Picasso y el “Cicerón judío”

Sin Max Jacob, la primera estancia de Picasso en París habría sido poco provechosa para el artista que luego se adueñaría del siglo XX. Católico, dramaturgo, fundador de la vanguardia, Jacob fue algo más que un escritor a la sombra del genio.
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Se ha escrito mucho sobre la amistad entre Max Jacob y Pablo Picasso. Sin el escritor francés de origen judío, a quien el pintor apadrinó en su conversión al catolicismo el 18 de febrero de 1915, la instalación del joven Ruiz Picasso en París hubiera sido, casi quince años atrás, más pobre y trabajosa, dilatándose, a su vez, su entrada –antes de saber francés escuchó a Jacob leerle a Baudelaire y a Rimbaud– al mundo de la literatura moderna. Jacob mismo, un escritor fabuloso (literalmente), es admirado de oídas y menos leído de lo que merece; se le recuerda por haber sido el cicerone de Picasso y porque su fervor católico no lo libró de ser obligado a portar la estrella amarilla y morir, de un paro cardíaco, en el campo de internamiento de Drancy, el 5 de marzo de 1944. Su vagón rumbo a Auschwitz-Birkenau –donde fueron gaseados sus familiares– ya estaba programado.

El 24 de junio de 1901 se inauguró en la galería de Ambroise Vollard una exposición de quien aún usaba el apellido paterno (le explicó a su contristado padre que llevar dos eses en el apellido era de grandes pintores, como Poussin o el aduanero Rousseau) y de Francisco Iturrino. Entusiasmado por los cuadros del joven malagueño, Jacob lo fue a ver en pocos días y a partir de ese momento, durante un largo período, el poeta y el pintor se frecuentaron a diario. Norman Mailer, en Portrait of Picasso as a young man (1995), da crédito a ciertos biógrafos no muy autorizados (para bien y para mal) que insinúan una relación homosexual entre ambos. Jacob lo era –y muy culpable de serlo al grado que en su conversión quiso redimir lo que en él consideraba “un accidente atroz”– y Picasso había tenido, previamente, amigos y protectores homosexuales como Manuel Pallarés, Carles Casagemas y Jaume Sabartés. Su amistad con Gertrude Stein, según dice Mailer en ese libro tardío y apresurado, fue otra forma de androginia. Como fuese, la amistad entre Picasso y Jacob fue una gloria para ambos y este último llegó a decir en 1931: “Conocí a Picasso; él me dijo que era poeta; es la revelación más importante de mi vida después de la existencia de Dios.”

((Max Jacob, Œuvres, prefacio de Guy Goffette y edición de Antonio Rodriguez, París, Gallimard, 2012, p. 69 [Quarto].))

Es verdad que ese año Jacob publicó su primer poema, aunque exagera al responsabilizar a Picasso de su vocación entera, en ese entonces indeciso entre la pintura (como pintor ocupa un lugar más importante del que se le concede) y la literatura. Cuando vino el distanciamiento, primero religioso y personal, luego político, quien tenía mucho que perder era el escritor, pero hacia 1930, mientras Picasso ya se había adueñado del siglo, Jacob se quedaba con París como etnógrafo del mundo legendario, ocultista, fundador de la vanguardia, dramaturgo, personaje en varias novelas en clave, admirador de Fantomas, atracción turística; incluso presumía de haber sido el primer escritor en ser atropellado por un automóvil, en 1920. Fue un creyente tan particular que Jean Paulhan llegó a preguntarse si acaso el gran poeta católico, en aquel momento, no era, en vez de Paul Claudel, Jacob.

((Ibid., p. 91.))

Jacob había preparado a Picasso para un encuentro aun más decisivo, el ocurrido con Apollinaire, quien según Mailer antes que gran poeta de vanguardia había pertenecido a “un raro subgrupo”, el de la lumpen-aristocracia.

{{Norman Mailer, Portrait of Picasso as a young man. An interpretive biography, Nueva York, The Atlantic Monthly Press, 1995, pp. 156-157.}}

 Cuando él y Picasso lo conocieron, cuenta Jacob, Apollinaire les pareció, pese a ser docto en Nerón y Petronio, un agente viajero. En todo caso, concluye Jacob en sus “Souvenirs sur Picasso”, el moderno era el pintor, mientras Guillaume Apollinaire no se sacudía del todo el polvo del simbolismo: hacer esa higiene fue el propósito de Jacob mismo.

