Refrendar la democracia

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EL 1915 QUE PUDO SER
En julio de 2006 y por primera vez en su historia contemporánea, México tendrá la oportunidad de consolidar su régimen democrático. Si, luego de los comicios de 1911, Madero hubiera logrado disipar la atmósfera envenenada que caracterizó su fugaz gobierno (las crueles burlas que se hacían a costa de su persona, la honda división en el Congreso, el abuso que la prensa —liberada por él— hacía de la libertad, el odio inexplicable del embajador estadounidense, la animadversión de un sector del ejército), el país habría llegado en paz a la siguiente contienda electoral y 1915 habría sido el año decisivo de nuestra construcción democrática. Los temas centrales de la agenda nacional de entonces, como la reforma agraria, el dominio sobre los recursos naturales, las leyes laborales, la cruzada educativa, los asuntos pendientes de la relación Iglesia-Estado, podrían haber sido materia del mismo Congreso Constituyente de 1917, sin que los hubiera precedido la guerra civil, cuyo año axial fue 1915. No ocurrió así. La discordia —esa vieja enfermedad mexicana que desgarró el siglo XIX— había estallado nuevamente en 1913 y no amainó, de hecho, hasta 1929, cuando Calles fundó el PNR y puso los cimientos del llamado sistema político mexicano. Y la democracia se postergó hasta finales del siglo XX.

Como en 1911, en el 2000 tuvimos elecciones impecables, y cumplimos así con el proyecto original de la Revolución: la fiesta de las urnas en vez de la fiesta de las balas. El sexenio actual se ha ido de modo vertiginoso y el año 2006 apunta ya, cargado de riesgos, porque en él debemos revertir la maldición que parece pesar sobre nuestra vida política. Nuestros períodos democráticos duran poco, conducen a zonas de turbulencia e inestabilidad, y terminan por desembocar en dictaduras abiertas o embozadas.

Sólo la concordia política, que en la definición clásica significa un acuerdo sobre los fines últimos del Estado, podrá dar cimiento firme a nuestra sociedad; pero concordia es, justamente, la condición que ha hecho falta en el comienzo de nuestro siglo XXI, sobre todo entre los actores principales de la vida política: los poderosos, riquísimos y vociferantes partidos políticos. La prueba está en la postergación de la urgente reforma que habría garantizado la gobernabilidad sobre la base de un equilibrio de poderes funcional, muy distinto de la tediosa e inútil contienda de "vencidas" que ha ocurrido en este sexenio. Tampoco existe un consenso básico sobre la necesidad de fincar un estado de derecho que proteja, para empezar, las vidas humanas, además de las libertades y el patrimonio de las personas. Víctimas del crimen organizado y del creciente poder del narcotráfico, los ciudadanos vivimos inermes, como carne de cañón en una guerra no declarada, pero varias facciones políticas no lo reconocen ni lo asumen, por temor a parecer "comparsas" del gobierno y perder bonos y votos para el 2006. Junto a estas divergencias de fondo, hay en la agenda nacional varios temas acuciantes sobre los que impera un desacuerdo tan profundo y sordo como el que en 1913 dividía a la clase política mexicana. Las vías efectivas de creación de riqueza, crecimiento económico y empleo; el modo mejor de combatir la pobreza y la desigualdad; la política energética más conveniente, o los movimientos precisos que debe realizar México en el ajedrez de la globalización, son asuntos sobre los que en este sexenio no se alcanzó consenso alguno. El pasado es otra fuente de conflicto. El antiguo sistema dejó pendientes varias facturas con cargo a las generaciones presentes y futuras (el régimen de pensiones es un caso grave; hay muchos otros), pero no contamos con un diagnóstico compartido sobre el monto y aun sobre la existencia misma de esos pasivos que la realidad, muy pronto, hará exigibles. Un síntoma más de desequilibrio, extremo e inequívoco, está en los trasnochados ideólogos que proponen "refundar la nación", o en los iluminados fundamentalistas que sueñan con "superar" el régimen de partidos en una idílica democracia popular y directa que no ha existido en ninguna parte.

La sombra de la discordia se cierne en el horizonte. La prueba mayor está en la atmósfera política, casi tan enrarecida como la de 1913. Vivimos —vale repetirlo— en una Babel hecha de confusión, desconfianza, banalidad, torpeza, encono, desaliento, cinismo y otras malas pasiones. En México, toda negociación parece sinónimo de claudicación. En México no se debaten ideas y proyectos: todo se centra en las personas y sus "declaraciones". Aquí impera el desdén por los hechos, la entronización de los rumores, la aniquilación simbólica (y en algunos casos real) del contrario, que nunca es adversario sino enemigo.

