La pasión enterrada de Luis Villoro

Obsesionado por comprender la complejidad del mestizaje, Luis Villoro reflexionó sobre la identidad indígena y mexicana. El pasado prehispánico le interesó hasta sus últimos días y formó parte de su labor intelectual que siempre buscó expandirse más allá de los espacios académicos.
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A Luis Villoro me unían y al mismo tiempo me separaban los problemas de la identidad nacional. Él, nacido en Barcelona de padre catalán, luchaba por ser mexicano. Había crecido en Europa y allí se había educado, hasta que la Segunda Guerra Mundial lo obligó a refugiarse en México, el país de su madre. Yo, nacido en México de padres catalanes exiliados, me esforzaba por alcanzar una condición postmexicana. Este contexto, paradójicamente, propició nuestra amistad y fertilizó nuestras discusiones. Luis Villoro no formó parte, propiamente hablando, del canon de la identidad del mexicano, integrado por las obras de Samuel Ramos y Octavio Paz, a los que se agregaron las de Emilio Uranga, Jorge Portilla, Santiago Ramírez y muchos otros. Villoro publica, el mismo año en que aparece El laberinto de la soledad, su libro Los grandes momentos del indigenismo en México, donde no se dedica a definir “lo mexicano”, sino principalmente a desplegar su pasión por salvarse de su desgarramiento interno –el del mestizo– para recuperarse a sí mismo en un acto de amor por lo indígena y el pasado prehispánico. Es la recuperación del ser indígena que permite rastrear el enigma de la historia y así eventualmente abrir las puertas a un futuro libre de racismo y pleno de igualdad. Le interesa más el “ser del indio” que el “ser del mexicano”. En este libro se pueden observar las huellas del existencialismo, del hegelianismo y del marxismo. La parte esencial del pensamiento se plasma en el capítulo final titulado “Lo indígena como principio oculto de mi yo que recupero en la pasión”, donde en unas diez bellas páginas nos ofrece una pequeña joya del pensamiento filosófico en México. Y nos revela las intimidades de su personalidad. Podemos entrever allí una pasión religiosa.

Quiero presentar brevemente las ideas que desarrolla el joven Villoro en ese capítulo, pues volverán a brotar muchos años después. Nos explica que la duplicidad del Yo y el Otro se ha ubicado en el interior de su propio Yo, de tal manera que ya no es necesario pasar por el Otro para descubrir al Yo. Hay una dualidad enroscada en el interior del mestizo, como una serpiente de dos cabezas. Pero advierte que el intento de captar la “mexicanidad” es una reflexión de origen occidental que se topa con lo indígena que permanece en la oscuridad en el fondo del ego mestizo. “Lo indígena –nos dice– es profundo y arcano”, como una fuerza misteriosa dormida. En contraste, la reflexión occidental es una claridad luminosa, una luz que juzga la densidad opaca de lo indígena, sin que lo indígena pueda juzgar a lo europeo. Pero lo indígena se niega a ser iluminado. Así, lo indígena es una fuerza oculta, telúrica, colectiva y ancestral, latente y terrible como un grito de sangre ciega en el seno del mestizo escindido.

Como el espíritu occidental fracasa en su intento por entender el Yo mestizo, busca otros caminos. Los encuentra en la acción y en el amor. Gracias a la praxis es posible reconocerse en la conducta, en el comportamiento, donde lo indígena y lo occidental se encuentran unidos estrechamente. Esta unidad radica en su actuar como clases explotadas. Lo indígena se revela en el seno de la clase dominada. El Otro se manifiesta ahora como el explotador extranjero o criollo. Aquí hay un momento hegeliano de negar al Otro, para después negar la desigualdad y las diferencias. En esta negación de la negación ha de surgir la igualdad. Este proceso dialéctico solo existe para destruirse, para ser negado. La libertad y la igualdad se logran en el momento en que lo indio se niega a sí mismo para acceder a lo universal. Y accede a lo universal como proletario, no como campesino, pues la clase campesina es la menos universal, afirma Villoro: “Ella es la fuente de todos los particularismos y regionalismos y por sí misma no llegaría nunca a la conciencia de una solidaridad humana y universal. Para que el indio adquiera conciencia de universalidad y, por tanto, pueda proseguir su lucha libertaria, debe ‘pasar’ a la clase más universal de la historia: el proletariado.” Así, el mestizo recupera al indígena en la praxis, pero no como raza sino como clase. Las razas no desaparecerán en lo biológico (Villoro creía en la existencia de razas, idea que hoy hemos abandonado totalmente), pero ahora ya no se considerarán superiores o inferiores, ni unas dominarán sobre las otras. “Así, para salvar al indio –dice– habrá que acabar por negarlo en cuanto tal indio.”