((Rosanna Warren, Max Jacob. A life in art and letters, Nueva York, Norton, 2020, pp. 99-100.))

Antes que Picasso y Braque, antes de esa empresa pictórica y literaria que fue el cubismo –y que Gertrude Stein, la protectora de Picasso, quiso llevar a la prosa anglosajona en conferencias suyas como Composición como explicación y Qué son las obras maestras y por qué son tan escasas–,

{{Gertrude Stein, Retratos, traducción de José Luis Castillejo, Barcelona, Tusquets, 1974 [Cuadernos Marginales].}}

 fue Jacob quien reconoció la eficacia y el brillo del lenguaje público en la poesía, azuzando a André Salmon y a Pierre Reverdy a radicalizarse. Pero el bretón Jacob estaba demasiado ligado al mundo de los mitos gaélicos (“cubista druídico”, lo llamó Salmon) y de las leyendas infantiles como para ser un agresivo vanguardista. Le sobraba ternura y pronto fue rebasado por los dadaístas y los surrealistas, quienes, muerto Apollinaire como consecuencia de sus heridas de guerra en 1918, veían a Jacob como un abuelo remoto al cual consultar (Michel Leiris fue uno de sus más jóvenes prosélitos) e insultar después. Para colmo, los bretonianos lo tenían por despreciable por ser católico, por epifanía y por elección. Según Rosanna Warren, la mejor lectora de Jacob, la fecunda y conflictiva relación del autor de Le cornet à dés (1917) con el catolicismo no ha sido apreciada en lo que tenía de apasionada, pero también de cómica y suspicaz.

{{Warren, op. cit., p. 91.}}

 Véase si no La défense de Tartufe. Extases, remords, visions, prières, poèmes et méditations d’un Juif converti (1919), que lo hizo quedar mal entre católicos y judíos.

Pese a que de buena gana lo presentó ante la pila bautismal, ese día marcó el principio del fin entre el ateo Picasso y el converso Jacob. Apollinaire ya lo había sustituido como el poeta de la corte de Picasso, un Rey sol. Y al poeta de Zona lo reemplazó Jean Cocteau, autor de una Oda a Picasso (1917), quien dijese: “Cuando se habla de cubismo, no hay que mencionar a Picasso. Un cuadro de Picasso no será nunca cubista, como un drama de Shakespeare no puede ser shakespeariano.”

((Jean Cocteau, Essai de critique indirecte. Le mystère laïc. Des beaux arts considérés comme un assassinat, introducción de Bernard Grasset, París, Grasset, 1932, pp. 188-189.))

Picasso visitó a Jacob por última vez en enero de 1937, acompañado de Dora Maar y su hijo. Transido de un fugaz imperativo nostálgico, Picasso le ofreció a Jacob llevárselo a vivir con él y con su familia de regreso en París, como pensionado y consejero áulico. Jacob se negó. No quería vivir entre surrealistas y comunistas, replicó. Una vez muerto Jacob en Drancy, Picasso asistió al par de misas que le fueron consagradas en la iglesia de Saint-Roch, en París.

Mientras, el autor de Les œuvres burlesques et mystiques de frère Matorel, mort au couvent (1912) pasaba largos años dizque retirado en Saint-Benoît-sur-Loire, alojado en el presbiterio con miras a desintoxicarse –fue adicto al éter y a otros psicotrópicos–, más aprensivo que indiferente ante el ruido de un mundo que siempre lo sedujo. Más coqueto que recoleto, Jacob se refugiaba en Saint-Benoît-sur-Loire para escribir y pintar, yendo y viniendo a París para sus múltiples negocios editoriales y allí, también, se escondía con sus amantes, uno de ellos el siniestro Maurice Sachs, quien lo esquilmó a placer. Se había convertido al catolicismo –merced a Jacques Maritain– para quedar bien con Jacob.

Ciertamente, ni él ni Picasso se recuperaron de la nostalgia por los años de bohemia en Montmartre, entre 1903 y 1906, cuando el pintor se hizo del Bateau-Lavoir y Jacob se mudó a su lado para no respirar otro aire (un hedor infecto, según recuerda Fernande Olivier, la primera mujer de Picasso) que el respirado por sus amigos. Debido a ese medio mefítico, Picasso y ella se arrepintieron de haber adoptado a una niña. Pocos meses después, Jacob tuvo que llevársela con unas monjas.