Pero la discordia latente no debe estallar. El 2006 debe ser el reverso democrático de 1915, la muestra de lo que 1915 pudo ser. Para lograrlo, cada protagonista debe cumplir con su papel. Al menos en esta contienda (mientras nuestra democracia germina y supera poco a poco la suspicacia), el Presidente tiene el deber de conducirse como jefe de Estado, no como abanderado del PAN. Su misión desde ahora debe concentrarse en defender la democracia y alentar la participación responsable, amplia y razonada de los ciudadanos. Por su parte, la sociedad civil tendrá que apoyar al IFE, sobre todo en el caso en que los partidos se nieguen a respetar el marco legal que nos hemos dado —en particular los límites a los gastos de campaña—, y con ello arrojen una sospecha de irregularidad sobre las elecciones. Los medios de comunicación masiva deberán ser los más escrupulosos en practicar la objetividad y neutralidad. La prensa, tanto nacional como internacional, tendrá una influencia significativa en el proceso. Lo ideal es que desde ahora centre su cobertura en aportar datos y preparar reportajes que informen al elector con hechos, y no en alimentar sus prejuicios. Otro factor activo podrá ser la presencia de observadores nacionales e internacionales que, sin merma de la responsabilidad del IFE, vigilen los comicios y, en su caso, otorguen su aval a los resultados.

Los debates que finalmente se realicen a través de la radio y la televisión se deberán planear cuidadosamente, en lo que se refiere a frecuencia, tiempos, formatos, temas, conductores y participantes. Tal como se llevaron a cabo en 1994 y 2000, no han servido cabalmente su propósito: han sido escasos, tardíos, rígidos, difusos, superficiales. Más una frívola pasarela de personalidades que un examen serio sobre la viabilidad de las propuestas. Una democracia viva no sólo se caracteriza por su respeto a la voluntad de la mayoría en las elecciones: se caracteriza también por la calidad de su discusión pública. Si se organizan con imaginación y sentido crítico, los debates podrán ser mucho más efectivos, como escuela de la democracia, que no miles de anuncios sobre las bondades de la tolerancia o la civilidad.

Una idea adicional para cuidar nuestra frágil democracia reside en combatir la impunidad declarativa de los candidatos. Cada frase, cada propuesta, cada palabra que pronuncien se debe someter a un riguroso escrutinio: para entender su contenido (o su falta de contenido, su mera retórica), para dar cuenta de sus posibles incongruencias, contradicciones, errores, y para analizar su factibilidad práctica. Este ejercicio de solvencia, de responsabilidad, podrá tomar muchas variantes.

Pero la responsabilidad mayor reside en los tres principales partidos (el resto no dejan de ser meras franquicias). El PRI, el PAN y el PRD son quienes tienen en las manos la posibilidad de consolidar o de echar por la borda la democracia. Son ellos quienes pueden disipar o encapotar las nubes de la discordia. ¿Querrán, sabrán o podrán hacerlo? La posible respuesta está inscrita en su historial, su desempeño a partir del año 2000, y en las perspectivas futuras de cada uno, ligadas, en mayor o menor medida, al perfil de sus candidatos.

NUEVA BREGA DE ETERNIDADES
En sus 66 años de vida, el PAN ha transitado por varias encarnaciones, todas referidas al domicilio histórico presidencial de "Los Pinos": frente a Los Pinos (1939-1988), con Los Pinos (1988-1994), hacia Los Pinos (1994-2000), en Los Pinos (2000-2005). En todas esas etapas el PAN —con todos sus defectos y limitaciones— no ha sido, ni llegado el caso será, un factor de discordia. Ha sido, y con toda probabilidad seguirá siendo, un factor activo de madurez democrática.

