ProfesiĆ³n juarista

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El 21 de marzo de 2006 MĆ©xico festejarĆ”, o tal vez sĆ³lo conmemorarĆ”, el segundo centenario del natalicio de Benito JuĆ”rez. Su lugar predominante en la historia pareciĆ³ siempre un dogma patriĆ³tico. MuriĆ³ en olor de cĆ­vica santidad en 1872 y a partir de entonces los dos regĆ­menes que sucedieron a la RepĆŗblica Restaurada ā€”el porfiriano y el revolucionarioā€” lo han canonizado. QuizĆ” el momento clave en el proceso fueron los actos beatificatorios y la profusa publicaciĆ³n de libros, ensayos, artĆ­culos, discursos, composiciones y poemas hagiogrĆ”ficos que se llevaron a cabo en 1906, pero, de tiempo atrĆ”s, a lo largo y ancho del paĆ­s se sucedĆ­an toda suerte de bautizos solemnes con el nombre de JuĆ”rez: una ciudad (1888), plazas, avenidas, calles, pasajes, teatros, edificios, estatuas, pinturas, estampas. La RevoluciĆ³n Mexicana incorporarĆ­a al panteĆ³n cĆ­vico a una tumultuosa cauda de nuevos hĆ©roes que opacarĆ­an un poco la figura de JuĆ”rez pero sin relegarla claramente a un segundo nivel. Es cierto que todavĆ­a a mediados del siglo XX la historia que se profesaba en muchos colegios catĆ³licos describĆ­a al ā€œburrito JuĆ”rezā€ quemĆ”ndose en el infierno, pero esa animosidad le hizo a JuĆ”rez lo que el viento: nada, o casi nada. El catecismo nacional en torno suyo se resumirĆ­a en la letra de aquella famosa canciĆ³n que todos aprendimos: ā€œEn San Pablo Guelatao, del estado de Oaxaca, naciĆ³ Don Benito JuĆ”rez …ā€. Desde su nacimiento tenĆ­a el ā€œDonā€.
     Formado originalmente ā€”mea culpaā€” en la historia de bronce, adoctrinado domingo a domingo en la Hora Nacional, visitante asiduo del Museo del Caracol, del Castillo de Chapultepec y el recinto a JuĆ”rez en el Palacio Nacional, confieso haberme emocionado con la saga oficial de JuĆ”rez. En esos templos de la doctrina cĆ­vica aprendĆ­ los pasajes canĆ³nicos: Guillermo Prieto exclamando ā€”para salvar a JuĆ”rezā€” ā€œlos valientes no asesinanā€, el refugio de Veracruz y la promulgaciĆ³n de las Leyes de Reforma, la lucha contra la invasiĆ³n francesa, el juicio de Maximiliano. Uno de los primeros libros que leĆ­ fue JuĆ”rez, el impasible de HĆ©ctor PĆ©rez MartĆ­nez, que me atrapĆ³ desde la primera lĆ­nea: ā€œLa maƱanita brinca sobre la sierra…ā€. En 1958, como reconocimiento por ciertos trabajos de impresiĆ³n, el ingeniero Jorge L. Tamayo regalĆ³ a mi padre el Epistolario de JuĆ”rez, que habĆ­a editado en ocasiĆ³n del centenario de la ConstituciĆ³n del 57. Yo lo solĆ­a leer Ć”vidamente, sobre todo en los testimonios de intenso sufrimiento familiar de JuĆ”rez durante la intervenciĆ³n francesa, cuando perdiĆ³ en Nueva York a dos de sus tres hijos varones. A mediados de los sesenta seguĆ­ las peripecias de JuĆ”rez en las telenovelas de Ernesto Alonso (basadas en los buenos guiones de Eduardo Lizalde y Miguel Sabido y representadas con gran fuerza por JosĆ© Carlos Ruiz) y comencĆ© a leer dos obras centrales de la bibliografĆ­a juarista: el JuĆ”rez: su obra y su tiempo de Justo Sierra, y los dos gruesos volĆŗmenes biogrĆ”ficos de un historiador malogrado y olvidado pero de gran mĆ©rito: Ralph Roeder.
     La devociĆ³n se volviĆ³ desencanto cuando en El Colegio de MĆ©xico leĆ­ dos libros demoledores, JuĆ”rez y las Revoluciones de Ayutla y de Reforma y El verdadero JuĆ”rez, ambos del polemista mĆ”s notable de la historiografĆ­a mexicana, el ingeniero Francisco Bulnes. Era una tortura descubrir al hombre detrĆ”s del bronce. Un rosario de Nos. No: JuĆ”rez no habĆ­a sido liberal (en el sentido religioso, como defensor de la libertad de creencias) hasta mediados de los aƱos cincuenta. No: JuĆ”rez no habĆ­a querido promulgar en un principio las Leyes de Reforma que, por lo demĆ”s, no se debĆ­an mayormente a su estĆ­mulo e inspiraciĆ³n. No: JuĆ”rez no habĆ­a sido un caudillo impasible durante la Guerra de Reforma sino un hombre a veces errado (como cuando ordena a Degollado marchar a la Ciudad de MĆ©xico, donde sobreviene la previsible masacre de Tacubaya), injusto (cuando quita el mando y deshonra al propio Degollado por haber osado pedir la intermediaciĆ³n extranjera para dar por terminada la guerra), intolerante (cuando desprecia la opiniĆ³n de sus amigos mĆ”s fieles en el dudoso episodio de su permanencia en el poder hacia 1865) e incluso irresponsable (como atestigua el oscuro episodio del Tratado McLane-Ocampo, que finalmente fue rechazado por la CĆ”mara Alta norteamericana, pero que tomado al pie de la letra hubiese abierto la puerta a una suerte de protectorado yanqui sobre MĆ©xico). A mediados de los aƱos setenta, revisando la correspondencia entre Daniel CosĆ­o Villegas y Antonio Carrillo Flores (embajador de MĆ©xico en los Estados Unidos), encontrĆ© una copia completa de aquel malhadado documento con un comentario preciso de Carrillo en el sentido de que no habĆ­a que seguir escarbando en el tema, porque hacerlo daƱarĆ­a aĆŗn mĆ”s la reputaciĆ³n del hĆ©roe.

