I
Teuchitlán generó nuevas imágenes del horror. Muchos se enfocaron en los zapatos, trataron de crear un paralelo con los museos del Holocausto (en particular, la museografía de Auschwitz) e intentaron hablar de la industrialización de la muerte. Pero se olvidaron de otra imagen perturbadora: las mochilas abandonadas. Y las mochilas tienen todo otro componente semiótico. Uno hace una mochila porque piensa que va a regresar. Es una forma de transportar el hogar sobre la espalda, envidiando a las tortugas, nómadas sin nostalgia que llevan la casa encima.
Las mochilas son una esperanza, fe en el futuro, la idea de un camino que siempre es ida y retorno. Las mochilas abandonadas cuentan algo muy distinto a la analogía fácil de la industrialización de la muerte; algo que es, más bien, un acto político, lo que podríamos llamar la instrumentalización de la esperanza. Los desaparecidos llegaron ahí por una promesa: trabajo, futuro, sustento, dinero… la esperanza es el gusano en el anzuelo.
Las mochilas de Teuchitlán, los zapatos, los cuadernos, han servido para intentar identificar a desaparecidos cuyos restos, dispersos y calcinados, son difícilmente analizables. Este remanente de esperanza traicionada es ahora lo único que une a la existencia cuerpos que desaparecieron en ceniza. No queda nada más que las ruinas de una persona, lo que sobrevive al paso del tiempo en nuestro presente plástico. La otra cara de la contaminación: nuestras posesiones van a vivir mucho más tiempo que nosotros. Lo que tenemos, lo que portamos, pues, es también lo que somos. Aunque solo sea una esperanza.
¿Qué pasa, entonces, cuando morimos sin portar nada?
II
En 2009, el gobernador de Florida Charlie Crist ordenó una investigación en la antiquísima escuela “reformatorio” del condado de Marianna, la Arthur G. Dozier School for Boys. Esta “academia” fue construida en los albores del siglo XX y no cerró hasta 2011. En 1955 se amplió considerablemente. Era la más grande escuela-reformatorio de Estados Unidos con quinientas setenta hectáreas y casi mil prisioneros juveniles.
Durante sus ciento once terribles años de existencia, la cárcel juvenil disfrazada de escuela operó con absoluta libertad. Nadie sabía lo que hacían los custodios (en su gran mayoría blancos), cómo se administraban los castigos y qué había pasado con tantos niños que lograron fugarse, pero de los que nunca se supo nada más. Hasta la investigación de 2009. Cavando en los alrededores de los dormitorios, arqueólogos descubrieron más de cincuenta tumbas clandestinas, evidencias de tortura, asesinato, violaciones y todo tipo de vejaciones. Los antropólogos forenses tuvieron que venir a desenterrar huesos humanos. Algunos llevaban más de un siglo sepultados. Todos eran niños, menores de diecisiete años. La gran mayoría, como mostraría el material genético, eran afroestadounidenses.
Las leyes de Jim Crow tuvieron un efecto particular en este lugar. En una época, si eras negro en el sur de Estados Unidos, te podían arrestar por no bajarte de una banqueta cuando pasaba una persona de raza blanca. No importaba si tenías seis años y estabas persiguiendo una pelota. Las circunstancias no atenuaban el color de piel, máximo crimen.
Gracias a las leyes de segregación en Estados Unidos, cientos y miles de niños negros fueron enviados a esta “escuela para jóvenes”. Entre 1914 y 1952, estos niños fueron sistemáticamente torturados con látigos, humillados, y violados. Al menos cien fueron asesinados. Cuando los arqueólogos descubrieron sus restos, no había forma de identificarlos. Mucho tiempo había pasado. Sus familias, si tenían, habían desaparecido. Esos niños murieron sin nada y, aun muertos, no podían tener un pasado, un nombre, un recuerdo. Y, sin embargo, los arqueólogos encontraron algo de sus deseos entre las ruinas: canicas, botones, una hebilla de pantalón, una matatena. Estas eran sus riquezas. Esto fue lo único que quedó de ellos, entre lodo, jirones y hueso, lo único que quedó de sus esperanzas.
No estamos hablando de México. Estamos hablando del país más poderoso del mundo, los líderes del mundo libre, hace apenas unas décadas.
III
Colson Whitehead acababa de escribir The underground railroad (adaptado en una miniserie por Barry Jenkins) y no quería meterse otra vez en temas raciales tan complejos y tan dolorosos. Pero la elección de Trump cambió todo. En 2014, había acerca de la escuela Dozier en Florida. Ahora quiso ficcionalizar, a partir de la evidencia forense, cómo pudo ser la vida en ese lugar durante los años cincuenta. Así que inventó un marco narrativo para su personaje, un joven de brillante futuro, criado por su abuela, en Tallahassee: Elwood Curtis, el adolescente negro que iba a enorgullecer a una comunidad despojada.
