cosas. Varios muebles viejos –sillas de madera desgastadas, un aparador astillado, un escritorio demasiado pesado– se hallaban repartidos por todo el piso en extrañas posiciones relativas, inseguros de su apropiada relación. Entre ellos yacían esparcidos varios lienzos inacabados cubiertos de colores vivos y chillones. El marido de Larisa era pintor, y también tenía algo de músico. Llevaba el pelo largo y un amplio mostacho. Escribía canciones y las tocaba con la guitarra. A veces tocaba para sus amigos, pero nunca por dinero; él –afirmaba– no necesitaba dinero. Me aseguró que el gran baladista ruso Vysotski le había robado su estilo y sus melodías características de Odesa .

–Vysotski canta canciones de marineros y de presos –me dijo–; canciones de Odesa.

Larisa enseñaba arquitectura en la universidad. Me explicó que sus colegas estaban aterrorizados.

–Se supone que ahora la universidad es ucraniana, pero allí nadie habla el idioma.

Me describió al viejo rector corriendo de un lado a otro tirándose de los pelos y suplicando que alguien le tradujera sus cartas a Kiev.

Estaba fuera de sí –me dijo, y empezó a reír a carcajadas–. ¡Dios! –añadió, secándose los ojos–. ¡Fue de lo más divertido!

Larisa dio un bostezo y luego se excusó. Aquella mañana había tenido que madrugar para dar una clase a primera hora, pero al día siguiente podría dormir hasta tarde.

–La pereza –me explicó– es la maldición de mi familia.

De joven había tenido grandes ambiciones. Quería construir casas, rediseñar calles, triunfar en la universidad. Pero ahora ¿para qué molestarse? Tenía suficientes amigos, suficiente comida, suficiente bebida; y en Odesa casi siempre hacía buen tiempo.

La política la desconcertaba.

–Yo soy polaca, él es judío, y llevamos treinta años viviendo juntos –me dijo Larisa, señalando a su marido– . En todo este tiempo nunca he llegado a descubrir qué le hace distinto de mí.

Iván vivía en Odesa, y hablaba un inglés perfecto y sin estridencias con el típico acento del Medio Oeste estadounidense.

Él no parecía dar mucha importancia a aquel logro. Era fácil aprender idiomas, aseguraba; hasta un niño podía hablar ruso, polaco y ucraniano. Pero, cuando insistí un poco, admitió que pocos en Odesa podían igualar su acento.

–Esos imbéciles del politécnico enseñan fonética teórica, gramática teórica, historia de la lingüística y materialismo dialéctico, pero no hablan una palabra de inglés. Tuve que dejarlo.

Ante mi renovada insistencia, reconoció que había llegado a dominar el inglés escuchando noche tras noche la emisora de las Fuerzas Armadas estadounidenses cuando trabajaba como “asistente técnico soviético” en Vietnam del Norte. Aquellas horas pasadas junto a un cacharro que a duras penas podía calificarse de aparato de radio fueron los únicos momentos agradables de su servicio militar.

Por lo demás, Vietnam le había parecido espantoso. Para cumplir con su deber internacionalista, en cierta ocasión había tenido que saltar en paracaídas desde un avión. Estaba tan aterrorizado que se desmayó en el aire, y se despertó a la mañana siguiente en un hospital. La enfermera le dijo que lo habían encontrado colgando de un árbol.

En otra ocasión habló con un grupo de prisioneros de guerra estadounidenses que le suplicaron que escribiera una carta al presidente de Estados Unidos. Habían dejado de soñar con la libertad, y solo querían que Iván pidiera al presidente que solicitara a los vietnamitas que les dieran más comida.

Ahora Iván mantenía actualizada su jerga estadounidense con la ayuda de Frank e Ida, amigos por correspondencia. Tenían una tienda de comestibles en algún lugar de Pennsylvania y le escribían cartas cada semana. Iván también había comprado, a un precio excesivo, un libro titulado American colloquialisms, de donde había sacado expresiones como cool dude, “tío guay”, con las que salpicaba su discurso.

