Revis(it)ar la Revolución

En su libro más reciente, Rafael Rojas examina la riqueza de los movimientos revolucionarios de América Latina, en un intento por evitar simplificaciones y lecturas prejuiciadas. La izquierda está obligada a rescatar ese legado, considera el autor, sin poner en peligro las conquistas democráticas.
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Con El árbol de las revoluciones. Ideas y poder en América Latina, el historiador Rafael Rojas (Santa Clara, 1965) arriba a un momento superior de su fecunda trayectoria académica. La solidez analítica y la claridad expositiva del libro van de la mano, en una estructura coherente que permite leer sus capítulos de modo independiente, aun cuando remitan a un hilo común. Escrita en clave de historia intelectual y política, con atisbos desde la teoría política, los estudios constitucionales y la historia social, la obra puede entenderse como el cierre de una trilogía iniciada con Las repúblicas de aire (2009) y continuada con Los derechos del alma (2014). Una mirada enfocada en torno a la evolución de las ideas y formas políticas en Latinoamérica, donde se entrecruzan pensadores, políticos, públicos participantes y polemistas del espacio público.

A partir de los antecedentes de la etapa posindependentista y de construcción de los Estados nación hispanoamericanos, abordados con exhaustividad en sus anteriores obras, Rafael Rojas pasa revista a la realización práctica y la reformulación teórica del concepto de revolución en el último siglo. Aparecen las semejanzas y divergencias de sus diversas realizaciones (la mexicana de 1910, la cubana de 1959, la nicaragüense de 1979) frente a los reclamos y avances de la justicia social, la soberanía nacional y las libertades cívicas. Se revela también la heterogeneidad de sus formas y legados políticos, expresados en clave radical o reformista, populista o comunista, en un intento de responder al problema que el autor sintetiza, de modo exacto, cuando señala: “la historia de la izquierda latinoamericana en el siglo XX adolece de simplificaciones y prejuicios similares a los de la historia del republicanismo y el liberalismo del XIX. Con frecuencia, figuras y movimientos discordantes desde el punto de vista ideológico y político son incorporados a genealogías y tradiciones, construidas de manera unilateral y teleológica”.

Siendo toda revolución “una movilización colectiva que intenta derrocar rápida y forzosamente un régimen existente para transformar las relaciones políticas, económicas y simbólicas”,

{{George Lawson, Anatomies of Revolution, Nueva York, Cambridge University Press, 2019.}} 

la obra cubre predios donde lo sociológico, lo institucional y lo cultural se entrecruzan en el devenir de una región. Para ello, entreteje de modo elegante temas y perspectivas provenientes de la historia de las ideas, la historia intelectual y la historia política, aunque se echan de menos algunas referencias claves de la sociología histórica y comparada, que aborden el fenómeno revolucionario de manera estructural.

{{Me refiero a trabajos como los clásicos de Barrington Moore [Los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia. El señor y el campesino en la formación del mundo moderno, Barcelona, Península, 1991], Charles Tilly [From mobilization to revolution, Reading, Addison Wesley Publishing, 1978], Theda Skocpol [Social revolutions in the modern world, Nueva York, Cambridge University Press, 1994] y John Dunn [Revoluciones modernas. Introducción al análisis de un fenómeno político, Madrid, Tecnos, 2014].}}

 En ese sentido, incluso reconociendo la diferencia entre una obra académica de teoría social y un trabajo destinado a un público más general, habría sido útil ofrecer al lector un apartado más concentrado y completo sobre la conceptualización del fenómeno revolucionario.

Rojas propone reconocer la existencia de fases más o menos identificables en la realización del fenómeno y paradigma revolucionario latinoamericano. Una abarca de 1910 a 1959, con el proyecto nacionalista y agrarista de la Revolución mexicana. Otra que inicia en 1959, con el muy pronto radicalizado modelo marxista-leninista cubano, que tiene una suerte de continuidad y negación en el sui géneris expediente de la Revolución sandinista veinte años después. Y una última etapa, desde los ochenta a la fecha, donde el telos revolucionario parece haber sido sustituido o, de algún modo, fagocitado por los procesos y orden democráticos, en sus fases de transición, consolidación y, añadámoslo hoy, crisis.