Una parte del estancamiento y deterioro de la vida política de los últimos años se explica por la convergencia de dos inexperiencias políticas: la del PAN y la del Presidente. A través de varias generaciones, el PAN aportó a la democracia mexicana una sustancial formación de ciudadanos, una labor legislativa siempre adelantada a su tiempo, y una tenacidad admirable, heroica a veces, para resistir y sobrevivir a los atropellos de la maquinaria priista. Pero su habilidad básica estaba en acotar el poder, no en ejercerlo. Siempre que postuló a un candidato surgido de sus filas, el PAN fracasó en alcanzar el poder, porque en el fondo no lo quería. Cuando llegó su momento histórico, a fines del siglo pasado, el PAN encontró un caudillo que no sabía de bregar eternidades. Haber encabezado ese vasto movimiento de transición a la democracia, haber "movido las almas" como Madero lo hizo en 1909 y Vasconcelos en 1929, será el aporte de Vicente Fox a la historia mexicana, un aporte que sólo la mezquindad y la falsificación pueden escatimarle.

Pero lo cierto es que Fox tenía aun menos experiencia que el PAN en materia de gobierno. Su desempeño político —sin duda errático y deficiente— ha sido objeto de algunos análisis críticos atinados e inobjetables (hechos de buena fe) y de otros textos y caricaturas tanto o más zahirientes que los que minaron, hasta destruirlo, al gobierno de Madero. Quizás le habría bastado seguir el sabio consejo que Gómez Morín formuló en 1967 para el caso, que veía remotísimo, de que el PAN dejara la "brega de eternidades" y casi por un accidente llegara al poder: hacer un esfuerzo intenso para formar un buen equipo y tal vez convocar, en una buena negociación, a un gobierno de unidad nacional. No se hizo. El gabinete fue irregular, inestable y falto de coordinación. Otra parte de la responsabilidad corresponde, por supuesto, al propio PAN, que no sólo mantuvo una inexplicable e insana distancia con su Presidente, sino que jamás propuso ni menos defendió ante el público un ideario de reformas claro y coherente, y (punto grave, que se atribuye a la influencia de corrientes de ultraderecha) en su ámbito interno consintió por momentos una competencia preelectoral carente de equidad.

El juicio sobre Fox afectará por necesidad al candidato panista del 2006. El ciudadano apreciará los avances democráticos de su gestión, aunque recordará que varios de ellos se cimentaron en tiempos de Zedillo. México, es verdad, goza de un clima de libertades sin precedente. La división de poderes es efectiva y el federalismo es un edificio en construcción. La ley de transparencia es un avance notable, y propio de esta administración. No faltan además logros en el combate a la pobreza extrema, la salud, la paz laboral, los nuevos métodos de educación y la estabilidad macroeconómica (que no en el crecimiento ni el empleo, y en muchos otros rubros de la vida nacional). Estas consideraciones, aunadas al afecto que todavía despierta Fox en amplios sectores (y que sólo conservará si su entorno privado no incurrió o incurre en conductas que prueben ser o haber sido ilegales), integra un capital moral no desdeñable, pero un capital político insuficiente. Por ello, tal vez el desenlace mejor al que Fox pueda aspirar es el de su amigo Lech Walesa, que en Polonia es visto como una figura querida pero decorativa. Si éste es el veredicto, se habrá repetido en el nivel nacional el voto de castigo y alternancia que marcó las sucesiones panistas de Nuevo León y Chihuahua.

No sería del todo justo que así fuera. Por su trayectoria democrática, y porque de las derrotas se aprende, el partido fundado por Gómez Morín merecería una segunda oportunidad. No es sencillo que la tenga. La primera condición es elegir a un buen candidato, un hombre que convenza al electorado de que él sí respetaría los mandamientos del poder. ¿Retrato hablado? Un político con vocación, inteligencia, arraigo y experiencia; informado y malicioso para el debate. Estos rasgos corresponden más a Felipe Calderón (que tendría que embridar su carácter bronco) que a Santiago Creel (demasiado suave hasta cuando no quiere serlo, demasiado cercano al perfil de Fox y copartícipe de su gestión). De Alberto Cárdenas hay, hasta ahora, poco que decir: a pesar de su experiencia gubernativa en Jalisco, se mueve y se expresa con dificultad en la arena pública. Ya en campaña, como ocurrió en 1994 con Diego Fernández de Ceballos y en el 2000 con el propio Fox, el PAN podría sacar provecho de su arma específica: la capacidad para deliberar, para debatir. Pero aun en el caso de una victoria electoral, la posibilidad de un gobierno eficaz no sólo dependería del oficio político del presidente panista, sino de la situación en que queden los otros dos partidos principales. Ante un segundo revés, ¿se desgarraría definitivamente el PRI? Y ¿hasta qué grado de radicalización llevaría el PRD su desencanto? Sin socios con quienes cohabitar en el gabinete, sin mayorías estables en las Cámaras (dos proyectos que sin duda buscaría instrumentar un gobierno panista), el nuevo presidente volvería a quedar atado de manos y se toparía con la mismas dificultades de Fox para gobernar. El país tendría que esperar al 2012 para discutir y llevar a cabo las reformas que necesita. Esa esperanza sería quizás intolerable, a menos de que el posible presidente panista resultara ser el líder visionario, convincente y eficaz que Fox no pudo ser.