Whitehead teje hábilmente su relato empezando por los restos, por las ruinas de objetos encontrados en las tumbas anónimas. Ese es su punto de partida. Esas mínimas pertenencias son su prólogo y epílogo. Bien plantado en el realismo, en el reino de posibilidad que permiten las historias nunca contadas de estos objetos, Whitehead crea a Elwood Curtis.
Su creación es mucho más que una historia. Es una perspectiva completa. Whitehead decide usar una omnisciencia del tipo flaubertiano: sabe absolutamente todo lo que piensan sus personajes, los escribe en tercera persona, pero pocas veces comenta fuera de sus perspectivas. Es un autor autoritario, por supuesto, pero su realismo está más cerca de Bovary describiendo cómo mastica Charles, que de Victor Hugo discurriendo sobre los claustros en Los miserables. Sabe todo lo que saben sus personajes, pero el autor no aparece como un árbitro que comenta este conocimiento.
La historia de Elwood es cruel. Al final, cuando lo matan tratando de escapar del reformatorio, su amigo Turner toma su nombre. Entendemos por qué lo hace: nada más de él sobrevivirá, Elwood murió con las pertenencias que tenía. Es el arco de una tragedia que va más allá de la muerte para hablar de la aniquilación absoluta de la identidad, de la personalidad, de la posibilidad de un futuro, del horizonte de una esperanza y, sobre todo, de la posibilidad de una memoria. Esa es la gran tragedia de los desaparecidos: cuando alguien logra efectivamente desaparecerlos, no queda rastro de su existencia en esta tierra. Las ruinas, en ese sentido, las pertenencias, la ropa, las mochilas, las canicas, son un error de la desaparición. Lo que se busca es el borrado sistemático de todas las pistas de una presencia.
Es en este sentido que se puede comparar la escuela de Dozier con un campo de exterminio nazi. No tanto en los métodos del asesinato como en las contradicciones internas del borrado de la memoria. Tanto los nazis como los administradores de Dozier trataron de eliminar las huellas de su horror mientras mantenían un registro burocrático (que incluía fotografías) de todo lo que hacían. Permanecen los registros porque estos hombres, al parecer, podían asesinar, torturar y violar, pero les aterrorizaba la perspectiva de cometer una falta administrativa. Es lo mismo que sucedió con los archivos de la Guerra Sucia en México (que están siendo digitalizados por el AGN): la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y los militares desaparecían personas, pero tenían que consignar, para el Estado, los nombres y testimonios de los desaparecidos…
Whitehead es cuidadoso. Sabe lo que quiere construir y el efecto que va a causar. La narración es convincente y eficaz, aunque se le ven las costuras. Construyó una tragedia instructiva sobre el silencio, la memoria ausente y la pérdida de identidad colectiva. Lo hizo a través de dos personajes inteligentes y rebeldes que se construyen en espejo: Elwood piensa afirmarse por la rebelión pacífica, creyendo en los cambios en el sistema, mientras que Turner es un realista cínico que se dedica a sobrevivir. El agente de cambio, el que escucha las palabras del reverendo Martin Luther King, termina muerto. El cínico, sin embargo, se lleva una enseñanza y porta la llama de un nombre por el que testificará.
La novela, Los chicos de la Nickel, consiguió un premio Pulitzer. La efectividad del tema y la claridad política convencieron. Es otra escritura sobre lo que MLK significa para la historia de la negritud estadounidense: un mensaje, un nombre que sobrevive gracias al pragmatismo de los que nunca fueron tan valientes para encarnar, en ellos mismos, la lucha del reverendo. El martirio, pues, necesita de los que sobreviven para contarlo.
IV
Un talento visual precoz, RaMell Ross, atravesó el Atlántico para rebotar una pelota. Antes que artista visual, fue jugador de basquetbol. Mientras estudiaba y trabajaba haciendo videos promocionales para ligas deportivas menores en Irlanda, se convirtió en jugador profesional. Y regresó a Estados Unidos para enseñar sus dos pasiones en pequeñas preparatorias rurales: la pelota y la fotografía. Así llegó a Hale County, Alabama.
