Foto: Ceremonia de llegada de la reliquia del Emperador Don Pedro I. Palácio do Planalto / Wikimedia Commons

El rearme de la historia oficial en América Latina

Bolsonaro, Milei y AMLO encabezan una larga lista de casos recientes de revisionismo histórico. Sin importar su adscripción a la izquierda o la derecha, los políticos de Latinoamérica desean reescribir los relatos nacionales: a veces con nuevos sesgos, otras tantas con indignantes zonas de silencio.
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Durante los gobiernos de Dina Boluarte en la presidencia del Perú y de Rafael López Aliaga en la alcaldía de Lima se ha producido una revancha en la politización de la memoria que promovieron los movimientos de izquierda de las primeras décadas del siglo XXI en ese país y otros de los Andes. López Aliaga reinstaló en su pedestal a Francisco Pizarro, el conquistador español. Al cumplir dos años de su mandato interino, bajo una posposición deliberada de las elecciones por parte del Congreso, Boluarte señaló que su misión había sido impedir que Perú se convirtiera en otra Venezuela.

En Brasil, durante el gobierno de Jair Bolsonaro, se conmemoraron los doscientos años del traslado del trono de los Braganza de la metrópoli a la colonia. En medio de sus intentos de reelección, Bolsonaro hizo acompañar los festejos con un espectacular regreso del corazón de Pedro I, el emperador brasilero, que se conservaba en formaldehído en Oporto, Portugal. Bolsonaro utilizó la ceremonia para anclar las raíces históricas de su proyecto en el imperio católico del siglo XIX.

Javier Milei, el presidente de Argentina, ofendió desde su cuenta de X a la joven historiadora Camila Perochena porque esta cuestionó uno de los tópicos habituales del mandatario: que Argentina era, antes de 1930, cuando la caída de Hipólito Yrigoyen dio inicio a un proceso de cambio que desembocó en el peronismo, una potencia mundial. El presidente no solo repite la idea como un mantra, sino que reprende públicamente a los historiadores profesionales que lo refutan.

El creciente protagonismo de los políticos en la construcción y difusión de relatos del pasado nacional no es mero efecto de nuevos liderazgos mediáticos ni es una tendencia exclusiva de las derechas. También las izquierdas latinoamericanas han pasado por una prolongada y sistemática instrumentación de la historia, especialmente en países como Cuba y Venezuela, donde periodos enteros como el cubano de 1902 a 1958 o el venezolano de la llamada “Cuarta República” o, más específicamente, el periodo que va de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez y el gobierno democrático de Rómulo Betancourt en 1959 a la llegada de Hugo Chávez al poder cuarenta años después, han sido y son demonizados.

En México, bajo los últimos gobiernos de izquierda, también se ha producido un rearme de la historia oficial. Durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador eran prácticamente diarias las invectivas contra los historiadores en las conferencias matutinas del mandatario y viejos clichés sobre la conquista, el virreinato de la Nueva España, los imperios de Iturbide y Maximiliano y el porfiriato, muy comunes durante el periodo priista, volvieron a circular. Todas las prevenciones contra la historia oficial, señaladas por historiadores como Daniel Cosío Villegas, Edmundo O’Gorman, Luis González y González o Enrique Florescano, fueron desoídas en Palacio Nacional.

Durante el gobierno de López Obrador volvió a dividirse la historia nacional en héroes y villanos. En 2021, año del bicentenario de la consumación de la independencia de México, tras el pacto entre Iturbide y Guerrero, el Plan de Iguala y la formación del Ejército Trigarante, el gobierno mostró malestar con la efeméride. En contra de las voces más autorizadas de la historiografía sobre el periodo prehispánico (Eduardo Matos Moctezuma, Leonardo López Luján, Rodrigo Martínez Baracs, Isabel Revuelta…), el gobierno localizó la fundación de Tenochtitlan en 1321, no en 1325. La maniobra permitió superponer al bicentenario de la consumación de la independencia, los setecientos años de la fundación de la antigua ciudad y los quinientos de su caída en manos de Hernán Cortés.