Faltando nueve meses para los comicios, la probabilidad apunta a que el siguiente capítulo en la vida del PAN se llame "Fuera de Los Pinos". Si ocurre así, los panistas no deberán vivirlo como un drama. Desde la oposición —su terreno natural— podrían extraer lecciones de la experiencia foxista, fomentar la aparición de nuevos líderes, renovar su imagen y su anticuado ideario, alejarse de las posiciones ultramontanas, acercarse a los jóvenes, enriquecer su democracia interna. Prepararse, en suma, para el 2012. Y desde la oposición podrían seguir haciendo lo que han sabido mejor: limitar y encauzar el poder, orientar la conciencia pública, desempeñar un papel responsable en las Cámaras, bregar a favor de la democracia y la concordia. El PAN no pudo acumular autoridad política, pero tiene autoridad moral. Fuera o dentro de Los Pinos, necesitará acrecentar aquélla y conservar ésta, en el discorde México que podría venir.

SEGUIR EN EL PURGATORIO

Hablar del viejo sistema político, del PRI y sus presidentes como factores de concordia, es incurrir en algo más que una licencia verbal: una mentira. Es verdad que, en un siglo surcado por guerras de toda índole (mundiales, nacionales, civiles, religiosas, raciales), el país disfrutó largas y fructíferas décadas de estabilidad y crecimiento, décadas en las que los enfrentamientos fueron la excepción. Pero la paz, el orden y el progreso que alcanzó México entre 1929 y 1968 no fueron muy distintos, en esencia, de los de tiempos porfirianos, cuyas condiciones no dependían de la libre voluntad de los ciudadanos sino de la gracia de un monarca sexenal con ropajes republicanos, de un poder sin legitimidad democrática. México vivía en la concordia forzada de un acuerdo mafioso. Los intentos de reforma interna que encabezó Carlos Madrazo en 1965 abortaron. Y aunque las reformas de 1979 cedieron espacios parlamentarios a cuentagotas, el pacto en la cumbre siguió vigente hasta 1994.

Durante su gestión, Salinas propició la creación del IFE, concedió triunfos de la oposición panista en las Cámaras y en algunas gubernaturas. Era del todo insuficiente. Salinas pareció creer que las importantes reformas económicas que había encabezado requerían la tutela de un nuevo Jefe Máximo: él mismo. El asesinato de Luis Donaldo Colosio truncó esa aspiración, que el propio Colosio —a juzgar por su discurso postrero— habría impedido. En 1995, Zedillo reconoció que el ciclo histórico estaba en verdad agotado y abrió paso a la opción aplazada desde la fundación del PRI: la democracia.

En términos de doctrina democrática, el PRI es tan novato como lo es el PAN en doctrina maquiavélica. Tan firmes eran las convicciones antidemocráticas del PRI al finalizar el siglo, que por poco expulsa de sus filas a Zedillo cuando aceptó la derrota. "Llegamos echando bala y nos sacarán echando bala", había afirmado alguna vez Fidel Velázquez, que murió a los 97 años, como para no atestiguar el arribo de Cuauhtémoc Cárdenas al poder en el D.F., como para no vivir en el 2000 el ascenso de "la reacción" panista, como para no ver que ni "con balas" podía detenerse el proceso democrático.

Con todo, el PRI tuvo el mérito de asimilar finalmente su derrota. Quizá entrevió que la salida pacífica de Los Pinos lavaba, hasta cierto punto, sus largas y reiteradas faltas a la democracia. Desconcertado, desanimado, dividido por períodos, el PRI, como buen camaleón de la historia, se recompuso y comenzó a revertir su suerte política: se deslindó de Fox sin provocar una ruptura; evitó cometer errores verbales (el nuevo monopolio presidencial); postuló (con excepciones flagrantes, caciquiles) a algunos buenos candidatos para los puestos municipales y estatales; ganó varias elecciones; armó una pasarela de gobernadores —posteriormente llamada tucom, "todos unidos contra Madrazo", el presidente del Partido—, que ha dado una leve apariencia de democracia al proceso de selección interna y otorgó visibilidad a un elenco que eventualmente podría integrar un gabinete más o menos profesional; lanzó para el gobierno del Distrito Federal la precandidatura de Beatriz Paredes, una figura política inteligente y experimentada.

