La distancia dolorosa entre lo que sé y lo que soy

¿Qué es lo que hace que un texto, sin importar su fecha de publicación y lugar de procedencia, se convierta en un clásico? De la Historia de la guerra del Peloponeso a El leopardo de las nieves, cinco jóvenes escritores reflexionan sobre aquellas lecturas que los transformaron y les han hecho ver el presente con otros ojos.
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¿Qué se le pasa por la cabeza al que viaja hasta los confines del mundo en busca de lo imposible? En el otoño de 1973, Peter Matthiessen, escritor y naturalista iniciado en el budismo zen, emprendió, junto al zoólogo George Schaller, una expedición a la Montaña de Cristal para avistar al insólito leopardo de las nieves. La misteriosa tierra del Dolpo, al oeste de Nepal, es una de las regiones del mundo donde la cultura tibetana se ha conservado en su estado más puro. La Montaña de Cristal, rodeada de valles recónditos y primitivos, se eleva como una pirámide blanca que navega por el cielo. No se puede negar que El leopardo de las nieves parece escrito para convertirse en un clásico de la literatura de viajes. La voz susurrada de Peter Matthiessen trasciende sus páginas. Día tras día, trenza un relato conmovedor, plagado de bella histeria y descosidos espirituales. Algunos lo leerán como un diario de aventuras y una amalgama de todo aquello que se encontró por el camino; otros, en cambio, lo descifrarán como la guía mística que encontraron un día cualquiera en la típica tienda de libros de segunda mano. “Un hombre sale de viaje y es otro quien regresa.” Los años psicodélicos, demasiados sueños sombríos y la muerte de su esposa empujaron a Matthiessen a sentir la urgente necesidad de volver a casa siendo otro.

¿Para qué sirve un clásico? Uno puede agarrarse a un clásico tantas veces como quiera. Para qué negarlo, siempre habrá una frase que parezca escrita para uno mismo. Quizás El leopardo de las nieves sea el Evangelio de los corazones inquietos.

El leopardo de las nieves es ese oscuro e inalcanzable objeto de deseo. Animal invisible, cauteloso, escurridizo. Poco se sabía del más misterioso de los grandes felinos. La mayoría de las observaciones de las que se disponía por aquella época provenían del testimonio de los cazadores locales. Acostumbraban a resistir inmóviles cerca de grandes manadas de animales esperando a que el leopardo las atacara. No es fácil permanecer quieto y en silencio cuando la temperatura titubea alrededor de los diez grados bajo cero. El mismo George Schaller tuvo que permanecer un mes entero soltando cabras vivas como cebo para poder avistarlo y filmar las primeras películas que se hicieron sobre él.

Todo se vuelve extraño cuando divagas a más de tres mil metros de altura. Este verano viajé por las montañas celestiales de Kirguistán. Así como le ocurrió a Matthiessen, me percaté de que hubo un momento en el que el trance me permitió ser tres personas a la vez. El “yo” jadeante y malhumorado enfundado en el saco de dormir está demasiado cansado y tiene heridas sangrantes en los pies, no puede dormir y se fustiga por ello; el segundo es el “yo” arrepentido que echa de menos a su familia y se pregunta qué hace allí y por qué necesita complicarse la existencia de ese modo una vez más; el tercero observa maternal, y con cierta consciencia superior, a los otros dos como si de una experiencia extracorporal se tratara. Tres niveles de sensibilidad o esa distancia dolorosa entre lo que sé y lo que soy. Cuerpo, mente y naturaleza son una sola cosa.

La primera noche que acampé en las montañas celestiales sufrí alucinaciones. Nunca un sudor tan frío había recorrido mi cuerpo. Qué vergüenza. Podía verme a mí misma durmiendo en el saco. Una imagen recurrente me hacía temblar: mi compañero, un caballo kirguís, regio y espléndido, que por su instinto de supervivencia solo dormía de pie y estaba atado al arbolito bajo el que había montado la tienda de campaña, se dejaba caer sobre mi cuerpo dormido y me mataba. Una y otra vez, la escena se repitió tantas veces que llegué a pensar que ya estaba muerta y mi estado semiconsciente, además de estar al borde de la asfixia, era parte del ritual. A bulto, pudo ser una alucinación de tan solo diez minutos, pero en mi cabecita –y, por supuesto, en mi cuerpo– lo sentí como si hubiera ocurrido durante tres noches enteras, una vez tras otra y sin poder moverme. A la mañana siguiente, me di cuenta de que había intentado abrir la cremallera de la tienda de campaña para escapar. Había sido en vano. Comprobé mis niveles de oxígeno. Todo estaba bien. A Matthiessen, las alucinaciones también le pillaron durmiendo. Los protagonistas de las suyas fueron mustélidos, ardillas y perros. Acordarse y dejarlo por escrito es una sensación morbosa. Él lo describió como estar en el Bardo, sentir que eres dueño de dos existencias, hallarte en un estado intermedio en el que la alucinación precede a la reencarnación.