Ese revisionismo de Estado respondía a una agenda deliberada de confrontación diplomática con España, a la vez que se aceleraba la integración a Estados Unidos por medio del T-MEC y la amistad entre López Obrador y Donald Trump. Piezas retóricas fundamentales de aquel forcejeo fueron las cartas enviadas al rey Felipe VI y al papa Francisco, demandando que el Estado español y el Vaticano pidieran disculpas por la conquista y evangelización de México. Con España, las relaciones llegaron a ponerse “en pausa”, según la frase del presidente López Obrador, hasta que no se verificase ese perdón público. Aunque el impacto fue disruptivo a nivel estrictamente diplomático, el reclamo de México tuvo peso en el discurso histórico del gobierno, el partido gobernante y sus redes en la esfera pública y las instituciones educativas y culturales.

¿Son todos estos antecedentes reveladores de un rearme de la historia oficial en América Latina? Un libro coordinado por el historiador argentino Fabio Wasserman, que lleva por título Pasado presente. Historia, memoria y política en América Latina, intenta responder la pregunta. Lo hace por medio de estudios de diez casos: la Argentina de Cristina Fernández de Kirchner y el México de López Obrador, comparativamente analizados por Camila Perochena y Rebeca Villalobos; Nicaragua bajo los dos sandinismos, estudiada por Laurin Blecha y Antonio Monte Casablanca; el debate sobre el 17 de febrero de 1989 en Venezuela, a cargo de Livia Vargas González; el proceso colombiano de 2002 a 2020 por Gilberto Loaiza Cano; el Perú fujimorista y postfujimorista por José Ragas y Charles Walker; el bolsonarismo por Fernando Nicolazzi; la Guerra Guasú en Paraguay por Magdalena López e Ignacio Telesca; la disputa sobre José Artigas en Uruguay, analizada por José Rilla; la apropiación del espacio público y los monumentos históricos de Santiago de Chile, durante el último estallido social, documentada por Gabriel Cid, y los usos políticos de la memoria mapuche, también en Chile, que estudian André Menard y Julio Vezub.

Como puede constatarse a simple vista, el libro desplaza el marco interpretativo entre muy diversas situaciones: unas veces se trata de la historia oficial estricta de los discursos del Estado sobre el pasado nacional, como en los casos de los gobiernos de Fernández de Kirchner, López Obrador, Ortega, Bolsonaro o Fujimori; otras de los usos del pasado que se activan desde la sociedad civil, la opinión pública, los movimientos sociales o la propia comunidad de historiadores a propósito de eventos o figuras tan variados como la guerra de la Triple Alianza (Argentina, Brasil y Uruguay) contra Paraguay entre 1864 y 1870, el caracazo contra Carlos Andrés Pérez en febrero de 1989, el perfil del héroe patrio uruguayo José Artigas o el legado de la comunidad mapuche.

Como bien advierten el historiador peruano Manuel Burga Díaz en su prólogo y Fabio Wasserman en su inteligente texto introductorio, la noción de historia oficial no es aplicable a todas estas intervenciones. Poco se gana en claridad y mucho se pierde en indistinción si la categoría se extiende a sujetos o entidades que carecen de un poder vertical discernible como el de los gobiernos, los partidos, las iglesias o las empresas. Entendemos lo que significa historia oficial cuando se estudian libros de texto, documentos programáticos y memorias institucionales, pero no cuando se habla de una “historia oficial académica” o de una reescritura de la historia desde la sociedad civil, las oposiciones o cualquier comunidad subalterna.

En América Latina, durante las transiciones democráticas de fines del siglo XX y principios del XXI, se esparció una sensación de agotamiento de las historias oficiales. No solo del “fin de la historia” en el sentido de Francis Fukuyama, quien tomó la tesis del marxista hegeliano de origen ruso, afincado en Bruselas, Alexandre Kojève, sino específicamente del fin de la historia oficial, en el sentido de las narrativas del pasado construidas por los regímenes autoritarios. Con la llegada de la democracia, la historia dejaba de ser un asunto del Estado y se refugiaba en las academias o en una esfera pública pluralizada, donde chocaban distintos relatos o interpretaciones del pasado.

Contra aquella ilusoria neutralidad reaccionaron los gobiernos del primer ciclo progresista o “marea rosa” bolivariana en la primera década del siglo XXI. Se esgrimió entonces que era necesario el reposicionamiento de la “historia militante” frente al neutralismo académico, que comenzó a verse como un enmascaramiento del discurso oficial neoliberal. En la Argentina de los Kirchner, en Ecuador durante el gobierno de Rafael Correa y en México en el de López Obrador se habló de ciencias sociales “neoliberales”, dentro de las que se incluía la historia académica. El llamado a una nueva historia militante, desde el poder, pronto adoptó el tono de una nueva historia oficial.

