Esto no fue un accidente: la Palma de Oro a Jafar Panahi

“Yek tasadof-e sadeh”, de Jafar Panahi, se decanta por una sobriedad que no demanda del cine más que un par de lugares donde sentarse y el silencio suficiente para que dos personas puedan escucharse.
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En la edición 63 del Festival de Cannes celebrada hace quince años, la actriz francesa Juliette Binoche recibió el premio a mejor actuación femenina por su participación en ese bello juego de duplicidad del mundo del arte y la vida que es Copie conforme (2010) del cineasta iraní Abbas Kiarostami. Cuando subió al estrado del Grand Théâtre Lumière, la actriz se pronunció abiertamente a condenar la persecución política sufrida por Jafar Panahi, compatriota de Kiarostami, que había sido invitado a ser miembro del jurado ese año, pero se encontraba cumpliendo una condena en prisión.

En el estrado se dejó una silla vacía en representación del cineasta, quien en ese momento se encontraba en la cárcel de Evin, en Teherán. Allí, Panahi sufrió una larga serie de vejaciones: desde estar expuesto al frío completamente desnudo, ser privado de alimento y bebida, formar parte de perversos juegos, hasta ser amenazado con actos de cruel violencia hacia su hija. Esta tortura física y psicológica sufrida por Panahi no es presentada como tal, pero si redimida en Yek tasadof-e sadeh (2025), su más reciente película, cuyo título podría traducirse como Un simple accidente.

¿A qué accidente alude el título? Panahi decide mantener cierta ambigüedad que ha caracterizado a otras películas suyas como Tres rostros (Se rokh, 2018) o Esto no es una película (In film nist, 2011) y se centra en dos casualidades. La primera es la reunión de cuatro ciudadanos iraníes que fueron encarcelados por protestar contra el régimen político y que, estando en cautiverio, sufrieron una tortuosa instancia –similar a la del cineasta que cuenta su historia–. La segunda es que esos cuatro personajes han sido torturados por la misma persona o, al menos, a quien se ha responsabilizado por lo sufrido.

Después de rastrear a este individuo, y finalmente dar con él, estos cuatro personajes lo secuestran y transportan en el interior de una furgoneta hasta llevarlo a las afueras de Teherán, mientras debaten si perdonarlo y dejarlo libre o ejecutar su venganza tal como la habían fantaseado. Panahi, antes que cineasta, es un humanista; congruente con su trayectoria artística, no se deja llevar por la visceralidad, sino que se centra en largas discusiones sobre el dilema ético que le plantea a sus personajes.

Yek tasadof-e sadeh se asemeja más a una pieza de teatro de cámara y busca un sentido de intimidad y realismo que sacrifica el espíritu más lúdico y experimental de los trabajos anteriores de Panahi. Es como si el artificio cinematográfico y la experimentación quitaran honestidad o candor a lo que el cineasta quiere decir ahora que puede transitar, aunque no filmar películas, en Teherán (pues se comentó que la película fue rodada “en secreto”). Panahi evita astutamente la revictimización, no solo suya, sino del pueblo iraní sometido a los atropellos del régimen, y pone en la misma dimensión a quienes operan las cárceles y que, literalmente, se ensucian las manos por las cabezas del gobierno.

Con la presencia de actrices que aparecen a cuadro sin el tradicional hiyab –un pequeño pero radical gesto de rebeldía–, la película se desenvuelve en tomas largas y secuencias con planos fijos que se concentran en los debates de los personajes. Panahi se centra en reflexionar –no tanto desde la imagen, sino desde el discurso– en las implicaciones de la venganza y su continuación en la escalada de la violencia; un tema que, en meses recientes, ha cobrado una escalofriante vigencia después de los ataques bélicos entre Israel e Irán en los que se involucró Estados Unidos. Es cierto que la narrativa de una guerra vigente, inacabable y eterna podría ensombrecer esta narrativa de un grupo de personas que buscan retribución por un sufrimiento personal; pero el conflicto que acontece en el mundo, en todo caso, potencia el discurso de la película de Panahi no solamente desde un ángulo nacionalista, sino moral.

Cuando los personajes reprimen el deseo de cometer un acto de crueldad y violencia, permiten que se repare una herida dentro de ellos; lo cual demuestra que sanar una herida es tan doloroso como el momento en que esta se produce. Quizá por ello, en Yek tasadof-e sadeh, Panahi se decanta por una sobriedad que no demanda del cine más que un par de lugares donde sentarse y el silencio suficiente para que dos personas puedan escucharse. Es decir, no pide nada más que las condiciones necesarias para la paz.

Habrá quien pueda pensar que la historia fuera de la película resultó de mayor interés a la que sucede dentro de la misma e, incluso, que la realidad la ha rebasado de manera contundente. Aunque Panahi filma con la misma cadencia de siempre, también se percibe en ella cierto confort con formas ya de sobra exploradas; pero, de alguna manera, de sus imágenes emana una sensación que solo se revitaliza por la urgencia del tema y las circunstancias de quien lo presenta. Se podría decir entonces que, aunque Yek tasadof-e sadeh no es, en absoluto, la mejor película de Panahi, sí es la más oportuna, una cualidad que los festivales de cine gustan premiar.

En una de las secuencias finales, Panahi mantiene un plano sostenido del verdugo de los protagonistas atado a un árbol mientras sus captores, otrora rehenes, lo insultan sin agredirlo físicamente y sin lujo de crueldad o sadismo. Esto es algo que se agradece profundamente en un festival cuyas películas a veces parecen demasiado afines a estos vicios, pues es justamente la duración prolongada de ese plano lo que permite que, tanto los protagonistas como su cineasta, caigan en cuenta de la futilidad del revanchismo.

No se trata de una venganza, sino de una retribución justa: una que no viene dictada desde el odio visceral, sino desde el reconocimiento de la humanidad de aquellos que cometen perjurios siguiendo órdenes y deseos ajenos. La frase “ojo por ojo y el mundo se quedará ciego” parece resonar en la cabeza de Jafar Panahi, un hombre que ha usado un medio visual para enaltecer el espíritu humano.

En un pequeño ensayo sobre el trabajo de Jean Renoir –quizá el más grande de los humanistas–, el crítico argentino José Miccio decía que el cineasta francés construía su obra sobre la idea de “religar lo que fue separado”. Panahi adopta ese modesto pero poderoso credo no solamente para su película sino para una ética de vida que no ve diferencias entre quienes castigan y los que son castigados; una horizontalidad que entiende lo necesario de ver para ser visto y que resultó recompensada con una Palma de Oro en un jurado ahora presidido por Juliette Binoche, algo que no se trató de ningún accidente, sino de un acto de justicia cinematográfica. ~


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