Perfil de Alejandro Rossi

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Hace algunos años, en una abarrotada Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras, Alejandro Rossi negó que el viaje y el pasado fueran estímulos de su escritura. Con candor académico, se había pedido a diversos autores que hablaran de su ars poetica. Fastidiado por las pretensiones del tema, Rossi se declaró incapaz de ceder al narcisismo de la memoria, en busca de los papeles comprometedores de la tía solterona o del perdido diente de leche. En lo que toca a traslados fue aún más enfático: “¿de qué puede servirme conocer a un chino?” No creo haber sido el único que desvió la vista al fondo de la sala, donde el inevitable estudiante asiático oía la conferencia de pie, con gesto de confundida atención.

Los demás ponentes lucían incómodos; ellos habían sostenido lo contrario y el exasperado Rossi rompía la regla de proteger a toda mesa redonda mexicana de la discusión. Sin embargo, cuando las acusaciones de descortesía ya se olfateaban en el aire, Alejandro empezó contradecirse. Con absoluto desparpajo, se remontó a su infancia y al primer motivo profesional de su escritura, las monedas con que su madre recompensaba sus composiciones; de ahí pasó a la sabrosa oralidad que descubrió en una terraza de Caracas, en las horas inciertas en que los adultos dormitaban y los niños estaban dispuestos a oír cualquier cosa con tal de no quedarse solos; en ese sitio emblemático, descubrió voces, casi todas de ancianos o de mujeres curtidas por la aventura, que pasaban de un tema a otro sin que el interés del relato decayera (más decisiva que la trama era el rumor que la guiaba, la entonación, las pausas llenadas por el batir de un abanico, las aspas del ventilador, el ocasional zumbido de un mosquito).

Rossi descubrió el relato conversado en su segunda lengua, el español. Nacido en Florencia, en 1932, recibió el italiano como el idioma de su padre, del colegio y de la calle. Con su madre, una caraqueña “con muchas visas en el pasaporte”, hablaba en un castellano doméstico. Ésa fue su matriz lingüística; los olores primigenios, el descubrimiento del mar, el sabor de un helado inolvidable, regresarían con turbadora precisión en su primera lengua. El español fue, desde el principio, un idioma muy próximo pero aprendido, consciente: una técnica. Cuando la inminencia de la guerra llevó a la familia a Buenos Aires, el dúctil instrumento se llenó de subjuntivos, verbos irregulares y, poco a poco, de las magias vernáculas del barrio.

Hay una escisión fundamental en quien escribe en una segunda lengua, una extranjería que más que a la gramática atañe a la mirada. Desde su infancia argentina, Rossi adquirió la insalvable y original condición del desplazado.

Buenos Aires era un lugar paradigmático para contraer el vicio de la lectura. La revista infantil Billiken, las cuidadas traducciones de novedades europeas, las librerías abiertas con generosidad de centros nocturnos, propiciaron que Rossi midiera el paso de la infancia a la adolescencia por sus cambiantes aficiones literarias: de Mark Twain y el infinito Mississippi a los asombros de la revista Sur y las conferencias (escucharlas era leerlas) de Jorge Luis Borges. Con la ayuda experta de su hermano Félix, Alejandro contrajo otras pasiones intelectuales: descifrar las claves teológicas del periodismo deportivo; asumir un inquebrantable sistema de creencias donde los dioses visten la camiseta con franja roja del River Plate.

Llegó a México en 1951 para estudiar filosofía, y aquí se quedó desde entonces. Una vida también se define por las opciones que cancela; en cierta época, Rossi pudo haberse mudado a un campus anglosajón. Fue un temprano entusiasta de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, estudió en Oxford, estuvo en el búngalo campestre de Heidegger y publicó, en 1969, un libro pionero de filosofía analítica en América Latina, Lenguaje y significado. Pero los años lo regresaron a un fervor previo a la filosofía, la literatura. Octavio Paz lo invitó a escribir una columna en Plural, con tema libre. Fue un momento decisivo. De 1973 a 1977 Rossi escribió los textos misceláneos que integrarían Manual del distraído. En esas entregas mensuales adquirió irregateable carta de ciudadanía en la literatura. Con calculado interés, algunos lectores empezamos a considerarlo un escritor mexicano. Sin embargo, las cuestiones de pasaporte no le importaban gran cosa; por su misma naturaleza, aquellos textos —mezcla de memorias, relatos y ensayos— eran prosas apátridas, sin género definido ni ínfulas de entrar con honores de banda de guerra a alguna literatura nacional.