Hasta hace unas semanas, antes de estallar el conflicto de pronóstico reservado entre la dirigencia —madracista— y Elba Esther Gordillo —secretaria general y líder del gigantesco sindicato de maestros—, el PRI parecía encaminarse con paso firme hacia el 2006, con sólo dos inconvenientes, nada triviales: el carisma negativo de Roberto Madrazo, identificado con la más turbia tradición del PRI, y el perfil indefinido del ex gobernador del Estado de México Arturo Montiel, su contendiente en la postulación.

Para el 2006, el PRI debió tomar en serio la receta de Cosío Villegas en 1976, cuando recomendaba a ese partido inventar un candidato. Era difícil hacerlo, porque el carácter monopólico del PRI favorecía la obediencia, no la competencia, condición esencial para la aparición de líderes. El que el PRI no pudiera inventar entonces un candidato mejor costó al país la quiebra económica en 1976. El no inventarlo en 2005 podría ser su error terminal y costarle no sólo la presidencia, sino una escisión mucho más grave que la del sindicato de maestros: un desgajamiento histórico hacia el PRD. No es imposible que ése fuera el desenlace tras una nueva victoria del PAN (que intentaría detener la división invitando al PRI a participar en el gobierno), pero ocurriría con mayor probabilidad en el caso de un avance irresistible de López Obrador en las encuestas. La trayectoria de Cárdenas, Muñoz Ledo y López Obrador, que luego siguieron Manuel Camacho y otros priistas conspicuos, se volvería un fenómeno generalizado. Se cumpliría así la profecía que en 1989 le escuché a Gabriel Zaid: "los perredistas se salieron del PRI, para quedarse con el PRI."

Hay otro escenario de derrota frente al PRD: las bases del PRI y sus dirigentes entienden las graves implicaciones de su escisión y la evitan; la fuerza de sus gobernadores y sus bancadas constituye, junto con el PAN, un valladar a cualquier reconstitución del monopolio político; estaríamos en un cuadro difícil, comprometido, pero más maduro. Colocado en la posición que ahora ha tenido Fox, un López Obrador radical (que es una de sus posibilidades) tendría que flexibilizar sus posiciones y negociar, como no ha tenido que hacerlo en el gobierno de la ciudad de México.

Pero los escenarios de victoria también existen, y no son ilusorios. Si el temor a un eventual gobierno radical del PRD se generaliza, el PRI puede parecer ante el electorado como un mal menor. Es posible que cuente, además, con el "voto duro" que pregona, y que ese voto lo lleve de nuevo a Los Pinos. Si además obtiene los escaños suficientes en las Cámaras, podría ofrecer al PAN (que, por su larga tradición, no se desgajaría ante la derrota) un arreglo similar al de la época de Salinas, pero ahora sí legítimo, en la medida en que el contexto democrático permite y aun exige la negociación legislativa. El arreglo podría incluir también una participación del PAN en el gabinete. Para ser todavía más eficaz, y para disolver definitivamente los peligros de discordia, la oferta debería extenderse de inmediato al PRD. Así se integraría un gobierno de unidad nacional, que daría al país un respiro de seis años para que se serene y pueda debatir y resolver, en un clima de concordia, los grandes temas nacionales.

El PRI y el PAN podrían quizá pactar esa convivencia, pero es dudoso que, llegado el momento, el PRI tienda un puente de plata al PRD, y más dudoso aún que éste lo acepte. De sobrevenir la derrota del PRD, algunas de sus tribus y caudillos tendrán quizá la tentación de volver a su historia predemocrática. Y ante ese desafío, el PRI podría volver a la suya: la "mano dura." Correríamos el riesgo de regresar a los tiempos de Díaz Ordaz y Echeverría: discordia sin democracia. Para conjurarlo necesitamos que todo el proceso, desde ahora hasta el 10 de diciembre, sea impecable. La democracia mexicana debe ser como una urna de cristal, transparente.