Pero esta no es toda la historia. Hay otra vía distinta a la de la acción para que el mestizo se recupere a sí mismo. Es un camino más sabio y sutil, más auténtico y generoso. En la dialéctica de la praxis el hecho histórico se ha resuelto como problema de manera científica. Sin embargo, persiste el enigma irresoluble inscrito en el espíritu, oculto pero vivo. Es el enigma del pasado, que no se ha resuelto, y que ahora reclama una aproximación amorosa. El amor recrea a lo indígena como existencia abierta al futuro. La acción dialéctica sin amor acaba negando al indio y lo convierte en objeto. La acción debe ir acompañada de emoción y amor, es decir, se trata de algo diferente: es la pasión que junta amor y acción. Esta pasión no niega al indio, es una postura existencial cristiana inspirada en Kierkegaard.

Villoro deja pasar treinta años de fría vida académica antes de aceptar que se volviera a publicar su apasionado libro. Accedió a hacerlo en 1979 a petición del antropólogo Guillermo Bonfil, quien copió su idea del “México profundo” del libro de Villoro. Le prepara un prólogo donde lo enmarca en el clima cultural de la época y del grupo Hiperión al que pertenecía, y señala que hay lagunas e insuficiencias que no puede ahora remediar. Se reprocha su idealismo, que presenta el problema del indio como un proceso histórico en la conciencia y no en la realidad social concreta. Critica que no logró mostrar con claridad el carácter ideológico de las ideas indigenistas, aunque sí logró desenmascarar la historia de un encubrimiento. Yo tengo la impresión de que, en el fondo de su conciencia, Luis Villoro siguió convencido toda su vida de esa pasión que describió tan bien, y que permaneció enterrada viva durante cincuenta años.

A lo largo de medio siglo Villoro desarrolló una intensa actividad creativa que no puedo resumir aquí. Cuando lo conocí en los años setenta ya era un pensador consolidado y prestigioso, autor de obras históricas y teóricas importantes sobre la revolución de independencia, las ideas de Descartes y la filosofía de Husserl. En 1982 publicó su magnífico ensayo Creer, saber, conocer. Era un hombre de izquierda que apoyaba movimientos campesinos y especialmente al partido nacionalista de Heberto Castillo. Yo me apoyaba en él para estimular mi proceso de abandono del marxismo dogmático del que provenía. Por ello lo invité a una reunión con Carlos Monsiváis y Octavio Paz para discutir un libro mío sobre las redes imaginarias del poder político en 1980. Al año siguiente me invitó a dar una conferencia en la uam de Iztapalapa que fue el embrión de mis reflexiones críticas sobre la identidad del mexicano, que él había contribuido a impulsar con su libro sobre el indigenismo. Estoy en deuda con él. Se había alejado de las preocupaciones sobre el ser del mexicano y le interesaban más otras cosas, como la manera en que pensaban los intelectuales mexicanos. Villoro era un intelectual cosmopolita, muy sofisticado, polifacético, fue embajador de México ante la unesco en París durante cuatro años, se vinculó con lo más granado de la intelectualidad europea y se destacó en México como uno de los pensadores más lúcidos.

