El régimen del cambio

El discurso oficial planteó la idea de un “cambio de régimen” desde el arranque del sexenio. La poca claridad respecto a lo que significaba esta expresión produjo un choque de narrativas entre el obradorismo y sus críticos, que terminó por ser contraproducente para la oposición.
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En el último año se ha debatido con intensidad y sin consenso el prometido cambio de régimen del gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Académicos y analistas como Fernando Escalante Gonzalbo, Jesús Silva-Herzog Márquez, José Antonio Aguilar Rivera, Ricardo Becerra, Mariano Sánchez Talanquer, Kenneth F. Greene y Andreas Schedler, entre otros, han presentado hipótesis diversas sobre el fenómeno. Y lo han hecho en medio de un contexto de pugna electoral y querella pública que, a pesar de los protocolos analíticos, permea el discurso.

La discusión situó su campo de argumentación en una comunidad intelectual que ha leído a los autores de la “erosión democrática global” o los “procesos de autocratización”, de los “autoritarismos competitivos” o las “democracias iliberales”. De la mano de Przeworski y Luo, Levitsky y Ziblatt, Cassani y Tomini, Urbinati y Deneen, se intentó constatar el mayor o menor desplazamiento del régimen de la transición (competencia electoral, gobiernos divididos, órganos autónomos, contrapesos legislativos, poder judicial independiente) hacia uno nuevo.

Las posiciones se colocaron en una amplia zona de diferenciación que iba desde quienes no veían mayor alteración de aquel régimen, armado entre 1977 y 1997, y quienes daban por destruida la democracia mexicana. El hecho de que este último diagnóstico, el más extremo de todos, dependiese de los resultados de una elección democrática, como la de junio de 2024, no dejaba de ser paradójico.

Se veía en un mecanismo democrático por excelencia la destrucción de la democracia misma. Una paradoja, en efecto, acompañada por la teoría más actualizada sobre los procesos de autocratización, inconcebibles, en cualquier lugar del mundo, sin hegemonías políticas edificadas a partir de comicios presidenciales, legislativos o regionales. Salvo en los pocos regímenes que llegan a la autocratización del siglo XXI desde los totalitarismos de la Guerra Fría, en la mayoría de los casos la democracia se corroe con métodos plebiscitarios y electorales.

De manera que el debate sobre el cambio de régimen, a pesar de su sofisticación analítica, entraña evidentes riesgos políticos. Si se aceptan, por ejemplo, los diagnósticos de la “deriva autoritaria”, la “regresión priista” o, en su versión más radical, los tópicos de la “dictadura castro-chavista”, se estaría llamando a una resistencia al despotismo más que al ejercicio de una oposición legítima e institucional, que debe pactar sus divergencias.

Son inocultables las distancias entre el debate mexicano y sus posibles equivalentes en otros países de América Latina y el Caribe. Mientras en Venezuela, Cuba o Nicaragua la frase “cambio de régimen” es aborrecida y hasta estigmatizada por los gobiernos porque sintetiza la lógica de las oposiciones y Estados Unidos, en México fue el propio gobierno quien la esgrimió, a veces como órdago o amago, desde la primera mitad del sexenio de Andrés Manuel López Obrador. Ahora la frase parece resumir los temores cumplidos de la oposición.

Otra diferencia con las izquierdas reales latinoamericanas, como las del Cono Sur, es que en México el cambio de régimen se presenta, oficialmente, como un rebasamiento del sistema político de la transición democrática de fines del siglo XX. Poco importa que ese sistema quede escamoteado bajo la noción de “neoliberalismo”, en tanto ancien régime del obradorismo. Lo inconcebible, desde una perspectiva de izquierda brasileña, argentina o uruguaya, es que se quiera dejar atrás la transición que, en aquellos países, todavía significa el regreso de la democracia después de las últimas dictaduras.

Existe, por tanto, una dimensión política e, incluso, geopolítica, del debate sobre el cambio de régimen en México, que discurre dentro de una comunidad intelectual, cuyos alrededores se localizan en una franja crítica u opositora. Las divergencias internas de esa franja serían fácilmente manejables desde un marco referencial e interpretativo común. Más incontrolable es el equívoco conceptual que se abre entre esa comunidad intelectual y el proyecto político de la Cuarta Transformación, que no carece de su también heterogéneo acompañamiento académico.

La idea del cambio de régimen fue planteada por el discurso oficial desde el arranque del sexenio. En libros, alocuciones y mañaneras del presidente se enfocó de múltiples formas, a veces contradictorias: como reemplazo de una política económica neoliberal por otra de vocación social, como fin del despilfarro en el gasto público e inicio de una austeridad presupuestal, como separación de la clase política de la económica, como seguimiento de una “cartilla moral” o como realización del proyecto ideológico del “humanismo mexicano”.

Ninguna de esas formulaciones del cambio de régimen tenía traducción en el entramado institucional del sistema político. Todas y cada una de aquellas promesas del obradorismo habrían podido realizarse sin que se acotasen los organismos autónomos, se revisara la representación proporcional o se votara por los jueces. La promesa ideológica o moral de la 4T no necesitaba, obligatoriamente, el llamado “Plan C” o una reforma constitucional que trastocara las pautas de la división de poderes y el Estado de derecho.

Se produjo, entonces, una grieta conceptual entre lo que el oficialismo y sus críticos entendían por cambio de régimen. Esa grieta se desdoblaba en narrativas contrapuestas que, sobre todo en el pasado periodo electoral, se enfrascaron en una competencia desleal. Para una gran cantidad de votantes, ese cambio de régimen, es decir, la promesa de la Cuarta Transformación, era, en esencia, reducción de la pobreza, aumento del salario mínimo, programas sociales y transferencias directas. Para los opositores, en cambio, era el camino al despotismo: contra una realidad, una abstracción.

Ese choque de significados en torno al cambio de régimen, en México, hace inevitable voltear a algunas experiencias latinoamericanas recientes. También en Venezuela y en Argentina, en la primera década del siglo XXI, se vivieron fenómenos similares de fractura social en torno a gobiernos con gran capacidad de movilización del voto popular. Y en ambos casos, un sector de la oposición enarboló tópicos similares a los que escuchamos en México: dictadura, tiranía, autocracia, castrochavismo…

Es difícil saber qué tan contraproducentes o costosos llegaron a ser esos escoramientos de las oposiciones antichavistas y antikirchneristas en Venezuela y Argentina, pero no parece haber duda de la trampa en que cayeron: al definir como dictadura la nueva hegemonía política, lograda con mecanismos democráticos como las elecciones regulares o los plebiscitos vinculantes, la oposición se colocó en una posición inverosímil y afectada, similar a la de las derechas macartistas de la Guerra Fría, que veían comunismo en cualquier movimiento de izquierda.

La asociación del cambio de régimen con alguna modalidad de despotismo tiene otros dos inconvenientes: que se da por consumado un proceso no concluido –antes del 2 de junio faltaban las elecciones y ahora seguirán faltando la concreción del Plan C o el sentido cabal de las reformas constitucionales– y que se presenta como ilegítimo un poder que ha sido refrendado por las urnas. Esto último genera en la oposición una natural demanda de épica y compromiso con la resistencia, que puede acabar en el testimonio o desestimular las prácticas de negociación del desacuerdo.

Tal vez, más que concentrar la mirada en el cambio de régimen –que no se produce como el despertar de un sueño–, convenga a la oposición, a la sociedad civil y al campo intelectual descifrar el régimen del cambio. Identificar con precisión la base social de la nueva hegemonía política y comprender los resortes de sus preferencias son urgencias analíticas en una democracia joven y en construcción como la mexicana. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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