Aunque el PRI no es ya —y quizá nunca pueda volver a serlo— sinónimo del sistema político mexicano, lo sigue siendo en la percepción de la mayoría de los electores y en la opinión internacional. Los 71 años en el poder siguen y seguirán pesando. Su prestigio y credibilidad con las generaciones jóvenes es nulo. En sus prácticas, su mentalidad y en muchos de sus líderes resuenan los viejos vicios: corrupción, corporativismo, manipulación, autoritarismo y mentira. Sería justo que siguiera en el purgatorio, al menos por otros seis años. Gane o pierda, el problema histórico del PRI es inverso al del PAN: tiene fuerza política pero carece de autoridad moral. Necesitará adquirir aunque fuera un atisbo de ella, en el discorde México que podría venir.

LA IZQUIERDA ANTILIBERAL
La izquierda del siglo XX nació de espaldas a la democracia liberal. En su versión comunista, fundada por un activista hindú, apareció en México en 1919 y se dividió muy pronto en infinidad de corrientes, capillas, partidos, grupos, sectas, cofradías. Abanderada por artistas extraordinarios y dogmáticos como Rivera y Siqueiros; encabezada por grandes líderes ideológicos y sindicales, demasiado dóciles a las consignas de Moscú (Lombardo Toledano); representada, muchas veces, por intelectuales rectos (Narciso Bassols), escritores notables, honestos, cristianos sin fe y proclives al martirio (José Revueltas); peleada a muerte con el sistema y a menudo consigo misma, la izquierda había sido proscrita en tiempos de Calles y el Maximato, aliada en tiempos de Cárdenas, alejada en los de Ávila Camacho, perseguida por Alemán, tolerada con Ruiz Cortines, resurgente con López Mateos, insurgente y libertaria frente a Díaz Ordaz, radical y guerrillera contra Echeverría. A fines de los setenta y gracias a las reformas propuestas e instrumentadas por Jesús Reyes Heroles, los diversos grupos y partidos de izquierda comenzaron a ponderar la posibilidad de incorporarse a la vida parlamentaria. Algunos obtuvieron su registro. El caso más notable fue el grupo de Heberto Castillo, ingeniero cívico y civil que, sin renunciar a sus convicciones, las ponía a prueba tendiendo puentes de concordia con otras corrientes políticas. Otros, más jóvenes e intoxicados todavía de un marxismo crepuscular, no dudaron en expresar su desprecio por la democracia "formal" y "burguesa". Fueron los menos.

En 1989 se hizo realidad un viejo sueño del General Cárdenas: la creación de una izquierda unida, sólida, independiente, pero sobre todo mexicana. La clave de ese desarrollo residió, como tantas veces ha ocurrido en nuestro pasado, en la calidad del caudillo. Cuando Cuauhtémoc Cárdenas se negó a encabezar una rebelión contra los dudosos resultados de 1988 y un año después fundó el PRD, hizo un doble servicio que no se le reconoció entonces (ni nunca) de manera suficiente: logró preservar la frágil estabilidad del país y condujo finalmente a la izquierda por un camino poco transitado: el de la vida parlamentaria. Sirvió a la concordia y a la democracia. Fue una hazaña.

El PRD avanzó vertiginosamente a lo largo de los noventa. Tomaba en serio la democracia, y ese compromiso permeó a los votantes que, en un contexto ya favorable, comenzaron a cruzar el emblema del "Sol azteca" en las boletas electorales. En 1997 Cárdenas triunfó en el Distrito Federal. En el año 2000 merecía el premio mayor, su vuelta personal a Los Pinos (donde había crecido de niño), pero se le atravesó un competidor más apto, no en términos políticos sino electorales: el carismático y populachero Vicente Fox. Por tercera ocasión consecutiva, Cárdenas aceptó su derrota y se retiró a un discreto activismo en su partido. Podía sentirse satisfecho. El PRD no se había abatido con la derrota y, en cambio, había formado un buen elenco de políticos profesionales, tanto de extracción priista como de antiguos socialistas. En el gobierno de Michoacán despuntaba la carrera de su hijo, dotado de sentido práctico, buena estrella y un nombre mitológico: Lázaro Cárdenas. Por si fuera poco, en la Jefatura del Gobierno del D.F. triunfaba su hijo en la política, un luchador social formidable, el tabasqueño Andrés Manuel López Obrador.