Dueño de una percepción excéntrica y un estilo literario inconfundible, preservó su calidad migratoria como un enredo esencial, digno de un agente doble de John Le Carré. Nada más lógico que alguien que nació en Florencia, creció en Buenos Aires y vive en México pasara aduanas como venezolano. A la manera de Johannes Urzidil, el escritor praguense que fue amigo de Kafka, Alejandro podía definirse como hinternational, alguien detrás de las naciones. Un buen día de 1994 decidió nacionalizarse mexicano. Quizá se hubiera ahorrado algunos sinsabores —el rencor xenófobo que nunca desaparece del todo en los burócratas de la cultura, el arrebato de algún nacionalista temeroso de que Tláloc haga llover y luego se derrita con esa invasión extranjera— de haber optado desde antes por México y sus folclóricas aguas frescas, pero los trámites le producen un fastidio ontológico y nada le irrita tanto como los documentos perdidos entre los papeles de su desordenadísimo estudio. Obtener sellos, firmas, páginas foliadas le parece un vejamen de lesa humanidad. Durante décadas Rossi dejó las cosas a la deriva, en una panga a mitad del río, y sobrellevó el ambiguo afecto que concedemos a los trasterrados.

Lo decisivo, en todo caso, es que no es ajeno a ninguna de sus patrias: la Italia del origen, que tantas veces justifica sus invenciones sofisticadas y sus arrebatos de carácter; la Venezuela que sirve de trasfondo (con sus muchachas fluviales y sus hamacas color de espiga) a los relatos de La fábula de las regiones; la Argentina que definió sus gustos literarios; el México tumultuoso que lo asedia y le exige y lo condecora y lo olvida y lo redescubre a cada rato. Es difícil entender su obra sin repasar esta movediza geografía. También él vuelve de continuo a los días quebrados que decidieron su trayectoria, como si siguieran un azar inapelable (le gusta verse así, como un producto de grandes casualidades, un corcho a la deriva, al margen de los imprecisos trabajos de la voluntad).

De todo esto habló en aquella Aula Magna, donde empezó apartando de un manotazo la importancia de la memoria y los viajes. El ensayo magistral que da título a su libro más reciente, Cartas credenciales, también relata su cruzado itinerario. ¿Cómo explicar su gusto y su aparente rechazo del tema? ¿Un relator veleidoso, que cambia de ideas sobre la marcha y descarta como defectos lo que después asume como virtudes? Nada de eso. La estrategia expositiva de Rossi es inseparable de las dudas, los matices, los retornos y las desviaciones; descree de la línea recta y prepara sus sorpresas de modo imperceptible, lejos del circo y sus efectos. Detesta las certidumbres rápidas. Es lo contrario al profeta tremolante que sacude a la raza con sus negras visiones de los Grandes Temas. Sus relatos suelen ser contados por alguien que conversa desde un sillón exacto; presuponen a un escucha, alguien que en cualquier momento puede empezar a contar cerillos o a mirarse las agujetas y cuya atención debe ser recobrada con una metáfora tonificante o, de ser preciso, un carraspeo épico. También sus ensayos y artículos participan de este sentido de la oralidad; se dirigen al lector como si lo tuvieran a la vista. La explicación banal de este diálogo imaginario es que han sido escritos para leerse en público (ocupación que Alejandro detesta en la víspera y disfruta enormidades una vez transcurrida); sin embargo, también hay algo más de fondo: el carácter siempre tentativo y provisional de la argumentación. A propósito de Jaime García Terrés, definió una actitud que le queda como un traje a la medida, el talante liberal:

La convicción de que un error intelectual no supone necesariamente un defecto moral. De esa premisa, si aceptada con plena lealtad, se desprende la verdadera tolerancia intelectual, tan distinta —por supuesto— a la aceptación cobarde o a la incapacidad crítica.

Rossi ha pulido sus recursos en la ética de la conversación. La energía, el talento y el tiempo que pone en juego al hablar despiertan en sus interlocutores la vanidad de ser testigos únicos de un dilatado prodigio. Ensaya metáforas, corrige adjetivos, inventa apodos, pule un alfiler usado en otra charla.

Cuando Octavio Paz lo llamó a Plural, no pensaba en el experto en temas de filosofía sino en el conversador genial. Fue un fichaje de alta escuela: Rossi se convirtió por escrito en lo que ya era por hablado.

Tal vez el responsable de todo esto sea el padre Furlong, inolvidable jesuita irlandés, que le inculcó las nociones paralelas del pecado y la paranoia. Tal vez Rossi reaccione en su literatura contra aquel “capitán del alma” que no requería de fundamentos para sus sospechas y llegaba sin vacilaciones a la condena irrefutable y flamígera. Tal vez por eso escribe en “Cartas credenciales”:

Celebro la ceguera que nos permite ignorar la imprevista noticia, celebro la agnosia que me abre paso hacia un posible hallazgo, celebro encontrarme, sin el menor presagio, frente a un rostro insuperable.

La falta de certezas es el mejor requisito para el asombro. La conversación produce en sus narraciones un efecto clave, la distancia entre los sucesos y la voz que los comenta, el agudo espacio de la ironía. Bajo su mirada, a un tiempo mordaz y comprensiva, todo hecho ocurre al menos dos veces: en el abrumador dominio de lo real y en la percepción de un testigo. Narrar es comentar. Es aquí donde Rossi encuentra el cruce entre sus dos vocaciones, la literatura y la filosofía. Una epistemología del relato: presenciar los sucesos equivale a argumentarlos, en el doble sentido de interpretarlos y trabarlos en una historia. Sumidos en el torpor de una América Latina indecisa, apenas consolidada (La fábula de las regiones) o en la estrechez vocinglera de los cafés literarios (Sueños de Occam), los relatores descubren la trama a medida que la cuentan, avanzan como quien distingue bultos en un entorno vacilante, en busca de un viento benéfico que disipe la neblina. La relatividad de la experiencia, su misteriosa indefinición, es el acicate para seguir contando; la explicación global y absoluta queda fuera del relato, en un recodo ya intransitable del río.

