No deja de ser interesante que la monumental exposición que el Museo del Prado le está dedicando a Paolo Veronese coincida en el tiempo con otra muestra en apariencia muy distinta. Como cualquier conocedor del Prado sabe, la amplia presencia en España de obras de los grandes maestros venecianos del siglo XVI fue esencial para el desarrollo posterior del arte español. En lo que casi nunca se incide, sin embargo, es en que esa presencia era compartida con muchos objetos artísticos llegados desde el otro lado del Atlántico.
Tan lejos, tan cerca. Guadalupe de México en España, comisariada por Jaime Cuadriello y Paula Mues, enriquece nuestra imagen del panorama artístico de la Edad Moderna. A través de un mapa salpicado de estrellas, por ejemplo, se nos informa de la distribución geográfica de las aproximadamente 950 imágenes de la Guadalupe mexicana que se han identificado en España: un potente recordatorio de la vida propia que adquirió esta advocación apenas un siglo después de que el indígena Juan Diego tuviera su primer encuentro con la Virgen en el cerro del Tepeyac.
Aproximadamente la primera mitad de la muestra está dedicada a explicar los orígenes del culto guadalupano y la consolidación de su iconografía. Merece la pena reproducir en un español algo actualizado, a modo de introducción o recordatorio, las leyendas que acompañan a las cuatro escenas que flanquean la imagen de la Guadalupe en uno de los primeros cuadros que se encuentra el visitante, obra de José Juárez:
(1) Se aparece la Virgen María a un indio llamado Juan y le envía al primer arzobispo de México pidiéndole que le fabricase una ermita. (2) Vuelve el indio a la Virgen y le pide señales: le manda que suba al monte por flores, donde milagrosamente brotaron. (3) Baja el indio las flores y se las ofrece a la Virgen; se las remite al arzobispo, como señal evidente de lo que pedía. (4) Presenta el indio las flores en nombre de la Virgen; entre ellas se descubre pintada su imagen en la manta o vestidura.
Esa “manta o vestidura” donde milagrosamente apareció la imagen de la Virgen, la misma en la que Juan Diego transportaba las flores que de forma igualmente milagrosa habían brotado en el cerro, es la que se conserva desde entonces en el santuario erigido sobre el lugar de aquellas apariciones marianas. Quien se acerque al cuadro de José Juárez podrá leer, además, que se trata de un “retrato verdadero”, es decir, una copia exacta de la imagen que quedó impresa en la ropa del indígena. Eso explica por qué los comisarios hablan de la idea del “cuadro dentro del cuadro”. Y es que, al margen de fechas, estilos y calidades, hay algo que permanece siempre igual en estas pinturas: la imagen de esa Virgen hierática y serena, inmersa en su mandorla radiante y puntiaguda.
El choque visual que produce ver angelotes rococós flanqueando esa Virgen cuasi medieval es precisamente la demostración de su autenticidad, de su impermeabilidad al tiempo histórico. Fascinados por la milagrosa creación de la imagen, muchos de sus primeros devotos le atribuían su autoría a Dios, quien, según algunos, la habría pintado “usando como pigmentos las rosas que recogió Juan Diego”. Esta idea de una imagen primigenia de origen divino, de la que derivan todas las demás, guarda relación con otras iconografías cristianas. La más evidente es la Verónica, y los comisarios han tenido el acierto de colgar junto a una de las imágenes guadalupanas más hermosas de la exposición, pintada hacia 1751 y atribuida a José de Ibarra, la pasmosa Santa Faz de Zurbarán de 1658.
En 1654 llegaron a Madrid las dos primeras copias de la Virgen de Guadalupe expuestas al culto, y fue a partir de finales de ese siglo cuando se produjo su gran expansión. Muestra de ello son las piezas de materiales y formatos diversos que aparecen hacia la mitad de la exposición. Destaca un impresionante “enconchado” hecho con incrustaciones de nácar, un medio artístico característicamente novohispano que no se entiende sin los contactos con Asia oriental propiciados por el Galeón de Manila. A veces no era una simple cuestión de influencia, sino que eran los propios talleres asiáticos los que producían imágenes guadalupanas en marfil destinadas al mercado novohispano y español.
La devoción por la Guadalupe acabó convertida en una cuestión de Estado. En 1754 adquirió el estatus de patrona principal de Nueva España, lo cual despertó una suerte de orgullo protonacional que fue clave para que el papa Benedicto XIV le concediera una festividad propia. Y si bien la monarquía mostró una gran simpatía por la advocación, parece claro que esta actuó de “fermento ideológico de la independencia”, como ha escrito Ricardo Cayuela. Merece la pena señalar, en cualquier caso, que las imágenes de la Guadalupe siguieron llegando a España incluso después de 1821.
La exposición Tan lejos, tan cerca se suma al creciente interés que se advierte en los últimos años en España por la América virreinal. Sirvan de ejemplo las exposiciones dedicadas recientemente en el Museo de América al arte de los enconchados o al pintor Miguel Cabrera, o la muestra Tornaviaje en el propio Museo del Prado. Iniciativas como estas nos recuerdan que, entre el autoflagelo de la leyenda negra y la tentación de reescribirla en tonos rosados, queda un espacio grande y fértil para la divulgación de una riquísima historia compartida. ~