Magali Lara: la coreografía del trazo

La exposición de Magali Lara en el MUAC, reúne cinco décadas de un movimiento constante, de un gesto creativo que comienza y termina en otra parte.
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Hay un trazo que se expande, que no puede contenerse. Me gusta pensar que ese trazo es también el movimiento de Magali Lara, quien genera una coreografía mientras dibuja, como quien es profundamente consciente de sus movimientos en el espacio y los hace convivir con otros, en encuentros y desencuentros, en pausas y pulsiones. La exposición de Lara en el Museo Universitario Arte Contemporáneo ha traspasado los límites de las salas: los murales de la galería pueden verse desde la explanada del museo, junto con cuadros de gran formato que habitan el espacio expositivo. Pienso en el derecho a la libre contemplación desde el exterior del MUAC y también en la sensación de observar desde la mirilla, dosificando la sorpresa, antes de entrar a la exposición.

“Cinco décadas en espiral” se lee en la entrada de la sala. Cinco décadas de un movimiento constante, de un gesto creativo que comienza y termina en otra parte: más allá del aquí, del límite del papel y del marco. De pronto, al entrar, el grafito aparece en primer plano, la memoria de un mural que guarda una peculiar sensación de movimiento y de condición humana, pues la insistencia del grafito y las manchas en la pared nos hablan del vaivén del cuerpo a través del dibujo, a pesar de las escalas. Frente a dichas intervenciones aparecen otras piezas de producción reciente que replican la sensación del movimiento y en las que empezamos a reconocer ciertos motivos: círculos, ramificaciones y gestos abstractos, también palabras y líneas libres, casi lúdicas.

La curaduría de la exposición –resultado de un diálogo entre Cuauhtémoc Medina, Virginia Roy y la artista– está modulada de tal manera que cada espacio encarna un escenario particular, como si entráramos a una habitación individual. Si bien hay una continuidad –de ahí la idea de la espiral–, detrás de cada mampara encontramos una sorpresa, una etapa distinta que va desandando el camino. Las primeras piezas que abren la muestra son de este siglo, pero, conforme avanzamos en las salas, vamos descubriendo el trabajo realizado por Lara a lo largo de cincuenta años hasta llegar a la producción de 1970-1980. Aunque hay elementos puntuales que caracterizan cada época, como la saturación de color o la cantidad de palabras en el lienzo, los motivos en las composiciones saltan de un cuadro a otro como si estuvieran en una larga conversación entre la artista, su trabajo y quien lo mira.

No pierdo de vista que en las obras de Magali Lara hay mucho movimiento, siento que la manera en que traduce su experiencia no implica la quietud, sino la repetición de motivos situados en espacios diversos. Vuelvo a la sensación del baile como reconocimiento del cuerpo ajeno y propio porque en sus pinturas descubrimos imágenes sobrepuestas que se entrecruzan entre un límite y otro. Un trazo de lápiz sobre una mancha de café, por ejemplo. Un gesto de pastel sobre un recorte de grabado. Pero destaca la representación de encuentros entre cuerpos –imágenes, motivos, objetos– que no invaden el espacio del otro, sino que coinciden con ¿delicadeza, acaso? ¿respeto? desde una mirada consciente de la otredad. Mejor dicho, que coinciden en armonía, aunque se trate de una armonía caótica y explosiva. Es una producción que estalla, que se expande y cruza el lienzo, lo toca y lo transforma, como pretexto para dejar huella antes de seguir su camino.

“Mis temas son la vida cotidiana, los pequeños dramas sin aparente importancia, las emociones no registradas que conforman nuestra personalidad y nuestras relaciones. Creo que los objetos cotidianos están impregnados del cuerpo de sus dueños y, de alguna manera, reproducen escenas emocionales o, sería mejor decir, circunstancias detenidas que regulan nuestros movimientos afectivos”, escribe Lara sobre “Historias de casa”, uno de los ejes de su obra. Me entusiasma mucho la manera en que la artista habla sobre su propio trabajo porque pone en primer plano la vivencia atravesada, sin reparo sobre la idea arcaica de los “grandes temas del arte” o lo que convencionalmente se relaciona con la producción artística hecha por mujeres. Lara reconoce en lo cotidiano la potencia de la vida humana y natural, sus anécdotas son tan fuertes como las obras mismas. Cada pintura, cada libro de artista o intervención a muro es una declaración valiosa.

En una conversación epistolar entre María Minera y Magali Lara durante 2017, Minera le pregunta a la artista por su concepción de lo autobiográfico; para Lara, la biografía tenía que ver con armar historias, pero no desde la literatura “porque me interesaba que el narrador fuera el cuerpo, el mío, que es un perfecto desconocido”. He aquí otra vivencia que se expande hasta quienes vemos su obra como quien mira al espejo y no se reconoce. La decisión de elaborar dibujos hechos a mano con un temblor evidente –que poco a poco llegó a la pintura– ha creado y consolidado un lugar plástico, formal y afectivo en el territorio de Lara.

Más que una retrospectiva, esta exposición es una muestra de proyectos, lo cual vuelve sumamente afortunado el diseño del recorrido por las salas. Veinte años atrás se hizo un ejercicio parecido en el MUCA (Museo Universitario de Ciencias y Arte) con la muestra Mi versión de los hechos, sobre la que comentó que lo que estaba expuesto formaba parte de “la espiral esencial de mi obra, donde realmente está ese lugar como repetido y repetido, que a veces no aparece tan evidente en otro tipo de trabajo, pero que para mí siempre ha sido una constante”, según mencionó en entrevista con José Antonio Gaspar Díaz.

La exposición que ahora habita y parasita las salas del MUAC también permite adentrarnos en esa espiral donde los libros de artista, los cuerpos, la naturaleza y los afectos se entrelazan. Magali Lara ha hecho de su obra un espacio íntimo y a la vez expansivo: un objeto que se despliega en una conversación consigo misma y con quienes la contemplamos. En su trabajo, la palabra y la imagen no se subordinan una a la otra, sino que se acompañan, como lo hace la memoria con el presente. La literatura, entonces, no es solo una influencia en su trabajo, sino un lenguaje paralelo que lo permea, como una voz interna que no deja de preguntarse cosas, incluso incómodas.

En sus gestos pictóricos hay una resignificación constante de los espacios: el hogar, la habitación, el cuerpo, incluso el museo, son intervenidos por Lara como territorios afectivos y vivos. Lo doméstico se vuelve político; lo personal, colectivo. Sus piezas, que surgen de experiencias familiares como la pérdida o la enfermedad, no buscan representar, sino dejar constancia de un estado, de un temblor, de una herida. En este sentido, cada obra parece contener una temporalidad abierta.

Además, me entusiasma mucho la relación que se establece con los formatos grandes, que en un principio podrían parecer imponentes, pero que se revelan accesibles por los trazos que aparecen sobre ellos. La escala, más que una estrategia formal, es una manera de tomar el espacio, de hacerlo propio sin violentarlo. Quizá por eso, salir de esta exposición se siente como cuando dejas un libro en pausa, con la ilusión de volver pronto a su encuentro. Al retirarme de las salas no pude evitar volver a la primera galería, con el ánimo de continuar en la relectura y el redescubrimiento de esta Magali Lara en expansión. ~


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