A principio de los noventa, como parte del libro Siglo de caudillos, acometĆ­ la hechura de un ensayo biogrĆ”fico sobre JuĆ”rez. AllĆ­ estĆ”n, creo yo, las incĆ³modas evidencias del hombre de carne y hueso, aquellas que probĆ³ Bulnes y otras ā€”humanas, demasiado humanasā€” que se desprenden del Epistolario y de las crĆ­ticas de Francisco G. Cosmes, para quien JuĆ”rez actuaba como un verdadero cacique. Mi propĆ³sito ā€”ajeno ya a la devociĆ³n o al desencantoā€” era bajarlo del pedestal pero no hacerlo aƱicos, comprender el sentido de su vida pĆŗblica. Como eje explicatorio recordĆ© un discurso pronunciado el 16 de septiembre de 1840 en el que JuĆ”rez criticaba acremente la huella del rĆ©gimen virreinal en MĆ©xico: ā€œdescuidĆ³ la educaciĆ³nā€, ā€œcriĆ³ clases con intereses distintos”, aislĆ³, intimidĆ³, corrompiĆ³, dividiĆ³, provocĆ³ ā€œnuestra miseria, nuestro embrutecimiento, nuestra degradaciĆ³n y nuestra esclavitudā€. Me sorprendieron el Ć©nfasis y sobre todo el uso del pronombre. ĀæA quiĆ©n se referĆ­a, en el fondo, ese ā€œnosotrosā€? No a los mexicanos ā€”conjeturĆ©, siguiendo pistas de Justo Sierraā€” sino a los indios: ā€œPero hay mĆ”s ā€”agregaba JuĆ”rezā€”. La estĆŗpida pobreza en que yacen los indios, nuestros hermanos. Las pesadas contribuciones que gravitan sobre ellos todavĆ­a […] el abandono lamentable a que se halla reducida su educaciĆ³n primariaā€.
     A mediados del siglo XIX, siendo ya gobernador de Oaxaca, JuĆ”rez hablaba de su misiĆ³n histĆ³rica haciendo referencias continuas a Dios ā€”que a Bulnes, anacrĆ³nicamente, escandalizaban, aunque se trataba de una prĆ”ctica reiterada en esos tiempos, incluso en la jura de la ConstituciĆ³n del 57ā€”, pero de nueva cuenta habĆ­a un Ć©nfasis significativo en sus palabras: ā€œDios y la sociedad nos han colocado en estos puestos para hacer la felicidad de los pueblos y evitar el mal que les pueda sobrevenir […] Hijo del pueblo, yo no lo olvidarĆ©; sostendrĆ© sus derechos, cuidarĆ© de que se ilustre, se engrandezca y se cree un porvenirā€.
     Aun descontando la retĆ³rica de la Ć©poca y de todas las Ć©pocas, la vinculaciĆ³n de ambos textos ā€”me pareciĆ³ā€” arrojaba una luz sobre el sentido de paternidad absoluta con que JuĆ”rez asumiĆ³ el poder desde 1858 hasta su muerte. Esta encarnaciĆ³n carismĆ”tica de la instituciĆ³n presidencial fue una enormidad histĆ³rica: por principio de cuentas, afianzĆ³ la legitimidad legal del poder en MĆ©xico (fundiendo al carisma del caudillo con la tradiciĆ³n autocrĆ”tica novohispana e indĆ­gena). Todos sus contemporĆ”neos liberales lo reconocieron y se reconocieron en Ć©l. Gracias a esa generaciĆ³n, a ā€œaquellos hombres que parecĆ­an gigantesā€ (Antonio Caso), MĆ©xico tiene una sĆ³lida tradiciĆ³n de libertades cĆ­vicas. JuĆ”rez no fue el ideĆ³logo ni el jurista de ese inmenso avance: fue, al margen de todas las desavenencias, su lĆ­der. VertiĆ³ vino nuevo de legalidad en viejos odres de autoridad.