No hace tanto, nos preguntábamos si el centro del universo lo ocupaba el Sol o la Tierra. Algunos budistas dicen que la mente occidental no es capaz de asimilar percepciones orientales que no son lineales, seguimos confundiendo espacio y tiempo. Los Vedas, en cambio, lo especificaron un poco más. Dicen que no vemos el universo tal como es y que nos limitamos a una ilusión. El espectáculo mágico de la naturaleza vivido como una alucinación colectiva. Quizás el viaje a pie, asimilar su lentitud y sentir el propio cuerpo flaquear nos enfoque a un estado altamente receptivo, más allá de nuestra limitación corporal y visual. Estamos vivos. Algunos se atreven a preguntarlo: Entonces, dime, ¿qué se aprende con tanto dolor de pies, frío y cansancio? Se aprende que la insatisfacción es un regalo.

La libertad en la montaña es muy distinta a la libertad que se percibe en la ciudad. Soltar lastre, acumular menos, moverse con sencillez. He visto a montañeros arrancar las páginas de los libros a medida que los van leyendo, incluso convierten las páginas en bolas de papel y las introducen en el forro de sus abrigos para mantener y optimizar su tan valioso calor corporal; otros aguantan con la misma ropa semana tras semana. En mi caso, a mitad de camino, consumida por el peso de la mochila, regalé unos prismáticos a una familia de nómadas y quemé la ropa sucia que ya no necesitaba. Nunca me he sentido tan libre. De vuelta a la civilización, la palabra libertad pierde fuelle. Solo recuerda a la política. Unos la desprecian; otros la desvirtúan. Es desolador. La pregunta que formuló Erich Fromm se responde por sí sola. ¿Puede la libertad volverse una carga demasiado pesada para el hombre, al punto que trate de eludirla?

¿Qué busca realmente el que sube y baja montañas sabiéndose conocedor de la naturaleza escurridiza de sus propósitos? En Imágenes que piensan, Walter Benjamin se refiere a ello como una encrucijada, un esfuerzo de carácter destructivo que convierte en ruinas lo existente. A veces, no hay otra manera de vivir. Una de las noches que pasaron en Katmandú, un biólogo que andaba investigando las huellas del yeti, le preguntó a Matthiessen qué estaba haciendo alguien como él allí. Entendía la función de Schaller al ser biólogo y buen montañero, pero no acababa de comprender su presencia. Ruborizado y molesto, Matthiessen le contestó que no lo sabía. Punto final. “¿Cómo iba a decir que deseaba penetrar los secretos de las montañas en busca de algo todavía desconocido que, como el yeti, por el hecho mismo de buscarlo, podía muy bien no llegar a encontrarse?”

Tras dos meses de andadura, desesperados por las lluvias monzónicas y los continuos retrasos de los sherpas, Matthiessen y Schaller alcanzaron los más de cuatro mil metros de altura. Allí, los carneros azules y zorros campaban libremente y pudieron recabar datos de altísimo valor científico. “La intensidad del silencio en este sitio es un aviso de que aquí los seres humanos están fuera de lugar.” Cegados por la nieve, cada día que pasaba, la Montaña de Cristal parecía más inalcanzable que al principio del viaje. “No esperes nada”, le advirtió el roshi Eido el día de su partida. Matthiessen nunca llegó a ver al leopardo de las nieves. Pudo atisbar una huella de sus garras. Curiosamente, ese rastro se hallaba justo encima de la huella que había dejado el paso de Matthiessen el día anterior. Lo tomó como una señal para no abandonar. “Me basta con saber que el leopardo es, que está aquí, que sus ojos helados nos vigilan desde la montaña.”

Desbordando introspección, llegados a este punto, huelga decir que el leopardo de las nieves es una excusa. Quiero pensar que todos pecamos de tener un leopardo de las nieves, esquivo e indomesticable, metido en la cabeza. La adherencia a lo desconocido es esencial para un ser humano en todo su esplendor. La obsesión por lo inalcanzable, la belleza de lo invisible; incluso la naturaleza más peligrosa puede devolverte a la vida. ¿Cuál es mi leopardo de las nieves? Quizá ser testigo de otras formas de vida. Vivimos precipitados en el tiempo, pero la búsqueda de nuestro leopardo de las nieves supone lo contrario a la inmediatez.

¿Por qué la muerte está tan presente cuando uno se lanza a lo inexplorado? El mayor miedo de Matthiessen era morir de frío y dejar huérfanos a sus hijos; el mío, morir enterrada bajo el típico alud de verano cuando alcanzara cotas más altas. Extrañamente, aunque el miedo sea evidente, pocos dan media vuelta y regresan al origen. No quisiera que mis palabras se malinterpreten: nada de esto tiene que ver con un peculiar afán de heroicidad o una inevitable colección de proezas. ¿Por qué creo que no hay vuelta atrás para algunos? Porque el amor siempre está presente. Matthiessen amaba la fragilidad de sus fuerzas, los recuerdos que asistían a su mente y su miedo. ¿Amo yo los míos? Sí, quisiera agarrarme a ellos lo que me queda de vida. No pido nada más. ~

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(Palma de Mallorca,
1993) es escritora. En 2020 publicó
La intimidad (Editorial Barrett


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