Tal vez el nombre de Hale County no les suene conocido, pero fue el trasfondo de uno de los más hermosos libros de fotografía jamás publicados: Let us now praise famous men del crítico de cine James Agee y el fotógrafo naturalista Walker Evans. En su célebre estudio, Agee cuenta con palabras lo que la cámara impasible, dulcemente fría y cruel de Evans retrata. La combinación es notoria: las letras barrocas de Agee, sobre el fondo brutalmente crudo de las fotografías de Evans. Agee sobrescribe, se vuelca en una escritura que siente profundamente el dolor de lo que ve. Y lo que ve es la miseria más terrible de las comunidades negras, durante la Gran Depresión, en el corazón del sur americano.
Más de setenta años después, RaMell Ross retrató Hale County a su manera. Esta vez, las palabras son pocas y las fotografías se mueven. En su documental debut, Hale County this morning, this evening, Ross retrata la belleza, el humor, la esperanza y la tragedia de las vidas de estudiantes de preparatoria. Él es su entrenador de basquetbol. Y vive en el mismo lugar, con otros jóvenes, que visitaron Evans y Agee en los años treinta.
La vida es diferente, la luz es la misma, las tragedias se repiten. Pero Ross evita el melodrama y las narraciones fáciles. No quiere comentar, se propone ver. Su cámara es un punto de vista inquisitivo que solo interpreta observando. Su lenguaje es de imágenes. Los otros, los personajes, las personas, son las que hablan. El contraste con la elocuencia indignada de Agee es considerable. Y no menos considerable es la distancia con las imágenes brutalmente honestas de Evans. Ross es manipulador y lo sabe. Entiende el poder de la belleza del sol perforando el humo espeso de un neumático que se quema debajo de un árbol. Entiende el lenguaje que usa y entiende sus peligros. Al mismo tiempo, es su propio lenguaje. Ross toma mucho de la subjetividad de Fred Wiseman al retratar las instituciones más comunes de Estados Unidos, con toda la ternura y el humor que implica. Es un lenguaje que cuestiona constantemente sus condiciones materiales de posibilidad.
En Hale County this morning, this evening hay una secuencia que ejemplifica bien el estilo de Ross. Después de un corte a negros, vemos un amanecer hermoso: la luz matutina se filtra entre las ramas de un árbol. Una flauta musicaliza el momento con mucha afectación. Parece un clásico acompañamiento sonoro extradiegético. En la siguiente imagen, los árboles están ahora a la izquierda, más tronco que hojas en el viento, y un hombre a la derecha toca la flauta. Ahora la música no ilustra nada, es plenamente diegética. Ross nos hizo creer que la música era un añadido externo y luego nos mostró, en la siguiente secuencia, que era parte del contexto. Las imágenes desmienten e ilustran las imágenes. Lo que muestra Ross es el truco del montaje, un truco que da importancia al contexto de lo grabado. La realidad basta, pero solo el montaje reflexiona; solo el montaje le da sentido.
Este tipo de detalles formales demuestra la consciencia gráfica, formal, de Ross. Él entiende y asume la artificialidad de lo que hace. Es algo esencial, claro, para el lenguaje documental. Cuando esta consciencia de la cámara y sus trampas se traslada a la ficción, se liberan otra clase de significados. Sobre todo porque, en su siguiente película, Ross adapta la novela de Colson Whitehead y juega con la complicada idea de construir nuevos puntos de vista.
V
Nickel boys es una extensión de una práctica documental. La adaptación de RaMell Ross es un ensayo sobre la introspección de la ficción, los peligros que conlleva y el engaño del punto de vista. En ese sentido, es también un ensayo sobre el cine documental. Ross no adapta simplemente la novela de Whitehead, sino que ensaya sobre ella, critica, destruye y construye.
Ross decidió utilizar diferentes focalizaciones internas, dentro de los personajes, para contar la historia de Whitehead. La primera imagen de Nickel boys establece el truco. La cámara es el punto de vista (POV) de Elwood. Es un niño. Está tirado en su natal Tallahassee, Florida, tierra de naranjas. Ve los cítricos colgando del árbol, escucha a lo lejos la voz de su madre que lo busca. Luego observa, opacamente, con ojos de sueño, una reunión de adultos. Están bebiendo, jugando cartas. La sensación de la cámara ya no es la misma. El POV cambia. No es solamente desde dónde ve Elwood, sino en qué se fija. De pronto, hay planos detalle. Un anillo, una lata de cerveza, una luz sobre el cenicero. El ojo no puede operar este enfoque, este acercamiento. Así que es un artefacto, una ficción, un truco fotográfico. Es la cámara hablándonos del interés del ojo y de la narración del recuerdo. Es la cámara fingiendo hacer lo que no puede hacer: distinguir mentalmente entre los estímulos visuales. El sonido también se monta con este esquema, hay atención hacia ciertas frases, las demás conversaciones son ruido blanco, fondo inocuo que adormila. No recibimos todo el sonido a la vez, sino mediado por la experiencia. El realismo, pues, en toda su admitida falsedad.
