Retablos sonoros del barroco americano

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Antonio García de León

El mar de los deseos. El Caribe afroandaluz, historia y contrapunto

Ciudad de México, fce, 2016, 300 pp.

 

En su clásico ensayo El discurso antillano (1981), el poeta y ensayista martiniqueño Édouard Glissant habló del Caribe como un lugar de “raíces submarinas”. Un conjunto de islas y costas que no fueron atisbadas desde un “único mástil”, ni implantadas desde “un único limo”. En las Antillas se mezclaron razas, lenguas y religiones y se enfrentaron esclavos y plantadores, colonias e imperios, revolucionarios y dictadores. Lo que sucedió en el Caribe sucedió también en el resto de América Latina, pero allí, tal vez por su fisonomía marina, de islas y litorales, de fronteras líquidas y soberanías flotantes, adoptó formas poéticas y musicales especialmente mestizas.

Una región como el Caribe estaba llamada a producir una tradición intelectual, atenta a la cultura popular. Pensadores del Caribe han sido los cubanos Fernando Ortiz y Antonio Benítez Rojo, los puertorriqueños Antonio S. Pedreira y Arcadio Díaz Quiñones, los dominicanos Pedro Henríquez Ureña y José Luis González. A esa tradición habrá que agregar al historiador y musicólogo mexicano Antonio García de León, formado en lingüística y antropología y doctorado en historia por La Sorbona, en París, que en las últimas décadas ha desarrollado una de las obras más originales en el campo de la historia regional, como prueban sus estudios referenciales sobre Chiapas y Veracruz.

Si en Tierra adentro, mar en fuera (2011), García de León reconstruía la historia del puerto de Veracruz y su litoral a Sotavento entre los siglos XVI y XIX, en su libro más reciente, El mar de los deseos, se mueve más plenamente hacia el mundo de la música popular caribeña. Músico él mismo, García de León ha estudiado los fandangos y los sones jarochos como rituales y textos de una sonoridad que, en su relación con otras representaciones de la cultura popular, trasmiten imágenes del proceso de mestizaje y, a la vez, valores de resistencia frente a la cultura hegemónica de las élites regionales.

Ahora García de León vuelve al “cancionero ternario caribeño”, que mezcló los ritmos de las danzas renacentistas, del África bantú y del mundo colonial americano, y a las décimas, sones y aguinaldos del Caribe de los siglos XVI y XVII. Aquel encuentro cultural entre Andalucía y África marcó la identidad del llamado “Mediterráneo americano”, más en el sentido comercial y cultural de Pierre y Huguette Chaunu que en el geopolítico y naval de Alfred T. Mahan. El Caribe afroandaluz que emerge de las páginas de este libro es una entidad que produce una música campesina nueva –guajira en Cuba, jíbara en Puerto Rico, llanera en Colombia y Venezuela, jarocha en México–, a través del contacto con los ritmos africanos. Un tipo de música que rehace, en buena medida, la banda sonora de los cantos y danzas del Siglo de Oro sevillano.

García de León se interesa en ese cancionero ternario pero también en su materialidad: los instrumentos musicales, especialmente las guitarras. Con la guitarra española rasgueada, que reemplazó a la vihuela punteada del Renacimiento, entre los siglos XVI y XVII, se creó la base instrumental del barroco afroandaluz. “La guitarra española del siglo XVI –dice García de León– pasó íntegra a los territorios americanos y se conservó viva en el cancionero ternario.” De esa guitarra salieron los polos margariteños de Venezuela, las lloronas de México y el son oriental cubano, que el poeta Nicolás Guillén llamó “son entero”: “Tendida en la madrugada, / la firme guitarra espera: / voz de profunda madera / desesperada. // Su clamorosa cintura, / en la que el pueblo suspira, / preñada de son, estira / la carne dura.”

El Caribe afroandaluz que historia García de León no es exactamente el Gran Caribe, que incluye todas las Antillas, grandes o menores, y buena parte de las costas mexicanas, centroamericanas, colombianas y venezolanas. Se trata de un sitio cultural que atraviesa la geografía caribeña sin abarcarla íntegramente, ya que la zona colonial británica, francesa u holandesa de la región, aunque no es del todo ajena, vive ese intercambio entre lo hispánico y lo africano a mayor distancia. Tanto en el cancionero ternario como en las décimas, sones o aguinaldos, el choque y la conexión entre España y África pasan, naturalmente, por el castellano.

Un castellano, como observa García de León, siguiendo a Antonio Alatorre, que ya está africanizado desde el siglo XVI, como en la “ensalada de Navidad” de Mateo Flecha (“Sansabeyá gugurumbé / alangandanga gugurumbé: / –Mantenga señor Juan Branca, / mantenga vosa mercé”) o en la zarabanda del maestro de capilla de Oaxaca, el portugués Gaspar Fernandes: “Zarabanda tengue que tengue, / sumbaca, susú cumbé, / cucumbé, / esa noche branco seremo, / oh Jesú, qué risa tenemo…” Los orígenes de la poesía negrista, que en el siglo XX escriben Luis Palés Matos en Puerto Rico o Emilio Ballagas en Cuba, están en las espinelas y seguidillas del Siglo de Oro español.

García de León se detiene en los momentos en que los primeros cronistas y evangelizadores de Indias advierten o reaccionan contra la “lascivia y el desorden” de los bailes y cantos del Caribe afroandaluz. Lo atestigua Sebastián de Covarrubias cuando, en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611), se apoya en las primeras fuentes coloniales para describir escandalizado las “fantasías de negro” que llegan de las islas. O el padre dominico Jean-Baptiste Labat, capellán de plantaciones del Caribe francés y viajero naturalista, quien observa que las danzas negras, mestizas e, incluso, de los “españoles criollos de América”, ya para mediados del siglo XVII, incluyen movimientos “opuestos al pudor” porque “entrelazan los brazos y dan dos o tres vueltas siempre golpeándose los muslos y besándose”.

Era esa la marca de la Contrarreforma en la colonización y evangelización del Caribe, pero también la prueba de que el mestizaje del barroco americano se infiltraba en la cultura del Siglo de Oro peninsular. Vicente Espinel, músico y poeta del Renacimiento español, y otros cultivadores de la décima como el poeta valenciano Juan Fernández de Heredia o Lope de Vega o sor Juana Inés de la Cruz –que terminaba uno de sus octosílabos, casi, como una salsa de Oscar D’León: “y que, si hoy cantas favores, / presto celos llorarás”– serían algunos de los primeros en adoptar formas rítmicas y líricas del verso que el cancionero ternario caribeño reinventó musicalmente.

La música afroandaluza conformó el retablo sonoro del barroco americano y, como tal, conquistó de vuelta el Siglo de Oro español. Simón Aguado, en un entremés para las bodas de Felipe II, escribe: “Chiqui, chiqui, morena mía, / si es de noche o si es de día. / –Vámonos a Tampico / antes que lo entienda el mico.” Miguel de Cervantes, en La ilustre fregona, dice: “Esta indiana amulatada, / de quien la fama pregona / que ha hecho más sacrilegios / e insultos que hizo Aroba.” Y Luis de Góngora –padre de toda la poesía afroantillana moderna– rima estas formas negras en Mañana sa Corpus Christa: “Zambambú, morenica do Congo, / zambambú… / Zambambú qué galana me pongo, / zambambú.” ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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