La primera parte del libro aborda al cambio producido, en el tránsito entre los siglos XIX y XX, en los referentes políticos regionales. La irrupción de un republicanismo democrático, enfrentado a los regímenes liberales de orden y progreso de impronta oligárquica y positivista, va aquí de la mano con un redescubrimiento criollo de la democracia con fuertes contenidos sociales y soberanistas. Las ideas de José Martí, a quien Rojas ha dedicado sistemática atención en sus tres décadas de quehacer intelectual, aparecen como fieles ejemplos de este renacer republicano.

A continuación, desfilan diversos exponentes de las izquierdas latinoamericanas del primer tercio del siglo XX (Haya de la Torre, Julio Antonio Mella, José Carlos Mariátegui), asomándose en sus páginas rivalidades que permanecerán hasta el presente. En dos capítulos, reconstruyendo de un modo claro la complejidad y evolución de sus posturas personales, el autor evita cualquier moralización y manipulación historiográficas. Merece atención el reconocimiento explícito del peso que la geopolítica cobra aquí por sobre las ideologías, para comprender las rupturas emergentes en el seno de esas izquierdas. Una disputa donde las ideas y agendas del joven Estado soviético, proyectadas por la red político-intelectual de la III Internacional, chocarán con los imaginarios y realizaciones del nacionalismo revolucionario de matriz mexicana. Lo cual nos recuerda que la expansiva influencia comunista no fue una simple respuesta a su par liberal en los años de la segunda posguerra, como aún insisten en vendernos ciertas lecturas de la Guerra Fría que escamotean las posturas, responsabilidades y relaciones de Estados Unidos y la URSS sobre el devenir regional.

{{Entre las obras y autores claves para comprender la complejidad de la Guerra Fría global y sus expresiones regionales recomiendo especialmente los trabajos de Hal Brands (Latin America’s Cold War, Cambridge, Harvard University Press, 2012), Kurt Weyland (Revolution and reaction. The diffusion of authoritarianism in Latin America, Nueva York, Cambridge University Press, 2019), Odd Arne Westad (The Cold War. A world history, Nueva York, Basic Books, 2017), John Lewis Gaddis (Nueva historia de la Guerra Fría, Ciudad de México, FCE, 2011) y Scott Mainwaring y Aníbal Pérez-Liñán (Democracias y dictaduras en América Latina. Surgimiento, supervivencia y caída, Ciudad de México, FCE, 2019).}}

La segunda parte de la obra nos lleva a la década de los cuarenta del siglo XX, donde la revolución se consagra como estilo de cultura y quehacer políticos a escala regional. Los expedientes nacionalistas revolucionarios de Augusto César Sandino en Nicaragua y Antonio Guiteras en Cuba, enfrentados por las derechas apoyadas por Washington y los comunistas de la órbita de Moscú, son ejemplo de esa tendencia continental. En esa misma senda, los capítulos dedicados a recorrer los exponentes e ideas del populismo clásico (varguismo brasileño, peronismo argentino) y cívico (en los liderazgos y programas del colombiano Jorge Eliécer Gaitán y el cubano Eduardo Chibás) son de lo mejor que he leído sobre el tema en los últimos años.

{{En los casos colombiano y cubano recomiendo los libros recientes de Lillian Guerra [Heroes, martyrs and political messiahs in revolutionary Cuba, 1946-1958, New Haven, Yale University Press, 2018] y Jorge Giraldo Ramírez [Populistas a la colombiana, Bogotá, Debate, 2018].}}

 Una mirada que cierra con los proyectos –a la postre frustrados– de revolución democrática en Guatemala y Bolivia, así como con un repaso a gobiernos impulsores de un ambiguo militarismo progresista.

Rojas capta y reconstruye aquí, magistralmente, las especificidades y variedades de los distintos populismos, advierte su apuesta común por formas de democracia de masas, agendas institucionales de reformismo radical y marcos normativos sustentados en el constitucionalismo social, a la vez que reconoce las tomas diversas de partido en la geopolítica de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría temprana. Su énfasis en la necesidad de romper los prejuicios y la desvalorización intelectual e ideológica de una rica tradición populista, distanciada y enfrentada con las corrientes oligárquicas, reaccionarias y leninistas, cobra no solo valor histórico sino actual. Toda vez que el populismo –como concepción y praxis políticas– ha sido pasto de filias y fobias que simplifican y deforman sus contenidos y derivas específicos. Atendiendo a ese problema –y dado el potencial de lectura de esta obra– creo que en una reedición el autor podría considerar, de modo similar a lo antes recomendado para el fenómeno revolucionario, el sumarizar y fijar postura propia sobre la conceptualización del tópico populista.