     ā€œPara JuĆ”rez ā€”escribiĆ³ Emilio Rabasaā€” la fuente del poder era inagotableā€. Lo era, en parte, por ser con mucho el hombre de mayor edad en esa generaciĆ³n, pero lo era sobre todo porque esa fuente provenĆ­a de manantiales antiguos, los mĆ”s antiguos, anteriores al de los conquistadores que prohijaron aquella ā€œestĆŗpida pobrezaā€: los manantiales de la cultura indĆ­gena. Ese poder sin fisuras, ilimitado pero fincado (al menos formalmente) en la ley, fue la piedra de fundaciĆ³n del presidencialismo mexicano. Hemos visto y padecido las consecuencias nocivas de esa concentraciĆ³n de poder en el siglo XX, pero aquel liderazgo fue el crisol cohesivo de la naciĆ³n mexicana en un trance de tal gravedad que hubiera desembocado en la secesiĆ³n de sus estados norteƱos o en lo que JuĆ”rez y los liberales interpretaban como una reversiĆ³n de la Independencia: la dominaciĆ³n de una potencia europea. No sin cierta razĆ³n se dirĆ” que el tratado McLane-Ocampo implicaba lo mismo con respecto a los Estados Unidos, pero Ocampo y JuĆ”rez eran demasiado astutos para no haber ponderado los riesgos de su posiciĆ³n frente a las ventajas diplomĆ”ticas, econĆ³micas y militares que obtuvieron. Su victoria inmediata sobre el bando conservador (que paralelamente firmaba el tratado Mon-Almonte) es la prueba mejor de que ese cĆ”lculo existiĆ³ y funcionĆ³.
     La consolidaciĆ³n paralela de la nacionalidad mexicana y las libertades cĆ­vicas puede parecer un logro menor frente al cargo que se hace a JuĆ”rez desde el Ć”ngulo del multiculturalismo, segĆŗn el cual fue no sĆ³lo indiferente a ā€œsus hermanos indĆ­genasā€ sino abiertamente hostil, porque no objetĆ³ las leyes que afectaban los bienes comunales. En esto, JuĆ”rez actuaba como un liberal reformado. Hijo de su tiempo, es verdad, no veĆ­a ā€”a diferencia de Maximilianoā€” los valores intrĆ­nsecos de las comunidades indĆ­genas, sus usos y costumbres y su apego religioso a la tierra, pero los males que seƱalaba no eran menos ciertos: ignorancia, miseria, aislamiento, miedo, divisiĆ³n, degradaciĆ³n, abandono, opresiĆ³n. En una palabra, la ā€œestĆŗpida pobrezaā€ de los mexicanos originales, de los mexicanos como Ć©l, de los indios.
     Justo Sierra, el mĆ”s generoso y tambiĆ©n el mĆ”s comprensivo de nuestros historiadores, sostuvo que JuĆ”rez ā€”ā€œsiempre religiosoā€, aun despuĆ©s de su reforma personalā€” ā€œveĆ­a a travĆ©s de la ConstituciĆ³n y la Reforma la redenciĆ³n de la repĆŗblica indĆ­genaā€. Eran las vĆ­as legales para sacar a sus ā€œhermanosā€ de esa condiciĆ³n, para emanciparlos como Ć©l se habĆ­a emancipado. En gran medida lo siguen siendo. Hoy una mentalidad respetable pero reaccionaria desdeƱa el tratamiento prĆ”ctico de los atĆ”vicos problemas de los indios, y en pleno romanticismo cree ver en la vuelta a ese universo cerrado al tiempo la soluciĆ³n para el porvenir. No hay duda de que en esa matriz cultural hay valores que se deben preservar, pero los problemas que seƱalĆ³ JuĆ”rez siguen siendo los mismos y las soluciones tambiĆ©n: libertad, democracia, igualdad ante la ley. Valores universales.
     JuĆ”rez habĆ­a salido de su condiciĆ³n. No tenĆ­a nostalgia de ella. No fue el primero en salir. Salir de ella no es denigrarla. Es lo que hicieron ā€”forzados o por convencimientoā€” todos los mestizos mexicanos, una porciĆ³n no menor de ese conglomerado que atraviesa los siglos y que llamamos MĆ©xico. Las comunidades indĆ­genas del MĆ©xico actual pueden aspirar a permanecer total o parcialmente en su cultura, o a salir del mismo modo de ella. O pueden aspirar ā€”con creatividadā€” a tener lo mejor de los dos mundos. Pero para todos los que habitan en ellas cabe una modificaciĆ³n del famoso apotegma juarista: el respeto al derecho de esos individuos a salir o a quedarse en su condiciĆ³n, es la paz. –

 

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial ClĆ­o.


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