A cinco años de aquellos hechos, muchas cosas han cambiado. Cárdenas y López Obrador se han distanciado, y su reconciliación no parece próxima ni sencilla. Teniendo en mente el ejemplo de su amigo Lula, que insistió hasta alcanzar la presidencia, Cárdenas porfiará, al menos por un tiempo. Lo mueve, según ha dicho, la convicción de que su proyecto "Un México para todos" es distinto, más incluyente y abierto que el "Proyecto alternativo de nación" de López Obrador. Percibe en su antiguo pupilo rasgos perturbadores de personalismo e intolerancia. Si se acercaran en términos de igualdad, formando un frente único que combinara lo más sensato de sus respectivos proyectos, aumentarían la probabilidad de un triunfo para el PRD. Si no ocurre, o si Cárdenas termina por aparecer en la boleta electoral cobijado por otro partido o una coalición, la votación favorable al PRD disminuiría, aunque quizá no en proporciones significativas.

La suerte del PAN en 2006 dependerá, al menos parcialmente, del veredicto ciudadano sobre Fox. La del PRI dependerá menos del atractivo casi inexistente de sus abanderados que de la percepción de estabilidad y experiencia que el público pudiera asociar con sus siglas: "más vale malo por conocido que bueno por conocer." La del PRD dependerá exclusivamente (como la del PAN en el 2000) de un caudillo: López Obrador. Aunque hoy por hoy es el candidato de punta, no hay que descartar una caída en las encuestas o una derrota en 2006. ¿Cuál será su actitud en ese caso? Si el diferencial final entre López Obrador y el candidato ganador del PAN o el PRI fuera pequeño, digamos de un 2%, o incluso mayor, ¿movilizaría el candidato del PRD a sus huestes, como lo hizo tras las turbias elecciones de Tabasco en 1995? ¿Encabezaría un nuevo "éxodo por la democracia"? ¿Propondría otras variantes de la resistencia civil que ha practicado tantas veces con éxito? Aquellas elecciones, hay que recordar, ocurrieron en tiempos todavía predemocráticos, que no son los actuales. Para conjurar una repetición de aquellos hechos —que esta vez podrían ensangrentar las calles del país—, la única salida es asegurar la transparencia y la equidad del proceso electoral y dirimir las eventuales diferencias a través de las instituciones, como el TRIFE y (en un extremo que la Constitución prevé) la Suprema Corte de Justicia.

Aunque el escenario de derrota existe, el resultado más probable, a juzgar por las encuestas y tendencias más recientes, es el de una victoria del candidato perredista. Desde una perspectiva democrática, este posible triunfo podría ser bienvenido como un hecho respetable, natural y explicable. Respetable, porque de eso se trata en principio la democracia: del triunfo de las mayorías. Natural, porque México sigue siendo un país muy pobre, y esa lacra vergonzosa es el mejor argumento de la izquierda, su fuente de auténtica legitimidad.Las considerables dotes políticas de Andrés Manuel López Obrador son inseparables de la seriedad con que asume este agravio: el compromiso de enfrentarlo (al margen de la factibilidad, para mí discutible, de sus propuestas) es su vínculo con la tradición de la Revolución Mexicana, en su versión social más pura, la cardenista. Otro factor natural en el avance de la izquierda es el fracaso real o percibido del gobierno de Fox. "Ya les toca", pensará el elector, haciendo una sencilla reflexión: si tuvimos PRI durante setenta años y el PAN dejó pasar su gran oportunidad, es justo que intentemos la tercera opción, la del PRD, más aún si se recuerda que fue la víctima en las turbias elecciones de 1988. A estos factores favorables hay que agregar el contexto latinoamericano, caracterizado por una desilusión de las políticas económicas de libre mercado y un movimiento de la opinión y los votos hacia la izquierda. Respetable, natural y explicable, una alternancia hacia la izquierda podría ser también deseable, porque sólo en el ejercicio cotidiano del poder (que anhelan ardientemente) los políticos del PRD podrán adquirir la experiencia necesaria para ajustar sus esquemas ideológicos a la dura prueba de la realidad y encarnar, en el mejor de los casos, la corriente que nuestro país necesita con urgencia: la de una izquierda moderna.