El Luis Villoro de aquella época me recordaba que en México no solo es posible creer, saber y conocer –como reza el título de su libro de ética–, sino que además es posible pensar. Las reflexiones de Villoro conducían a una crítica de las creencias anquilosadas, de las sabidurías marchitas y de los conocimientos automatizados. En 1995 publicó un inquietante libro que vale la pena rescatar y leer: En México, entre libros. Pensadores del siglo XX, que nos lleva por los senderos de un pensamiento que utiliza su fuerza ética para comprender y descifrar los estertores de una cultura nacional que llegaba al fin de su siglo. Y que llegaba al final sin haber conocido la democracia política, que nunca fue invitada al festín de nuestra historia moderna. A través de su disección de varios intelectuales mexicanos, Villoro nos ayudaba a reflexionar sobre las formas en que la cultura mexicana se enlazaba con la crisis de nuestro Estado nacional, atenazado por los dolores del parto de una democracia que se resistía a ver la luz. En esta relación entre la cultura y la política había un aspecto que es importante destacar: los actores de esta relación, los intelectuales, sufrían una tensión existencial y moral que tendía a aumentar en momentos de transición y crisis.

La sociedad moderna tiende a profesionalizar al intelectual, a convertirlo en un sacerdote a sueldo del Estado o en un pastor de las almas descarriadas; con ello contribuye, paradójicamente, a su desintelectualización, lo cual, como es comprensible, aumenta su angustia. Y esta angustia se acrecienta aún más cuando el poder político modifica el sentido de los tres verbos del título del libro de Villoro –creer, saber, conocer–, para canalizar la acción intelectual hacia territorios de más fácil manipulación. El creer se convierte en un profesar; el saber se revela como un acumular; el conocer acaba siendo un anotar. Al poder político le incomoda tratar con intelectuales pensantes, gente inquieta e inestable, que siempre está ensayando o probando. Es mejor y más seguro tratar con profesionales establecidos, con sabedores profesorales y con notarios competentes; es decir, con gente confiable que profesa y no cree, que archiva y no sabe, que anota y no comprende.

El brillante pensamiento de Luis Villoro nos enseñaba a sortear estos peligrosos escollos. En este sentido, con Villoro aprendimos a navegar por las aguas turbulentas de la cultura mexicana como nadie lo había hecho antes con su gran destreza y perspicacia. Debido a que estamos sumergidos en esas aguas me parece fructífero abordar críticamente desde una perspectiva irónica la cultura mexicana. Me parece pertinente traer aquí una reflexión de Kierkegaard, cuyo pensamiento es uno de los códigos existenciales ocultos mediante los cuales personas de mi generación se comunicaban con Luis Villoro, que pertenecía a la generación anterior. Kierkegaard sintió agudamente la atracción del espacio profesional teológico, que fue el medio en el que creció como estudiante. Pero rechazó tanto la profesión pastoral como la académica, motivo por el cual siempre le incomodaron los pastores y los profesores. En una obvia paráfrasis de Montaigne y del evangelio según san Mateo, Kierkegaard dijo que los caníbales entrarían al reino de los cielos antes que los pastores y los profesores; en otra parte de su Diario aseguró que, si no existiera el infierno, sería preciso crear uno especial para los docentes. Estoy tentado a pensar que el infierno mexicano fue creado para castigar a los intelectuales.

Villoro se propuso dar un vistazo a este infierno. Dijo que los intelectuales de la época de Antonio Caso se movían en los límites estrechos de graves deficiencias de información debido “al aislamiento del medio mexicano de la época respecto de todo pensamiento que no pasara por París o por Madrid”. Ese fue nuestro infierno: el del atraso, el subdesarrollo, la dependencia y la falta de autonomía. De allí que surgiesen fuerzas culturales nacionalistas que tratasen de impulsar una acumulación intelectual propia, que sustituyese las importaciones, protegida por un mercado ideológico interno acotado por los gobiernos emanados de la Revolución mexicana. Surgieron expresiones que aseguraban que México albergaba desde tiempos ancestrales riquezas y recursos espirituales inagotables que era preciso rescatar, refinar y exportar a las metrópolis para demostrar que treinta siglos de historia no habían pasado en vano. Todavía hoy encontramos restos de estas corrientes economicistas y fundamentalistas, que al menos en un punto confluyen: en su profesión de fe esencialista. La tragedia del indigenismo de Gamio radicó precisamente en la contradicción que se esconde en el credo esencialista: la cultura india, alimento esencial, debía ser devorada y digerida por la modernidad. Como dijo Villoro, intentaba “contribuir a la liberación del otro interviniendo en su libertad”. Si hay una esencia cultural propia, única y específicamente mexicana, la relación de los intelectuales con esa mina es inevitablemente la del explotador de riquezas naturales. Y la discusión se centraba en los procedimientos para extraer, procesar y distribuir la riqueza esencial, que puede ser considerada como un recurso natural, renovable o no renovable.