Estos juegos de cámara y de sonido demuestran que los puntos de vista de Ross están meticulosamente construidos. Son un montaje sensorial que extiende la percepción visual al tacto, el gusto, el olfato y el sonido. Esta sinestesia se opera a través de planos detalle que muestran el foco sensorial de los personajes. ¿Qué es lo que perciben? ¿En qué se fijan? Puede ser una rebanada de pastel, una avena con demasiada canela, una naranja, el tacto de la abuela, un abrazo, el humo de un cigarro o el pasto en la espalda. Estos planos detalle demuestran que los POV de Ross no buscan una transparencia. No quieren mimetizar una mirada, sino colorear una percepción completa. Como en su anterior película, Ross no quiere hacer un simple juego formal de mosca en la pared. Esta construcción de perspectiva sirve, más bien, para aislar lo sensorial de lo reflexivo.
Si el libro de Whitehead está enfocado en los pensamientos de los personajes, una tercera persona omnisciente que se entromete con lo que piensan, Ross prefiere enfocarse en sus cuerpos. ¿Cómo perciben su entorno? ¿Cómo lo sienten? ¿Cómo lo abrazan? Lo que se calla, con este enfoque corporal, es la construcción de una interioridad en los personajes. Escuchamos sus voces, pero no sus reflexiones. Vemos algunos de sus gestos, pero no podemos adentrarnos en sus pensamientos. Es una construcción opuesta a la omnisciencia de Whitehead. Y por eso es un comentario sobre la narración en la novela y sobre sus implicaciones políticas y reales en la desaparición de los niños de Dozier.
A pesar de la focalización tan específica en el cuerpo y sus percepciones, Ross evita el morbo. En los momentos de tortura de la novela, se niega a mantener la focalización, se niega a mostrar el hiperfoco del dolor o extender su lenguaje hacia el centro de la violencia. Mientras que Whitehead describe específicamente las torturas y las heridas; Ross las muestra de paso, en algunas cicatrices, en algunas muecas de dolor, en la posición del cuerpo. El dolor está ahí, pero no la tortura. Al sacar el POV del cuerpo de Elwood en la “casa blanca” (el lugar donde torturaban a los niños negros en el Nickel ficcional y el Dozier real), Ross entiende que ese dolor no puede transmitirse así. Y esta decisión se extiende a toda la película.
Al no intentar integrar la omnisciencia de Whitehead, Ross declara un principio: no importa qué artilugio utilicemos, no importa si nos ponemos en los zapatos del otro y vemos a través de sus ojos, nunca podremos vivir lo que vivieron. No importa cuánto especulemos sobre fotos de zapatos amontonados, no podemos encontrarnos en esos zapatos. Las imágenes no bastan. Ross, consciente de esto, se niega a interpretar lo que vivieron los niños de Dozier. Al no contar la interioridad de los personajes, los libera de una explicación externa. Podemos imaginar sus pensamientos, discutir con ellos, pero nunca podremos leerlos como un producto acabado de ficción. El autor no los domina.
Con esto, Ross hace una crítica a los peligros de la ficción que, al intentar retratar lo que sienten los personajes, convierte su experiencia en valor de uso. Cuando Steven Spielberg filma a las víctimas del Holocausto desde adentro de la cámara de gas en Schindler’s list, ¿acaso compartimos su muerte? ¿O nos paseamos ahí, como la cámara, sin respirar el veneno? ¿Estamos desnudos rasgando las paredes de azulejo blanco o solo somos turistas de imágenes?
Ross se niega a retratar así a los personajes de Whitehead. Sus vivencias son las de una alteridad absoluta e irreductible. Sus vidas no son una anécdota.
VI
Cuando los arqueólogos llegaron a la Dozier School for Boys y encontraron las fosas comunes, se dieron a la tarea de identificar los restos. Pero había muy poco con que trabajar. ¿Cómo identificar cuerpos desposeídos? De la ropa quedaban jirones y los niños de ese reformatorio no tenían nada más. Los pocos objetos que sobrevivieron al paso del tiempo son el testimonio mudo de las más mínimas posesiones, los tesoros que les quedaban a ciudadanos de segunda clase, en la peor de las situaciones, sin derechos, en una nueva esclavitud: botones, canicas, alguna que otra hebilla, monedas de baja denominación, nickels. También sobrevivieron vestigios de las torturas como las argollas que enterraban en los árboles para amarrar víctimas y someterlas al látigo.
