Va mi declaración en prenda, voy por ella: Pedro Páramo (México, 2024), opera prima como cineasta del multipremiado cinefotógrafo mexicano Rodrigo Prieto, es la mejor versión cinematográfica que se haya realizado de la novela homónima de Juan Rulfo, publicada por el FCE en 1955, por lo menos desde esta trinchera.
De entrada, esto es una buena noticia, porque habría que decir que, en general, la obra de Rulfo no ha tenido mucha suerte en el cine, con todo y que, hasta la fecha, suman poco más de una treintena de guiones, argumentos y adaptaciones cinematográficos basados o inspirados en los relatos rulfianos, sin contar dos series televisivas: La caponera (2000) y la muy reciente El gallo de oro (2023). Hay dos lejanas excepciones a esta lamentable regla: el argumento casi borgiano escrito por Rulfo para el cortometraje El despojo (1960), dirigido por Antonio Reynoso con hierática fotografía en blanco y negro de Rafael Corkidi, y el memorable texto escrito a posteriori para el irrepetible clásico poético-experimental de Rubén Gámez La fórmula secreta (1965), sin duda el punto fílmico más alto del escritor jalisciense en su relación con el cine.
Por desgracia, en el profuso vínculo de lo rulfiano y lo fílmico el común denominador ha sido otro: desde el diligente servilismo que apenas logra disfrazar la respetuosa mediocridad del cineasta en turno –la versión de Pedro Páramo dirigida por Carlos Velo en 1967 y la de José Bolaños en 1976– hasta el usufructo del argumento rulfiano como mero excipiente melodramático –como en Talpa (1956) de Crevenna, basada en el relato homónimo–, pasando por algún vistoso filme folclórico musical –El gallo de oro (Gavaldón, 1964), sobre un argumento original de Rulfo–, una malhadada colaboración del escritor con un decadente “Indio” Fernández (Paloma herida, 1963), alguna desparpajada comedia en tono relajiento –El rincón de las vírgenes (Isaac, 1972), basado libremente en “Anacleto Morones”– o la fallida apropiación jodidista de El gallo de oro perpetrada por Arturo Ripstein en El imperio de la fortuna (1986), por mencionar los estropicios más conocidos y reconocidos.
La leyenda dice que Rulfo no se tomó muy a la ligera estas traiciones cinematográficas: que lloró –y no de alegría– al ver en pantalla grande lo que había hecho Crevenna con su cuento en Talpa y que juraba a quien quisiera oírlo que él no tuvo nada que ver con el argumento de la Paloma herida del “Indio” Fernández y que, aunque su nombre está en los créditos, él solo fue un taquígrafo al servicio del cineasta. En vista de la calidad de algunas de las líneas del filme (“Hemos dejado que un niño venga a la vida abrigado por esa oscuridad y marcado por ese estigma”), es fácil creerle a Rulfo.
Como otra excepción a la regla en el cine industrial, habría que rescatar Los confines (1992), la esforzada y personalísima opera prima de Mitl Valdez, quien retomó un episodio de Pedro Páramo –el del encuentro de Juan Preciado con los hermanos fantasmales e incestuosos de Comala– para entrelazarlo con las ominosas historias contenidas en el ya mencionado “Talpa” y en “Diles que no me maten” para entregar una asfixiante tragedia rural por partida triple. Con la aquiescencia del escritor –quien no vio terminada la cinta, pues murió un año antes de su producción– Los confines es, acaso, la más lograda adaptación fílmica de Rulfo, no limitada a una sola de sus obras, porque el respeto al universo literario no provocó la parálisis formal del cineasta. Al contrario, Valdez, apoyado por la cámara de Marco Antonio Ruiz, logró traducir las palabras rulfianas –sus lacónicos diálogos poéticos, sus secos escenarios dramáticos– en una depurada pieza genuinamente cinematográfica. En los mejores momentos del nuevo Pedro Páramo, Rodrigo Prieto logra algo similar.
Alejada tanto de la opaca primera versión de Carlos Velo –de la cual el propio cineasta renegó casi de inmediato (la película fue realizada “con un nivel de mediocridad industrial odioso”, le dijo a José Agustín en una muy citable entrevista publicada en El Heraldo el 6 de octubre de 1966)– como de la sobrecargada y académica segunda versión de casi tres horas dirigida por José Bolaños, esta nueva reapropiación de la historia del orgulloso cacique de Comala, de su tierra, de sus amantes y de sus hijos, está beneficiada por una brillante adaptación escrita por el español Mateo Gil, por el trabajo de un reparto intachable en el que brilla Manuel García-Rulfo como un muy peculiar Pedro Páramo y, sobre todo, por algunas soluciones auténticamente cinematográficas propuestas por Rodrigo Prieto, su montajista Soledad Salfate y su codirector de fotografía Nico Aguilar, ante el problema de dotar de claridad narrativa y espacial a la intrincada historia contenida en la novela.