{{Dado que Rojas ha trabajado la obra de autores como Federico Finchelstein y Nadia Urbinati, sería bueno que introdujese a su público en las miradas recientes de Cas Mudde y Cristóbal Rovira (Populismo. Una breve introducción, Madrid, Alianza Editorial, 2019), Pierre Rosanvallon (El siglo del populismo. Historia, teoría, crítica, Buenos Aires, Manantial, 2020) y Ugo Pipitone (Nostalgia comunitaria y utopía autoritaria. Populismo en América Latina, Ciudad de México, CIDE, 2020).}}

La tercera y última parte cubre los eventos a partir de la Revolución cubana. Abre con la discusión sobre el excepcionalismo forjado a partir del concepto castrista de revolución, narrativa donde el fenómeno específicamente revolucionario se funde en modo discursivo con otros sujetos, instancias y procesos del régimen erigido a partir del cambio de 1959. En ese sentido, si bien a partir de los años treinta buena parte de los actores políticos insulares ya se reivindicaban como revolucionarios –en la tradición nacionalista de origen mexicano–, el historiador nos explica cómo entre 1959 y 1961 comienza un giro hacia la hegemonía marxista-leninista, que conserva sin embargo puntuales reminiscencias discursivas del populismo y el nacionalismo latinoamericanos. Aparece entonces la visión de la Revolución cubana como sujeto metahistórico, que sigue teniendo enorme peso en los alineamientos geopolíticos y la formación e influencia ideológicas de las izquierdas latinoamericanas.

Ello generará, según Rojas, una politización y polarización del debate, atravesado por la idea –compartida por el oficialismo y la oposición radicales– de una suerte de designio leninista oculto en el liderazgo, desde fases tempranas del proceso revolucionario. Tendencia que comienza a ser revisada a partir de la producción y el debate historiográficos posteriores a 1989, con obras como la de Marifeli Pérez-Stable y Samuel Farber. Los aportes recientes de Abel Sierra, Ada Ferrer, Alejandro de la Fuente, Alina López Hernández, Lillian Guerra, Michael J. Bustamante, así como del propio Rojas, merecerían ser añadidos a una discusión más amplia del tópico. En este punto, la inclusión del tratamiento revolucionario del problema agrario rompe de alguna forma el hilo ascendente de la discusión y amerita un apartado independiente (¿un nuevo capítulo?) que enmarque el caso cubano dentro del panorama regional de reformas y revoluciones agrarias.

El capítulo dedicado al pensamiento de Ernesto Che Guevara y Salvador Allende ofrece una reconstrucción meticulosa, atenta a la diversidad de las izquierdas latinoamericanas y a la reconfiguración de los paradigmas de cambio político enmarcados por el ambiente de la Guerra Fría. La evolución casi paralela del guevarismo (con sus fases y contenidos que comparten un hilo radicalmente antiliberal y vanguardista) y el allendismo (con su fidelidad constante, aunque algo ambigua, hacia formas distintas de concebir la democracia) tiene, además de interés histórico, enorme actualidad. Permite comprender las disonancias y los nexos que se expresan aún hoy en la configuración de espacios políticos e ideológicos de las izquierdas agrupadas en el Foro de São Paulo y el Grupo de Puebla.

El último capítulo está dedicado a la Nicaragua revolucionaria (1979-1990), algo particularmente valioso por ser un tema menos conocido por el público. Resulta aquí excelente la comparación del experimento sandinista de economía mixta, pluralismo político y no alineamiento, con el modelo leninista cubano, especialmente en los nexos y divergencias de sus respectivas constituciones. El historiador llama con acierto la atención sobre el peso específico que tuvieron, en esa diferenciación paradigmática, actores como los indígenas miskitos, las mujeres, el campesinado, la Iglesia católica y los aliados internacionales ajenos al bloque soviético. La amena narrativa simplifica, quizá por motivos de espacio, algunas causalidades y responsabilidades de los actores internacionales en la guerra civil nicaragüense y su conexión con los conflictos geopolíticos centroamericanos. Consideremos, por ejemplo, el rumbo hegemonizante de la cúpula sandinista, que abortó el plural gobierno de transición, copando las estructuras del nuevo poder estatal. Este cambio se produjo bajo el gobierno demócrata de Jimmy Carter, antes de la asunción presidencial de Ronald Reagan.