Luis Villoro nos enseñó a no caer en estas trampas y a escapar del infernal círculo hermenéutico. Pero no nos invitaba a olvidarnos de nuestros problemas históricos y sociales para preservar la “pureza” de la labor filosófica e intelectual. Por el contrario, nos llamaba a ser conscientes de nuestro tiempo, a gozar y sufrir una existencia preñada de intencionalidad. Le interesaba especialmente la relación del intelectual con la historia de México.

Las reflexiones de Villoro nos llevaban a un problema angustioso: ¿si penetramos en las configuraciones históricas no quedaremos atrapados también en el infierno que quiso para nosotros Kierkegaard? Yo creo saber que Luis Villoro conocía bien este peligro. Y sin embargo nos invitó a acompañarlo, a pensar en México, a viajar por su historia y a buscar en nuestro oscuro infierno presente alguna luz que nos guiase en nuestra escapatoria. Era importante seguirlo en su viaje, pues, como dijo Kierkegaard, “siempre es necesaria una luz para distinguir otra luz”.

En 1994 ocurrió algo que avivó la llama de la pasión por el ser indio que había encendido Luis Villoro de joven. El alzamiento zapatista le provocó un retorno a la vieja pasión, que no se había extinguido. Aunque se ha hablado de que Villoro vivió entonces una conversión al adoptar los principios del ezln, me parece que más bien descubrió en los indígenas levantados en armas en Chiapas un impulso que renovó su antigua pasión. Me parece que el fragmento de su libro que he resumido muestra claramente que la pasión que lo llevó a la decisión de militar en el ejército neozapatista es la misma que le animó cincuenta años antes. De alguna manera, en el marxismo maoísta del subcomandante Marcos vio esa pasión y ese enigma que había vislumbrado en 1950 en la praxis dialéctica, y que ahora con los neozapatistas había adquirido un sentido renovado y atractivo, acorazado con el ímpetu que los alzados inyectaron en su lucha, especialmente cuando abandonaron la vía armada. Villoro se volvió a conectar –ahora directamente– con ese Otro México, que yo llamo infrarrealista, que quiere una democracia comunitaria incluyente, enraizada en la tradición, en las asambleas, en los consejos de ancianos y en las costumbres heredadas. Villoro exaltó ese poder indígena democrático comunitario regido por el consenso, radicalmente diferente a la partidocracia del Estado de la modernidad occidental. Su hijo Juan cuenta en un hermoso ensayo sobre su padre (La figura del mundo. El orden secreto de las cosas, 2023) que Luis Villoro escogió identificarse, entre los tres hermanos de la novela de Dostoievski, con Aliosha Karamázov, el devoto y ferviente cristiano. No hay que extrañarnos de que al final de su vida adoptase la fe de un beato zapatista con la pasión de sus primeros años.

Villoro no creía que la izquierda pudiese definirse por la adhesión a un sistema doctrinario. Por debajo de las ideologías –dijo– “subsiste una corriente vital permanente” que es esa pasión que nunca se apagó en él. Esto lo afirmó en un ensayo sobre la izquierda publicado en el libro póstumo La identidad múltiple (El Colegio Nacional, 2022). Para Luis Villoro la izquierda es una “postura moral” que acude a la reflexión teórica para justificarse.

Así que Luis Villoro volvió a conectarse con la otredad indígena enterrada en su Yo mestizo. El periplo en busca de la identidad mexicana perdida lo volvió a su pasado, y de allí desenterró muchas ideas que es necesario estudiar con la admiración que merecen y verlas a la luz de la vía nueva que pensó hacia el final de su vida para todo México, y que aún desde mi perspectiva postmexicana –muy distinta de la de Villoro– veo como un impulso muy creativo de encuentro con otredades enigmáticas. ~

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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