Después de muertos sus líderes o eventualmente derrocados, los regímenes más oprobiosos de la historia –monarquías absolutas, plantaciones esclavistas, dictaduras y totalitarismos– se enfrentan a la revancha de la memoria. En vida, pueden durar un siglo, medio siglo o varias décadas, pero en los pleitos de la posteridad suelen eternizarse. Aun así, aquellos hombres todopoderosos y sus máquinas de matar pasan la mayor parte del tiempo póstumo en el olvido.
La intensificación de políticas de la memoria en los últimos años –derribo de estatuas, intervención de monumentos, creación de memoriales de víctimas– está relacionada con la radicalización ideológica que, desde la izquierda o la derecha, se vive a nivel global. El más reciente libro de Mauricio Tenorio Trillo repasa algunos de los episodios más conocidos de los últimos años, en materia de iconoclastia, y propone entender estas ofensivas como parte de una larga historia de exaltación del pasado.
Lo primero que sugiere el historiador es que, para entender el significado ofensivo o enaltecedor de un monumento, habría que remontarse a las circunstancias de su edificación. El sentido original del Stone Mountain de Georgia, en honor a los generales confederados Lee, Davis y Jackson, o el de la tumba de Franco en el Valle de los Caídos, estuvo ligado al intento de proyectar una idea de reconciliación nacional en Estados Unidos después de la Guerra de Secesión –Gutzon Borglum, el escultor del memorial de Georgia, sería el mismo del Mount Rushmore en Dakota del Sur, consagrado a Washington, Jefferson, Lincoln y Roosevelt– y a la arrogancia triunfalista del franquismo después de 1940.
Observa Tenorio que en ambos casos se trató de una monumentalización del pasado que aspiraba a la permanencia por medio de la fusión con la naturaleza. Solo que en Estados Unidos los vencedores buscaban ofrecer un pedestal a los vencidos, mientras en el Valle de los Caídos los arquitectos Pedro Muguruza y Diego Méndez adoptaron desde el inicio el acento excluyente de la cruzada nacionalista. Los amagos del franquismo de dotar al monumento de un sentido integrador fracasaron.
Desde 2019 los restos de Franco fueron exhumados y removidos al cementerio del Palacio de El Pardo y en 2022 el Valle de los Caídos fue rebautizado como Valle de Cuelgamuros, donde un conjunto monumental recuerda a los presos políticos republicanos obligados a construir la tumba del caudillo. Un vaciamiento y resignificación de un sitio conmemorativo, similar al que en 2004 tuvo lugar Buenos Aires, cuando la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma), centro de detención y tortura durante la última dictadura argentina, fue convertida en el Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos.
Tenorio recuerda que esas intervenciones de viejos monumentos son antiquísimas y no provienen únicamente de las tradiciones de izquierda del siglo XX que reclamaron, en su momento, los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner en Argentina y José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez en España. Se detiene el historiador en el gran proyecto conmemorativo de Porfirio Díaz en 1910, cuando el centenario del Grito de Dolores, y en el Obelisco Romanov, construido en Moscú por el zar Nicolás II en 1914, para celebrar el tricentenario del poder de su dinastía en Rusia, tres años antes de que la revolución bolchevique la liquidara.
Como Porfirio Díaz y Nicolás II, Franco y Mussolini, los revolucionarios rusos y mexicanos crearon sus propios espacios conmemorativos: cuerpos enteros o cabezas de Hidalgo, Juárez y Zapata, de Marx, Engels y Lenin, obreros y koljosianas o grandes estructuras de piedra gris, que desentonaban con el colorido de los muralistas. Mientras, en Estados Unidos y Europa, se pasaba de la estatuaria imperial de fines del siglo XIX a la monumentalidad modernista de inicios del XX.
En las últimas décadas, el derrumbe o la profanación de aquellos lugares sacralizados por la modernidad tardía se han vuelto rituales de la nueva política de la memoria. En la Europa del Este de los noventa, cayeron estatuas y bustos de Brézhnev, Ceaușescu y Yivkov. Entre las guerras de Irak y Afganistán y la Primavera Árabe, cayeron los de Sadam Hussein, Muamar Gadafi, Hosni Mubarak y Ben Ali. Pero también, desde fines del siglo XX, las políticas de la memoria se han movilizado contra legados muy antiguos, de más de cinco siglos, como la esclavitud, la conquista y colonización de América.
Son muy reveladoras las páginas que dedica Tenorio a los jaloneos sobre la estatua ecuestre de Carlos IV de Manuel Tolsá o el Colón de Charles Cordier, en el Paseo de la Reforma. No desconoce el historiador que esas secuencias de visibilidad e invisibilidad en el espacio público responden a los desplazamientos discursivos de los movimientos sociales indigenistas y feministas. Pero se detiene en la forma inevitablemente demagógica en que el poder político, en este caso, el gobierno de la Ciudad de México, intervino esos monumentos.
Luego de retirar a Colón, se intentó poner en su lugar una escultura del artista Pedro Reyes, que representaba a Tlalli, una doble alegoría de la mujer indígena y la madre tierra. A pesar de su fuerte simbolismo progresista, la obra de Reyes no convenció y se reemplazó con una pieza prehispánica recién hallada en la Huasteca veracruzana, conocida como “La joven de Amajac”.
Tenorio cita a la antropóloga Sandra Rozental, quien habló de la “neutralidad” y la “corrección política” de aquella “apropiación de un objeto prehispánico por el Estado y su utilización como símbolo de la indigenidad de la nación”. A lo que agrega Tenorio: para solucionar el entuerto artificial del Colón de Reforma, el gobierno de la ciudad terminó recurriendo “a las ruinas, al tiradero de basura de la historia”, en una decisión que aspira, a su vez, al imposible de “escapar de la historia”.
Lo cierto es que nada escapa a la historia o, más precisamente, al olvido de la historia. Y así como se han olvidado los maquillajes del antiguo régimen producidos por imperios y dictaduras, también se olvidarán estas últimas instrumentaciones del pasado. Ese olvido, por supuesto, no significa lo contrario de la memoria sino su segmentación. El Colón de Cordier acabará, por ahora, en el Museo del Virreinato y la pieza arqueológica en una glorieta de una avenida llamada Paseo de la Reforma, construida por Porfirio Díaz para honrar a Benito Juárez. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.