Fernande, antigua modelo, fue recluida en su casa por Picasso, por celos, en funciones de Barbazul. Con la pistola que heredó de Alfred Jarry, el joven pintor ahuyentaba a los intrusos. Y Fernande, a su vez, no quería a Jacob, “mitad factótum, mitad bufón”.

((Jean-Paul Crespelle, La vie quotidienne à Montmartre au temps de Picasso, 1900-1910, París, Hachette, 1978, pp. 104-116.))

Desde Saint Matorel (1911) hasta las publicaciones póstumas, Picasso ilustró numerosos libros de Jacob. Ellos, acaso, inventaron el llamado “libro de artista”. Retratándolo, Picasso utilizó todas sus técnicas y maneras, incluyendo el retrato a lápiz, a la Ingres, de 1915. Jacob, a su vez, lo dibujó algunas veces. Y decir que le dedicó varios poemas no es decir mucho. Le dedicó su obra. En 1926, Jacob viajó a España y acabó de entender a su amigo mirando al Greco en el Museo del Prado. Dejó su poema de tema peninsular “Honneur de la sardane et de la tenora”, que conmovió a Picasso, aunque no sea el mejor de los suyos.

((Jacob, op. cit., pp. 558-559.))

Cómo no iba a ser llamado el “Mallarmé del cubismo” un Jacob que llevaba, según Marcel Raymond, el inconformismo hasta sus últimas consecuencias y decía: “una personalidad no es más que un error consistente” pues “la ironía le proporciona una llave para salir de su prisión”, según concluía Raymond mismo.

((Marcel Raymond, De Baudelaire al surrealismo, sin nombre de traductor, México, FCE, 1960, p. 216.))

Las consecuencias políticas del catolicismo de Jacob resultaron intolerables para Picasso. Hombre que necesitaba guías, cuando se vio desplazado de los cenáculos de la vanguardia, Jacob empezó a seguir a ciegas todo aquello ordenado por el Vaticano, notoriamente, el apoyo a la sublevación nacional-católica en España. Cuando Picasso venía de exponer el Guernica en el pabellón de la República en la Exposición Internacional de París, a fines de 1937, Jacob, a instancias de Claudel, su director de conciencia, firmaba manifiestos a favor del general Franco. Tras los acuerdos de Múnich de 1938, en la correspondencia privada de Jacob la catástrofe que esperaba a Francia empezó a aparecer, pero el poeta seguía pensado, en su fatal inocencia, que su prestigio de converso lo libraría de compartir el destino judío.

Tras la Liberación, Jacob fue contado entre los poetas mártires franceses caídos en el campo de honor o represaliados, junto a Apollinaire, Charles Péguy, Robert Desnos y Benjamin Fondane. La idea fue de Paul Éluard quien, a su vez, escribirá “A Pablo Picasso” (1944), poema cursi, poema soso, si lo hay. Ese año, el de la muerte de Jacob, Picasso ingresó al Partido Comunista Francés, al cual pertenecía Éluard.

Como muchos católicos, Jacob era, al mismo tiempo, antigermánico y antihitleriano, desde luego, pero ello no los alejaba de su afición por la Acción Francesa, incapaces de relacionar aquel nacionalismo con la irradiación universal antisemita. Tuvo que ser invadida Francia, despojado el poeta hasta de sus derechos de autor y confiscados los bienes de su familia en el lar bretón de Quimper, por el régimen de Vichy, para que algunos de sus poemas empezaran a publicarse en los periódicos clandestinos de la Resistencia. El 24 de febrero de 1944, los alemanes arrestan al “Cicerón judío”, como lo llamaban. Fueron insensibles a la campaña que por su libertad emprendieron los escritores franceses, algunos de ellos colaboracionistas notorios.

A principios de marzo, Cocteau mueve mar y tierra para lograr la liberación del autor de Le laboratoire central (1921). Incluso para aquellos nazis más o menos letrados quienes desde el Hotel Lutecia ejercían, a veces, la benevolencia, Jacob era el judío entre los judíos, más sospechoso aún por haberse querido disfrazar de católico. Fue entonces cuando Cocteau, acompañado de Pierre Colle, se presentó en el estudio de Picasso en la rue des Grands-Augustins para rogarle que firmase la petición dirigida, para liberar a Max Jacob, a las autoridades de la Ocupación. El pintor se negó. “Max”, dijo Pablo Picasso, “es un ángel. Si así lo desea puede salir volando de la prisión”.

((Warren, op. cit., p. XVI.))~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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