Realismo mágico en Palermo

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Giosuè Calaciura

Los niños del Borgo Vecchio

Traducción de Natalia Zarco

Cáceres, Periférica, 2019, 161 pp.

En Sicilia han nacido muchos autores que hicieron que la isla fuera escenario, o incluso protagonista, de sus obras: Giovanni Verga, Luigi Pirandello, Giuseppe Tommasi di Lampedusa, Elio Vittorini o Leonardo Sciascia. A esta nómina se une Giosuè Calaciura (Palermo, 1960), de quien hace poco ha aparecido en español Los niños del Borgo Vecchio. Es el primer libro de este autor que se publica aquí. En 2017 fue ganador del Premio Volponi, así llamado en memoria del escritor Paolo Volponi, quien fue senador y diputado por los comunistas en los años ochenta y noventa. El galardón se dirige todos los años a textos que destacan por su compromiso y crítica sociales.

Borgo Vecchio es una zona pobre del Palermo real. Según la novela, allí hay quienes tienen la habilidad de pesar la mortadela con los ojos, sin fallar ni un gramo arriba o abajo. Son los más necesitados, que esperan “al domingo para saborear la niebla de la carne asada”. Y Borgo Vecchio aparece a veces en los medios italianos porque ha habido alguna redada de la policía contra la mafia y los narcotraficantes. En el libro se recrea ese ambiente de delincuencia, aunque a una escala menor: hay una balanza trucada en la charcutería y pequeños robos y agresiones; bueno, y también alguna intimidación a funcionarios del Estado. Se habla de la relación entre las fuerzas del orden y los habitantes del barrio, que callan e incluso ocultan (incluido el párroco) lo que allí sucede: “el helicóptero [de la policía] sobrevolaba sin prisa, como un sentimiento de culpa, las barriadas más humildes igual que si fuera el ojo de Dios, no por cuestión de trabajo, sino con el fin de demostrar a las gentes, y quizá a sí mismos, que existían”. Los uniformados suelen tener miedo de adentrarse en el laberinto de callejuelas, que para ellos es un nido de escondrijos desde los que pueden lloverles piedras en cualquier momento.

Calaciura convierte un retal de ciudad en todo un mundo; lo engrandece hasta el punto de parecer que no hay nada más allá, si no fuera por los barcos que de vez en cuando llegan al puerto. Y habla de las vidas de sus habitantes, desgarradoras, aunque su prosa poética intente amortiguar toda dureza. Algunos de los protagonistas son niños, como señala el título. Niños que son amigos, se cuidan entre sí como pueden y se sientan en el muelle a observar el mar, soñando una vida distinta. Está Mimmo (o sea, Domenico, aunque eso él no lo sabe). Al nacer hubo que trasladarlo al hospital infantil, y por eso dijeron que la criatura ya era un “tocacojones”. Su mejor amigo es Cristofaro. Todas las noches su padre, después de beberse una caja de cerveza y con la aquiescencia de la madre, le da una paliza durante la cual todo el barrio enmudece preguntándose si esa noche lo habrá matado por fin. Los golpes en la cara se evitan, obviamente: “nadie debía ver la ofensa de los moratones”. Y luego está Celeste, cuyas cejas habían sido “dibujadas con el lápiz de trazo infantil de la tristeza”. En este grupo hay que incluir un caballo, Nanà. Es un regalo a Mimmo de su padre, y el crío decora el establo con imágenes de futbolistas.

También hay protagonistas adultos. Como Carmela, la prostituta y madre de Celeste. La señal de que los clientes pueden subir a su casa es que el balcón esté abierto. Su habitación está toda pintada de azul cielo, que simboliza el perdón. Una vez recortó de una revista una imagen de la Virgen con el manto de ese color, la enmarcó y la colocó en el techo. Cuando los clientes protestan, Celeste les explica que “la Virgen también había sido mujer y que todo lo que veía lo comprendía. Y lo perdonaba”. Totò es el ratero. Esconde su pistola en el calcetín. Quiere casarse con Carmela, adoptar a Celeste y proteger a Cristofaro de las palizas de su padre. Cuando huye de la policía es tan rápido que levanta una brisa que contribuye a la polinización.

Los destinos de todos estos personajes, incluido el caballo, acaban dramáticamente entrelazados.

Con lo dicho hasta ahora, Los niños del Borgo Vecchio podría calificarse de novela realista o costumbrista. Podría incluso enmarcarse dentro del neorrealismo italiano. Pero Calaciura da un paso más, adentrándose en el realismo mágico. Escribía Alberto Moravia en el Corriere della sera, con motivo de la muerte de Sciascia, que la “sicilianidad” consiste en “una actitud muy extendida en Sicilia frente a todo lo que resulta inexplicable, insoluble, incomprensible y, en una palabra, misterioso”. En Borgo Vecchio suceden cosas propias del mundo de la fantasía que se entrelazan con la realidad de tal modo que parecen normales. Por ejemplo, un día que Dios se enfada con Celeste por ser una lectora y estudiosa insaciable, se desata una violentísima tormenta: “el viento pesca[ba] con su anzuelo” los peces del mercado y hace que las verduras echen a volar; la lluvia es tan abundante que aparecen barcos encallados en las terrazas de los edificios y amas de casa sumergidas con las bolsas de la compra aún en sus manos. Además, en Borgo Vecchio las balas son capaces de modificar su trayectoria para alcanzar a su destinatario y hay animales que hablan.

Los niños del Borgo Vecchio es una novela dura pero delicada y atractiva, a veces onírica. Con una fina prosa poética (aunque a veces excesiva, edulcorada) Giosuè Calaciura hace que el lector se quede atrapado en el microcosmos de un barrio palermitano. Retrata las vidas desgraciadas de sus habitantes, que tienen “la frente ofuscada por la ausencia de promesas” y sienten que “el tiempo pasaba como la curación de una enfermedad”. Para el lector, sin embargo, el tiempo deja de contar: solo importan los personajes, algunos memorables. Es una buena noticia que la editorial Periférica vaya a publicar próximamente otro libro de este autor. ~

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Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.


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