La aparición de esa izquierda moderna reformista, que abriera para México las puertas del siglo XXI, sería el mejor desenlace posible para las elecciones del 2006, pero esa transformación es más que improbable. Por eso cualquier demócrata genuino puede ver con legítima preocupación el ascenso de la izquierda mexicana al poder. El problema de fondo reside en el desencuentro de nuestra izquierda (académica, intelectual, mediática, política, sindical, partidaria, y por supuesto, guerrillera) con la tradición liberal en su conjunto, pero en particular con el liberalismo esencial a toda sociedad abierta, el liberalismo político. A un liberal lo definen ciertos rasgos inconfundibles. Un liberal desconfía del poder, sobre todo del poder absoluto en manos de una sola persona, pero también del poder encarnado en las masas movilizadas. Un liberal confía en el valladar de las instituciones y trabaja para acrecentar el imperio de las leyes. Un liberal no sólo celebra sino que protege la diversidad de creencias, ideas, culturas y opiniones. Un liberal practica la tolerancia. Un liberal cree en el individuo, más que en el Estado, como motor de creatividad económica, social, cultural. Un liberal descree de la lucha de clases y toda clase de "lucha" que bordee, así sea tenue o potencialmente, la violencia, sobre todo si las transformaciones pueden lograrse a través de reformas. En cada uno de esos sentidos, la izquierda mexicana está muy lejos del legado liberal que fue el suyo en el siglo XIX, y al que nunca debió haber renunciado. El precandidato único del PRD ha dicho que admira a los liberales del siglo XIX y a los pocos del XX, como Daniel Cosío Villegas (bajo cuya influencia escribió un libro sobre la República Restaurada en Tabasco). Ha dicho también que, en lo político, encabezaría un gobierno juarista. Pero lo cierto es que, en todos los sentidos apuntados, Andrés Manuel López Obrador no se ha comportado como un hombre que entienda, respete y, menos aún, asuma el credo liberal.

El desdén de la izquierda mexicana por la tradición liberal podría poner en riesgo la democracia. Si aquella profecía de Zaid se cumple y el PRD (gracias a un desprendimiento tectónico del PRI) triunfa con "carro completo", la tentación de restaurar el viejo sistema político sería irresistible. Habríamos vuelto a la vieja Presidencia Imperial con nuevos ribetes populistas. En el caso de que su eventual victoria ocurriera en un contexto de pluralidad parlamentaria, López Obrador se encontraría frente a la prueba de fuego. Si opta por el respeto irrestricto al legado liberal de México (el cumplimiento de la ley, la división de poderes, el sufragio efectivo, la no reelección, y la libertad de expresión y demás libertades individuales), tendrá el pleno derecho de ensayar, en ese marco, sus proyectos alternativos, tanto económicos como sociales. Pero si, aun llegando al poder por decisión de una mayoría inobjetable (absoluta o relativa), se niega a honrar el legado de "aquellos gigantes" del siglo XIX a los que dice admirar, la antigua maldición habrá caído sobre nosotros y habremos perdido, una vez más, como en 1915, la oportunidad de refrendar la democracia.

UN COMPROMISO
Si alguna lección ha podido dejarnos ya el siglo XXI, con su estela de calamidades provocadas por el hombre y por la naturaleza, es que en este mundo la única regla es el azar. Todo, en verdad, puede suceder, y todo se puede perder en un santiamén. Nos quejamos con plena razón del estancamiento de México, y nos desespera pensar lo que podríamos lograr con nuestros recursos en un clima de mínima concordia. Pero en nuestros lamentos olvidamos que, en un descuido, podríamos perder aún más. En 1913, la clase política jugó con fuego y aprendió que el fuego quema y arrasa. Si hay un pecado histórico en México, es la inclinación a "resolver" nuestras diferencias no con las armas de la razón sino con las armas de fuego. Lo más probable es que nada ocurra en nuestro país similar a esos hechos sangrientos, pero hay muchas formas de incendiar México y arruinar nuestra democracia. Para disipar ese peligro lo importante es fijarnos como meta la preservación de la democracia. Que cada quien tome conciencia y haga lo que le toca. Los ciudadanos, esforzarse por conocer, todo lo mejor que puedan, el abanico de posibilidades políticas —municipales, estatales y nacionales— que se abren ante ellos, invitar a otros a informarse igualmente, y comprometerse con la mejor, o la menos inconveniente. Y desde luego participar en las discusiones en su medio y, sin falta, en todas las elecciones. Y animar a otros a participar también. Pero los candidatos y los partidos pueden hacer algo más: suscribir ante la sociedad el compromiso de respetar las reglas de la democracia liberal antes, durante y después del 6 de julio.~    

— 16 de septiembre de 2005

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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