En aquellos años, como inercia de las luchas por la memoria de las víctimas de los últimos autoritarismos de la Guerra Fría, la historia militante o comprometida se presentó como política de la memoria, a pesar de las salvedades entre ambos conceptos, historia y memoria, que han hecho diversos autores como Paul Ricœur, Maurice Halbwachs y que recuerda Wasserman en el texto de apertura del libro. La superposición entre esos términos y la confusión de roles que lleva implícita se ha trasladado, en años recientes, a la relación entre historia militante e historia oficial. Quienes promueven una nueva historia oficial se asumen como historiadores militantes antes que como historiadores gubernamentales. Esa autopercepción es consistente con el mal uso que algunos dirigentes, como el propio López Obrador, hicieron de la caracterización del “intelectual orgánico” de Antonio Gramsci. Según López Obrador y sus seguidores, los intelectuales orgánicos eran los del antiguo régimen neoliberal: los del nuevo eran intelectuales comprometidos con el pueblo.

En casi todos los ensayos de este libro aparecen escenas de ese trastocamiento de roles en América Latina. Pero el propio libro es una buena evidencia de que la historia académica sigue teniendo capital crítico para intervenir en el debate y contribuir a esclarecer sus términos. La noción de “historia pública”, que en años recientes gana resonancia en el campo académico, con el propósito de designar un saber historiográfico que, para su difusión, rebasa las publicaciones universitarias y busca contacto con un público más amplio a través de los nuevos medios de comunicación y las redes sociales, sería pertinente como respuesta a la nueva historia oficial.

El libro coordinado por Wasserman es un buen ejercicio de nueva historia pública en América Latina. Otro ejemplo, específicamente en México, sería Contrahistoria del “pueblo” mexicano, compilado por Irmgard (Gardi) Emmelhainz. Con estudios de Adela Cedillo, Oswaldo Zavala, Dawn Marie Paley, Mariana Mora, Rafael Lemus y otra docena de autores, la compilación no se presenta como una réplica de la nueva Historia del pueblo mexicano (INEHRM, 2021), coordinada por Felipe Ávila y Eduardo Villegas, con prólogo del propio López Obrador, pero en las páginas introductorias de Emmelhainz es evidente el propósito de contraponer al relato homogéneo de la presidencia de la república y el partido oficial una mirada desde la variedad de sujetos de la historia nacional.

Los estudios reunidos por Emmelhainz reconstruyen zonas de silencio en la nueva historia oficial, como la llamada “guerra sucia” de los años sesenta a los ochenta, la trama ascendente de la militarización del país, la no menos prolongada experiencia de la contención migratoria y las deportaciones indiscriminadas, el desastre ambiental y la lucha por el agua, los movimientos culturales alternativos de la Ciudad de México o la realidad de la resistencia zapatista en Chiapas, el narcotráfico y la corrupción. El lugar de enunciación de las autoras y autores de esta contrahistoria no es el Estado o el gobierno, el partido o el movimiento, sino el campo académico e intelectual, entendido transnacionalmente.

Ambos libros, el de Wasserman y el de Emmelhainz, ponen en tela de juicio dos ejes argumentales complementarios: el del pueblo como sujeto de la historia nacional y el del nacionalismo como premisa narrativa e interpretativa del pasado de los países hispanoamericanos. Los dos ejes son cuestionados en ensayos sobre la construcción del relato heroico fundacional sobre José Artigas en Uruguay o sobre la memoria oficial del sandinismo en Nicaragua, sobre la represión bajo el momento más autoritario del régimen del PRI en México o sobre el alzamiento del EZLN en 1994.

El rearme de la historia oficial en América Latina es resultado de una politización de la memoria, que no necesariamente está conectado con la reivindicación de comunidades relegadas. Se trata, en estricto sentido, del aprovechamiento de esas memorias ignoradas desde el aparato ideológico de nuevos gobiernos de derecha o izquierda que actúan con un frenético apetito de legitimación. No basta con asociar ese rebrote, en un contexto de pérdida de densidad ideológica de las alternativas políticas, aunque sí de recapitalización de símbolos, íconos o emblemas, al ascenso transversal del populismo. ~


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