En La fábula de las regiones la reflexión sobre la Historia adquiere un sesgo político. En un mundo precario, de cuartelazos, profetas instantáneos y suplantaciones sin fin, la Historia oficial no es sino una vaga mitología. Por el contrario, la confesión individual es genuina, resistente, pero comunica demasiado. ¿Cómo integrar en un tapiz congruente los excesivos informes individuales? La patria grande, que atañe a todos, es descrita por testigos que particularizan en exceso. La cabalgata desbocada, el hombre oportuno en un balcón, los ojos hechiceros en la madrugada producen un sinfín de interpretaciones. ¿Hay un modo de contarlas? Los libros de texto recogen la árida conjura de los historiadores, una retórica gastada con manoseos de bandera vieja; no queda sino acudir a los testigos y sus verdades sueltas, conocer esos destinos privados y su noche tensa, donde todo significa de más. ¡Son tantos los que estuvieron cerca, con los ojos abiertos! Así, la realidad se distorsiona por el camino sorprendente de la exactitud numerosa. ¿A quién creerle? Cada relato es la explicación provisional de una saga inagotable. Rossi crea un clima común a todo el libro para que las discusiones pendientes tengan una oportunidad en otro cuento; aunque sigan diversos derroteros, las fábulas trazan un argumento transversal, que, al modo inquietante de una frontera en permanente disputa, demarca sus regiones.

El anónimo solapista de Manual del distraído resume así la temperamental inteligencia de Alejandro Rossi: “No estamos ante explicaciones rotundas sino ante un estilo de interrogar el mundo”. Todos sus territorios se someten a esta práctica, de la pintura de Abel Quezada a una visita al dentista, de la música de Mario Lavista a la arquitectura de Teodoro González de León, de la tumba de San Ignacio de Loyola a los teléfonos como últimos sitios de reunión de una tribu fragmentada.

Es de suponerse que pronto escribirá sobre algunas inmensas minucias que han determinado su vida, como el tequila, la delicia de la peluquería, el whisky, los anteojos y, en especial, el cigarro.

Rossi fue un fumador enérgico, que mordía los cigarros como si tuvieran vitaminas y dejaba en cada cenicero una instalación de colillas retorcidas. La vida le pareció un dilatado pretexto para fumar hasta que la enfermedad lo obligó a luchar contra este hábito central. En un principio, soportó el calvario con entereza; luego cedió a una rabia de fin de mundo. La muerte de amigos queridísimos y la degradación de la ciudad en la que vive, no son grandes motivos para recuperar el ánimo. Pero Alejandro ha encontrado nuevos trucos para estar en forma, ya no como el pimponista que jugó dobles con Juan José Arreola en el Torneo Nacional de Tenis de Mesa, allá por 1972 (fue la pareja más ruidosa y despeinada), sino como el observador atento de una realidad que se va a pique y donde él rescata cosas preciadas del naufragio. Afín a Reyes y a Borges, comenta: “no hay tarea literaria pequeña”. Escribir una solapa, un comentario relámpago, una necrológica justiciera es una moral de resistencia. Rossi ha pasado a la escritura continua, la música que suena bien donde la pongan y transforma una nota de pie de página en una pieza estética. Esto no descarta que algún día concluya su planeada novela policiaca (hace años que conserva bajo llave la frase final) o que prosiga la saga del severo Gorrondona, siempre rodeado de poetastros. Lo decisivo, en todo caso, es que ha vencido crisis suficientes para adquirir un estilo único y necesario. Acaso con el ánimo de que le llevemos la contraria, no hace un balance muy positivo de su suerte. Su signo zodiacal, Virgo, lo inclina al escepticismo: “me siento maltratado por los astros”. Sin embargo, sus libros breves y duraderos han modificado más de un destino y concitan el entusiasmo de la crítica (baste mencionar los estupendos volúmenes Aproximaciones a Alejandro Rossi, editado por la UNAM y El Equilibrista, y Alejandro Rossi ante la crítica, edición de Monte Ávila al cuidado de Adolfo Castañón). “Los grandes conversadores viven de los recuerdos y testimonios de otros. Siempre nos queda la duda de si lo fueron en verdad o si son la invención de sus admiradores”, dijo en una entrevista para La Jornada Semanal. Rossi busca pretextos elegantes para que su existencia parezca un “espejismo de la buena voluntad” de los otros. Sin embargo, a su vida le sobran pasaportes para ser la de un fantasma. Una trama compleja y venturosa lo situó en el mejor de los lugares. Aquí. Entre nosotros. –

 

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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