{{Para un abordaje, con referencias completas y recientes, de los antecedentes y derivas de la revolución nicaragüense recomiendo la obra de Frances Kinloch [Historia de Nicaragua, Managua, Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica/Universidad Centroamericana, 2008], Andrés Pérez Baltodano [Entre el Estado conquistador y el Estado nación. Providencialismo, pensamiento político y estructuras de poder en el desarrollo histórico de Nicaragua, Managua, Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica/Universidad Centroamericana, 2008] y Salvador Martí y David Close [eds.], Nicaragua y el FSLN [1979-2009]. ¿Qué queda de la revolución?, Barcelona, Edicions Bellaterra, 2009], así como, en perspectiva comparada, mi libro La otra hegemonía. Autoritarismo y resistencias en Nicaragua y Venezuela [Madrid, Editorial Hypermedia, 2020].}}

Luego, el giro sandinista y el triunfo republicano en Estados Unidos sostuvieron lógicas de radicalización y contrarrevolución capaces de alimentar una espiral violenta solo clausurada por los Acuerdos de Esquipulas y las elecciones de 1990.

El reconocimiento de las múltiples virtudes de la obra –y mis coincidencias con varias de sus principales tesis– no suprime la existencia de desacuerdos. Estos remiten, sobre todo, a aseveraciones un tanto genéricas y normativas en relación a la vocación democrática de las izquierdas realmente existentes –o al menos de sus sectores políticamente relevantes y gobernantes– del último cuarto de siglo. En este punto la rigurosa constatación y reconstrucción historiográfica que hace Rojas no coincide exactamente con la realización política de estas tesis proyectadas sobre el presente y el futuro de la región.

Rojas aprecia, en el seno de las izquierdas latinoamericanas, dos visiones de hegemonía, entendidas como “permanencia relativa, acotada o revocable en el poder” y “control absoluto y perpetuo de la sociedad civil y del Estado”. Lo que remitiría, de modo simplificado –aquí la consideración es mía–, a Gramsci y Lenin como referentes intelectuales de los respectivos enfoques y rutas políticas. Además, el autor reconoce un peso mayor de las diversas expresiones populistas y nacionalistas, antes que aquellas marxistas-leninistas, dentro de la diversidad constitutiva de las izquierdas regionales. En dichas izquierdas, sostiene Rojas, “la aspiración a un desahogo democrático de demandas de igualdad económica, justicia social y soberanía nacional sigue estando viva”. Hasta aquí coincidimos, en datos y deseos.

El sesgo normativo aparece en la obra cuando se señala que “la tradición revolucionaria latinoamericana, para tener alguna continuidad en el mundo posterior a la Guerra Fría, estaba obligada a optar por la democracia”. Y sostiene que, desde esa fecha, “todas las izquierdas que llegaron al poder […] lo hicieron por vías democráticas y no propusieron una dislocación de la sociedad como la practicada en el siglo XX”, por lo que “una vuelta a la destrucción del orden social y a la refundación del sistema político parece descartada por las izquierdas hegemónicas”. Sin embargo, la permanencia y el atrincheramiento de los tres únicos regímenes plenamente autocráticos de América Latina –las camarillas de La Habana, Caracas y Managua, dominantes sobre 45 millones de personas– ponen en entredicho la tesis del historiador. Especialmente si se considera que en los casos nicaragüense y venezolano se trata de gobiernos emanados de elecciones fundacionales democráticas y que, pese a su deriva autoritaria, reciben todavía el reconocimiento de buena parte de la izquierda política e intelectual de la región. Alianza bolivariana que, a diferencia de épocas anteriores en Latinoamérica, no enfrenta a ningún bloque de derechas tiránicas capaz de justificar, al menos retóricamente, la polarización y el radicalismo iliberales.