Últimamente había dejado de responder a su teléfono, aunque sonaba de manera incesante. Ahora en Odesa todo el mundo necesitaba traducir algo: un artículo científico o, más probablemente, una solicitud de visado. Y en toda Odesa, una ciudad de varios cientos de miles de habitantes, nadie podía igualar el nivel de inglés de Iván.

–Creo que conozco a todas las familias judías de Odesa –me dijo–. He traducido todas sus solicitudes de visado.

Iván podría haberse hecho rico de haberlo querido. La gente le ofrecía toda clase de sobornos para acelerar las solicitudes de visado: dinero, vodka, jamón, salchichas… incluso a sus hijas. Pero él prefería seguir siendo honesto. Atendía a todos por turnos, y siempre cobraba la misma tarifa.

No necesitaba el dinero.

–No soy muy aficionado a los restaurantes –me explicó.

En un rincón de su sala de estar se apilaban montones de solicitudes para entrar en Estados Unidos. Todas venían a decir cosas similares: “Un niño al que acosaban en la escuela por ser judío”; “comentarios desagradables sobre los judíos en el trabajo”… Los solicitantes tenían que demostrar que habían sido víctimas de persecución antisemita antes de que Estados Unidos les admitiera. Iván dio un bufido.

–¿Quién no fue víctima de persecución en la Unión Soviética? Mi padre fue una víctima porque tenía demasiadas tierras, así que Stalin lo envió a Siberia. Yo soy una víctima porque hablo demasiado bien el inglés y mis colegas me odian. Mi mujer es una víctima porque su marido trabaja como traductor particular, y sus colegas la odian.

Antes ser judío no tenía nada de particular, era como pertenecer a una gran familia extensa o a un club. Ahora era algo que podía utilizarse. Iván se mostraba escéptico.

–De todos modos, en realidad a los estadounidenses no les importa si algún bastardo antisemita le ha tirado piedras a tu hijo. Quieren saber cuántos parientes tienes en Brighton Beach, y si tus parientes están forrados, tendrás visado.

Estados Unidos le resultaba cargante. ¡Toda aquella gente tan ansiosa por llegar allí!, ¿y para qué?

–Todos se van a vivir a una parte de Nueva York llamada la Pequeña Odesa –me dijo–. E intentan hacer que allí sea todo igual que aquí.

De repente me di cuenta de que el tiempo había cambiado. Solo unos días antes soplaba un viento cálido del sur, la característica brisa balcánica. Pero una noche empezó a hacerse cada vez más frío, y a la mañana siguiente ya no se podía andar tranquilamente por la calle. Con el cambio de tiempo resultaba mucho más difícil conseguir taxi, y la frustración que entrañaba encontrar uno superaba con creces la satisfacción que finalmente obtenías al pararlo. Los autobuses iban abarrotados, y el aire cargado del interior de los tranvías olía a piel vieja y apolillada. El polvo y el calor habían dado paso a un penetrante olor a carbón quemado y a una disminución de las horas de luz. Cuando alguien maldecía a la Unión Soviética, cuando alguien más decía: “En América las cosas son mejores, ¿no?”, descubrí que ya no tenía fuerzas para fingir que discrepaba.

Era hora de volver a casa.

En la oficina de Intourist me aseguraron que resultaba prácticamente imposible salir de Odesa.

–Hay un tren a Bucarest, desde luego –me dijo una mujer con los labios pintados de rojo intenso y el cabello a juego del mismo color. Era una persona alegre y bien dispuesta, pero absolutamente incompetente–. Veamos… –Consultó un viejo horario–. Este tren solo circula los martes y los jueves, lo que significa dentro de tres días. Hay que estar en la estación a las tres de la madrugada. Cuando llegue a la frontera, tendrá que esperar allí catorce horas, sin salir de la estación. Después de Bucarest, el tren continúa hasta Przemyśl, en el sur de Polonia. Luego tendrá que esperar allí… a ver… cuatro horas y media, mientras cambian las ruedas.