Después de que escuchamos el legendario íncipit, recitado, voz en off mediante, por el Juan Preciado de un reaparecido Tenoch Huerta (“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”), la cámara de Aguilar y el propio Prieto se hunde en la tierra para recoger las voces, los recuerdos y, sobre todo, los murmullos que conformarán este hilo de relatos perdidos entre el aire seco de Comala, cual resuello de los muertos que ya han sido olvidados. Se trata de una solución literal que prefigura una adaptación demasiado respetuosa, uno teme que hasta beata. Por fortuna, tanto la arquitectura narrativa del guion escrito por Mateo Gil como la dinámica puesta en imágenes diseñada por Prieto desmienten muy pronto esos temores iniciales.
Construida a partir de una decena de flashbacks que inician con la llegada de Juan Preciado a Comala y su primer encuentro con el arriero Abundio Martínez (Noé Hernández) y, posteriormente, con Eduviges Dyada (Dolores Heredia), Gil ha logrado un ejercicio que parecía imposible: respetar la complejidad temporal rulfiana sin sacrificar la claridad narrativa, las relaciones entre todos los personajes, las causas y los efectos que los unen. Gil ha conseguido, con esta ejemplar adaptación, pasar de un flashback objetivo a otro subjetivo, de un recuerdo a otro –aparecido dentro del recuerdo anterior–, de remembranzas sutilmente encadenadas que conducen de un personaje a otro, una audaz estrategia narrativa que nos remite a la obra maestra japonesa Ansatsu (1964) de Masahiro Shinoda.
Tomando como base, entonces, esta arquitectura temporal, Prieto construye los espacios fílmicos con elegancia: nos lleva al pasado a través de un limpio paneo lateral a la izquierda –cuando Fulgor Sedano (Héctor Kotsifakis) discute ciertos asuntos de tierra–, coloca a Juan Preciado como testigo de una ejecución en plena calle de Comala y fusiona, de esta manera, el pasado con el presente; desaparece al mismo Preciado en el centro del encuadre cuando, a la mitad de un movimiento de la cámara, alguien se atraviesa en la ruidosa fiesta que condenará a todo el pueblo a la desaparición (“Me cruzaré de brazos y Comala morirá de hambre”). Esto no significa, por cierto, que Prieto no derrape en más de una ocasión: la aparición de las ánimas voladoras encima de Juan Preciado proviene de una mala película hollywoodense y el desenlace de la película con Pedro Páramo convertido en un puñado de piedras se conecta con la sosa literalidad del inicio. Vaya, Francis Ford Coppola en El Padrino III (1990) le dio una muerte más digna, más cinematográfica, a su propio Pedro Páramo.
Lo que sí resultó ser una sorpresa, por lo menos para mí, es el Pedro Páramo de Manuel García-Rulfo. A diferencia del risible Peter Paramount de la cinta de 1967 –el actor hollywoodense y futuro embajador gringo en México John Gavin– y del recio pero monolítico Manuel Ojeda de la película de 1976 –quien parece haber sido dirigido por Bolaños con una sola orden: “engarróteseme ahí”–, el Pedro Páramo de García-Rulfo tiene todas las características del atrabiliario cacique de Comala que todos conocemos, desde que es un niño (Sebastián García) que le contesta muy alzado a su abuela (Julieta Egurrola en cameo) eso de “Yo no estoy para resignaciones”, hasta que, ya dueño de horca y cuchillo, dictamina, cual prototípico político mexicano, que él no ve ni oye a los demás (“Esa gente no existe”, le dice en una escena clave a Fulgor Sedano). Pero he aquí que, en un par de escenas muy significativas, Prieto nos permite ver todo lo incompleto que está y estará siempre este feroz cacique, por la ausencia de su primero, último y único amor Susana San Juan (Sarah Rovira de niña, Ilse Salas como adulta).
En la novela, son otros quienes hablan siempre de Pedro Páramo: en la película, Prieto nos permite, a través del rostro de García-Rulfo, ver la incurable soledad a la que está condenado el cacique. En plena celebración de su boda con su ninguneada esposa Doloritas (Ishbel Bautista), Pedro ve un papalote tirado en el patio y la desesperanza anega sus ojos. En otra escena posterior vemos un árbol que crece, enseñoreándose, en medio de un arroyo y este recuerdo lo lleva –y nos lleva– a revivir sus escarceos adolescentes bajo el agua con Susana. Es en estos momentos cuando el Pedro Páramo de García-Rulfo se nos presenta, paradójicamente, en todo su poder –el súbito recuerdo de Susana San Juan lo impulsa a mandar a Doloritas a Colima– pero, también, en toda su fragilidad.
Después de todo, el Pedro Páramo de García-Rulfo y Rodrigo Prieto, cual Charles Foster Kane de El ciudadano Kane (Welles, 1941), solo quería ser amado. Y su Rosebud no era más que un papalote que volaba por los cielos de Comala antes de que estos se llenaran de ecos, recuerdos y murmullos. Al final, casi sentí lástima por él. ¿No somos todos hijos de Pedro Páramo? ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.