Las tradiciones e ideologías políticas, como complejos diversos de ideas y valores traducidos en acciones y agendas específicas, que orientan la percepción y transformación política del mundo, deben ser siempre reconocidas en su concreción. La praxis debe privar como el criterio de veracidad del discurso, no al revés. Eso, en el ecosistema y trayecto de las izquierdas políticamente relevantes de la Latinoamérica del siglo XXI, presenta algunos problemas.

Una cosa es cómo estas izquierdas han arribado al poder –todas a través de elecciones libres y competidas– y otra la manera en que algunas de ellas buscan permanecer en él: torciendo y copando instituciones al modo populista o, de plano, suprimiéndolas de manera autocrática. Como el mismo Rojas reconoce, en los últimos años diversos partidos y movimientos sociales, vueltos gobierno, han reivindicado la tradición revolucionaria, incluyendo a íconos tradicionales como la llamada Revolución cubana, por lo que, concluye, “la alternativa entre democracia y autoritarismo volvió a reinstalarse”.

Por una parte, es cada vez más difícil reconocer en la izquierda la paternidad ideológica de todas las políticas públicas y cambios legales progresistas. Así lo demuestran los distintos programas de transferencia de renta, el avance de agendas como la diversidad sexual y el desarrollo de los mecanismos de democracia directa en la región. Respecto a esos temas, la vigencia de la democracia, en tanto variable independiente, puede considerarse el marco que ha hecho posible y le ha dado estructura al avance de la justicia.

Por otra, no parece haber correspondencia entre el desarrollo de políticas reformistas en casa y la adscripción a alianzas geopolíticas iliberales. En notables foros regionales e internacionales las izquierdas democráticas latinoamericanas siguen conviviendo con sus parientes caníbales de la izquierda autoritaria, suscribiendo –a menudo bajo el rubro de la “no injerencia”– la manipulación autoritaria de la soberanía por encima del respeto a los derechos humanos. Tampoco han sido cónsonas las afirmaciones coyunturales de los programas electorales –“expandir la ciudadanía, derrotar al neoliberalismo”– con aquellos horizontes de tipo refundacional que dan cuenta de dogmas resilientes en varios actores políticos.

{{Sobre el peso de las preferencias normativas autoritarias de diversos actores (liderazgos, partidos, movimientos) políticos regionales, véase la reconstrucción histórica y reflexión politológica en las obras (antes citadas) de Scott Mainwaring, Aníbal Pérez-Liñán y Kurt Weyland. El análisis de las ideologías no democráticas ha sido abordado por Michael Freeden, Lyman Tower Sargent y Marc Stears (The Oxford handbook of political ideologies, Oxford, Oxford University Press, 2013) y desarrollado más recientemente por András Sajó, Renáta Uitz y Stephen Holmes (Routledge handbook of illiberalism, Londres, Routledge, 2021). El sustrato psicológico del autoritarismo encuentra un sólido enfoque en los trabajos de Karen Stenner (The authoritarian dynamic, Nueva York, Cambridge University Press, 2005) y Fathali M. Moghaddam (Threat to democracy. The appeal of authoritarianism in an age of uncertainty, Washington, American Psychological Association, 2019). Por último, para un panorama del fenómeno en un sector importante de las izquierdas regionales, véase Gisela Kozak y Armando Chaguaceda (eds.), La izquierda como autoritarismo en el siglo XXI(Buenos Aires, CADAL/Universidad de Guanajuato/Centro de Estudios Constitucionales Iberoamericanos/Universidad Central de Venezuela, 2019).}}

Coincido con el autor en que, dentro de nuestro continente, “la izquierda está urgida de un rescate de su legado revolucionario y socialista que no reniegue de la democracia conquistada por la ciudadanía”. En especial si esa recuperación va de la mano de la revisión crítica de los referentes republicanistas, nacionalistas y de populismo cívico y la renuncia a las apuestas autocráticas, de modo que sus agendas y valores se adecuen a las realidades y demandas de las complejas sociedades actuales, en el marco de las democracias liberales de masas. Para esa tarea, la reconstrucción erudita y amena de los actores, ideas y procesos recogidos en El árbol de las revoluciones constituye desde ya, como el resto de la obra de Rojas, un aporte fundamental. ~

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es politólogo e historiador, especializado en estudio de la democracia y los autoritarismos en Latinoamérica y Rusia.


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