Como precaución ante una posible invasión relámpago, los trenes soviéticos circulaban por vías más anchas que los occidentales. Siguió informándome y recreándose en las complejidades del trayecto. La Unión Soviética había desaparecido, pero no las desdichas inherentes a los viajes soviéticos.

–Después el tren continúa hasta Varsovia, pero me temo que el que hay es lento. Se llega a Varsovia a la mañana siguiente. Hay otro más rápido, pero tiene que esperar al día siguiente. Y solo puedo venderle el billete de aquí a Bucarest. No más lejos.

Las rutas Bucarest-Varsovia –me explicó– eran famosas por sus bandas de jóvenes y astutos ladrones.

–¿Y no hay ningún vuelo?

Cogió otro horario igualmente desgastado, que en este caso llevaba una pegatina apenas legible: “Aeroflot”. Consultó el reverso, luego el anverso, y a continuación el reverso de nuevo. Nadie le había preguntado nunca por los vuelos. Finalmente concluyó:

–No hay vuelos internacionales desde Odesa. A lo mejor le gustaría ir a Moscú…

Negué con la cabeza.

Ella volvió a coger el horario de trenes y examinó el índice.

–Espere, déjeme ver… quizá pueda tomar un tren directo. A Varsovia. Desde Odesa hay un tren directo, todos los días, directo a Varsovia y Berlín. En una noche se planta allí.

–¿Podría venderme un billete?

Dio un suspiro.

–Lo siento mucho, pero no puedo. La cuota que tenemos asignada de esos billetes está agotada desde hace seis meses. ¿Por qué no prueba en la estación de tren?

Pero en la estación de tren la cola para comprar billetes al extranjero serpenteaba por todo el vestíbulo. La gente incluso se había traído almohadas y mantas para tumbarse mientras esperaban dos, tres o cuatro días.

Tres veces, en tres horas, les dije a tres hombres distintos que necesitaba conseguir un billete a Varsovia, que tenía que volver a casa de inmediato. Las autoridades de Moscú y de Kiev querían que me fuera a casa, mi visado iba a caducar, y la Administración de Ferrocarriles de Odesa sería la responsable.

El primero de los tres hombres, de ojos caídos y expresión perruna, me aseguró que le gustaría ayudarme, que le encantaría de hecho, pero que no podía.

El segundo, un tipo con bigote, se limitó a decirme que no era responsabilidad suya.

El tercero pareció realmente asustado por la amenaza relativa a las autoridades de Moscú y Kiev, pero ni siquiera una hora entera de llamadas telefónicas bastó para conseguir un billete de tren.

Después de hacer la última llamada, se inclinó hacia mí y me susurró algo.

–¿Qué?

–La mafia –me dijo–. Haga lo que haga no conseguirá billete.

No podía hacer otra cosa, continuó, que esperar hasta la noche e intentar sobornar a alguien. Con cincuenta dólares debería bastar, y, si un día no lo conseguía, podía conseguirlo al siguiente. Tendría que ir probando.

Furiosa, opté por renunciar a la Administración de Ferrocarriles de Odesa. Salí de la estación empujando sus enormes puertas delanteras, eché a caminar por las calles empedradas y enfilé el bulevar en dirección al puerto, pasando en mi trayecto por varios mercados, el ayuntamiento y la estatua de Pushkin.

El mar, frío y gris, imitaba el color del cielo; las gaviotas gritaban su soledad al viento. Junto a los destartalados muelles, un grupo de escuálidos barcos de pesca se acurrucaba para darse calor.

Barcos. Obviamente, había otra forma de volver a casa. ~

Traducción de Francisco J. Ramos Mena.

Este es un fragmento de Entre Este y Oeste. Un viaje por las fronteras de Europa, publicado originalmente en 1994 y que acaba de reeditar Debate.

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es escritora. Entre sus libros están Gulag y El telón de acero, ambos en Debate. En 2017 publicó Red famine: Stalin’s war on Ukraine


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