Querido capitán: Nunca imaginé que nuestras conversaciones sobre el mar fuesen la metáfora de un destino que venías vislumbrando desde algún tiempo. ¿Cuánto tiempo? Ahora todo son preguntas.
“Almirante”, me decías desde que comenzaste a trabajar en Letras Libres. ¡Y vaya capitán que eras! Tu risa, o más bien tus carcajadas, tu vozarrón, una ironía muy leve, cierta ternura de niño que tenías, todo alegraba a la tripulación. Y cuando comenzaron las tormentas políticas, como en las novelas de Conrad, tu apelación a un plano distinto, poético, disipaba el horizonte.
Yo, en mi ingenuidad, solo veía las bendiciones de tu vida. “Vengo de una familia integrada: mi padre, un arquitecto exitoso; mi madre, una buena mujer y ama de casa”, me dijiste. Y tu propia familia, “mi discípula” Tania y tus hijos Ana y Santiago, me parecía reproducir ese patrón feliz. A partir de esa convicción creo haberte preguntado de dónde podía extraer el pathos un poeta como tú. Te saliste por la puerta habitual de la risa y así siguió siempre el tono ligero, pero entrañable de nuestra amistad.
Tras tu paso por la dirección de Letras Libres en España te perdí de vista. Encuentros fortuitos en la Feria de Guadalajara o en alguna reunión de amigos, no mucho más. Llegó la pandemia y supe aún menos de ti.
De pronto, me enteré de que vivías en Inglaterra. ¿Dónde? “En Cornwall –respondiste–, en el punto más meridional de la pérfida Albión”:
Querido almirante: No exagero si te digo que mi vida es otra, que desde hace tres años le he dado un giro tan radical a mis circunstancias que me sigo sorprendiendo todas las mañanas al despertar: ¿dónde estoy?, ¿quién soy?, ¿qué pasó?
Lo que pasó es que, después de una racha muy complicada para mí, y cuya narración te ahorro, y con la certeza de que la Ciudad de México y yo ya no éramos compatibles, me fui a Nayarit a pasar la pandemia. Ahí compartí vida y casa durante nueve meses con una amiga inglesa que conocía desde hace años, pero que solo hasta entonces se convirtió en mi cómplice y compañera. Se llama Lucy. Nos casamos en la playa de San Pancho, en Nayarit, y nos mudamos aquí, a Mousehole, en el sur profundo de Inglaterra, donde tenemos una minúscula y antigua casa de granito a la que se le filtra la humedad por todos lados. El paisaje es tan hermoso como dramático, y nos las arreglamos con diversos trabajos que nos permiten llevar una vida muy sencilla y muy diferente a la que llevaba antes. ¡Vivo en un pueblo de pescadores de 236 habitantes! Extraño a mis hijos, ya muy adultos, y voy tan seguido como puedo a México. He escrito mucho, y vienen libros en camino. Entre otros trabajos (he sido pescador, leñador y barman), me he reinventado como traductor para Penguin Random House, pero siempre estoy en busca de algo más, sobre todo cuestiones editoriales y literarias. Hoy hace un frío que muerde, pero llueve, así que todo bien.
Fuera de la referencia a “la racha complicada”, nada me hacía pensar que no estaba todo bien, o que el mar para ti fuese otra cosa que un motivo de suscitación poética, un oleaje de inspiración que recomienza siempre. Por eso, además de invitarte a volver al barco (a publicar en Letras Libres), regresé a nuestros temas marinos. Te hablé del poema “The bells of San Blas”, el último que escribió Longfellow antes de morir, y que revela la nostalgia de un mundo de gloria irremediablemente perdido. Por arte de magia, o arte poética, me mandaste una foto que habías tomado del original de ese poema en algún pequeño museo de San Blas.
Días después recibí una imagen de tu sala sin muebles y un atardecer desde tu casa en Cornwall. “Mira, almirante, el mar, el mero mar.” Las ruinas de una fortificación normanda, un acantilado, un faro derruido. ¿Eso era Mousehole? ¿No te inquietaba el feo nombre? En vez de ver la desolación, de sentir “el frío que cala”, engañado por ti o por mí, preferí seguir con los juegos musicales. “In that case, Sea pictures, de Elgar.” ¿Las conoces? “No, almirante.” Las cinco canciones sublimes hablan de las tempestades, pero una de ellas, titulada “In haven”, escrita por Caroline Alice, la mujer de Elgar, es un canto de redención:
Closely let me hold thy hand,
Storms are sweeping sea and land;
Love alone will stand.Closely cling, for waves beat fast,
Foam-flakes cloud the hurrying blast;
Love alone will last.Kiss my lips, and softly say:
“Joy, sea-swept, may fade to-day;
Love alone will stay.”
Pensando en Lucy, tu esposa, y en la criatura que (según supe) habían concebido, pensé que te gustarían. “Escuchando ahora”, respondiste entusiasmado, copiando la carátula de la grabación en Spotify. “Only love will last, capitán.” “Brindo por ello, almirante.”
¿Cómo imaginar siquiera que esas frases brevísimas escondían un designio oscuro ligado “al mar, al mero mar”? La engañosa ligereza de nuestra charla siguió cuando declaramos nuestro amor por la Quinta sinfonía de Sibelius (compartido por Álvaro Mutis). “Me conmueve hasta las lágrimas”, dijiste. “¿Conoces El bardo?” No conocía ese poema sinfónico. Era un anuncio más.
Lo escucho ahora. El arpa es una voz serena, elegíaca pero también insistente, un lamento, un ruego. De pronto, la irrupción de las violas, los vientos y percusiones, como nubes inquietantes, angustiosas, ahogan la paz del inicio. Una hondísima tristeza rodea la vuelta del arpa. Ya no es una plegaria. ¿Era un adiós cifrado, capitán? ¿Por qué? ¿Para qué? Love, sea-swept, had fade away? ~