Ross introduce en su película algunas fotos de archivo de estas mínimas posesiones. En un momento, frente al silencio de las imágenes forenses, los personajes hablan de objetos. Están describiendo lo poco que tienen: una cruz púrpura al valor militar heredada por un padre ausente que peleó en guerras que no le correspondían, dados, cómics, poco más. El despojo de todo derecho, de toda identidad, de toda memoria se refleja en lo poco que atesoran.
Frente a este despojo, todavía existe una ilusión de lucha. Como el prisionero de Dostoievski que, amarrado por tantos años a una pared, solo sueña con caminar en el patio de la cárcel. Los que todavía tienen esperanza en un sistema que los abandonó, como Elwood, piensan que pueden contraatacar, que alguien va a escuchar su historia, que un público, allá afuera, va a sentir empatía por lo que viven, aquí adentro. Alguien va a indignarse cuando esto se sepa. Elwood pensó que su testimonio en vida importaba. Pero solamente importó, de todos los niños de Dozier, la acumulación de huesos y la pobreza que los rodeaba.
Por eso, el caso de Dozier y la ficción de Ross iluminan la tragedia de Teuchitlán con una luz diferente. Podemos leer las correspondencias, juntar las imágenes y, gracias al montaje del pensamiento, entender mejor su misterio.
Estas imágenes muestran que ninguna historia es suficiente para contar tan profundas tragedias. Lo que imaginamos es demasiado poco y, por eso, tenemos que crear con imágenes el vacío de lo inimaginable. No para volverlo transparente, no para entenderlo como una lógica, sino para dibujar el abismo que nos separa del horror. En vez de pensar que entendemos, que las correspondencias con el Holocausto bastan para explicar Teuchitlán, tenemos que admitir que las explicaciones nunca van a agotar eso que no vemos, la experiencia misma que describen sus ruinas. Eso es lo que dicen los POV de Ross: lo que imaginamos es solo una descripción hueca, sin interioridad, de pura interpretación.
Los restos, las ruinas de una desaparición ilustran la intención de los victimarios. La DFS en México, como los nazis en Alemania, no pudieron evitar dejar pistas de su horror en la burocracia que los regulaba. Funcionaban como un Estado criminal y no como simples criminales. El caso de la escuela Dozier muestra que Estados Unidos ha sido cómplice de horrores impensables contra sus propios ciudadanos, en pleno siglo XX, después de la Segunda Guerra Mundial, como la máxima potencia y el barómetro moral de los libres. Destruyeron campos de concentración mientras mantenían otros, con esclavos contemporáneos, en un país segregado. El apartheid americano existió y fue particularmente brutal, por más que quieran olvidarlo.
Así también podemos leer las ruinas de Teuchitlán. El ahínco del crimen organizado por desaparecer los cuerpos, pero no las pertenencias (mucho más fáciles de destruir) muestra que es el cuerpo del delito lo que se quiere borrar y no los medios de identificación. Es decir, ya no importa dejar vestigios de las desapariciones si los cuerpos desaparecen. Importa el delito, como una formalidad, no el ahínco de desaparecer (que sí tuvo el Estado en la Guerra Sucia, por ejemplo). Es un nuevo nivel de desidia violenta: la desaparición no tiene ya que efectuarse totalmente, ya no es metódica, solamente es una costumbre con desgano, una convicción de impunidad.
Frente a esta violencia, como frente a toda desaparición forzada, histórica o presente, de un Estado o de una empresa criminal, tenemos que encontrar otras maneras de entender nuestras tragedias, lo impensable, el horror que va más allá de lo razonable. La indignación de Ross transforma todo lo que puede ser morboso o manipulador en la novela de Whitehead para llevarlo más allá, a otro lugar, un lugar reflexivo que no es un safari del espanto. Ross destruye con belleza la pornomiseria y encuentra la forma de confrontar críticamente la piedad y la empatía. Construye, con las terribles fotografías de las ruinas de los desaparecidos en Dozier, la imposibilidad de contar sus tragedias. Lo que nos advierte es que esas fotografías, esas ruinas, no bastan para explicar a las víctimas. El uso político, ficcionado, de sus vivencias no le sirve a nadie. Y es una manipulación peligrosa. No es sencillo recrear el sufrimiento, no es sencillo caminar en los zapatos de otro. Tal vez la mejor forma de lograrlo no sea imponiendo nuestras narrativas, sino escuchando el ensordecedor silencio de las ruinas. ~