En su libro Memoirs of extraordinary popular delusions and the madness of crowds, Charles McKay llama la atención sobre el fenómeno de que “comunidades enteras fijan su mente en un objeto y enloquecen en perseguirlo”. Quizás sean palabras excesivas para describir un ámbito tan moderno y amable como el de las políticas de género, pero el mundo del siglo XXI no deja de asemejarse al de la época de los profetas.
En nuestras sociedades, incluso contenidas por sistemas legales que han aprendido de la experiencia de siglos, siguen poniéndose en marcha empresas llenas de buena intención, pero cuya inercia a menudo las aleja peligrosamente del punto noble de partida. Originalmente entendidas como medios, algunas de estas políticas parecen cobrar vida propia y convertirse ellas mismas en fines.
Las llamadas “políticas de igualdad de género” fueron creadas, en efecto, para superar las desventajas históricas de las mujeres y los grupos sexuales desfavorecidos. Pero una tendencia humana a señalar culpables y buscar víctimas, en escenarios ecológica y sistémicamente complejos, puede llevarnos a exclusiones paradójicas dentro de ese mismo círculo de la compasión que la modernidad pretendía expandir.
En 2018 la Sociedad Británica de Psicología anunció la creación de una sección dedicada a estudiar específicamente la psicología y la salud mental masculina. Entre sus principios figuran el “reconocimiento de la humanidad común de hombres y mujeres”, la “promoción de la equidad y la justicia para todos” y también, significadamente: “emplear la ciencia y la humanidad para desafiar el sesgo gamma”, o la supuesta brecha de empatía que, de acuerdo con los psicólogos clínicos John Barry y Martin Seager, desfavorece a los hombres y los chicos.
Este grupo de investigación celebra anualmente una conferencia internacional, contando ya con cuatro ediciones. La última, dedicada a “Promover el bienestar de los hombres y los niños”, tuvo lugar en el University College de Londres en junio del año pasado, y entre sus ponencias destacó una a cargo de Tania Reynolds, del instituto Kinsey en la Universidad de Indiana. Basándose en el llamado “sesgo de género en el encasillamiento moral”, propuesto por los psicólogos Kurt y Gray, Reynolds remarcó que, cuando actuamos dentro de escenarios morales, tendemos por naturaleza a clasificar dualmente a los individuos, o bien como perpetradores, o bien como víctimas.
Debido a una serie de factores evolutivos e históricos, los hombres son percibidos más fácilmente como agentes, y como causantes de daño, mientras que las mujeres lo son más fácilmente como sujetos pasivos, y como víctimas. Reynolds y su equipo han acumulado evidencias de esta tendencia en distintos estudios experimentales, cuyos resultados se mantienen a través de diferentes culturas. Su principal conclusión es que, para la cognición humana “natural”, el sufrimiento masculino resulta más difícil de apreciar que el femenino, lo que llevaría a desequilibrios previsibles en el modo de abordar social y políticamente los temas de género.
Como ilustración de este sesgo, en la misma conferencia londinense la psicóloga forense Nicola Graham-Kevan reiteró que la política europea sobre víctimas infantiles de abusos sexuales, centrada sistemáticamente en la perpetración masculina y la victimización femenina, es, literalmente, “inconsistente” con la evidencia científica, pues esta revela daños psicológicos semejantes en los niños víctimas de abusos, con independencia del sexo de la víctima y del perpetrador.
Pero los ejemplos se pueden multiplicar, afectando áreas que van de la salud a la prevención del crimen.El mismo Parlamento Europeo aprobó en 2016 una resolución sobre género y salud mental femenina, sin que los europarlamentarios hayan manifestado aún una preocupación política similar por la salud mental de los hombres y los niños.
En el Reino Unido existe una “Estrategia para las mujeres delincuentes” dotada por el gobierno con varios millones de libras y orientada a ayudar a mujeres convictas, sin que exista un programa similar orientado a los hombres, que sin embargo constituyen la mayoría de la población reclusa.
Según otra estimación reciente, en Estados Unidos los hombres tienen peores resultados de salud que las mujeres, pero no existe ninguna institución dedicada a promover la salud masculina, que se riega consiguientemente con menor gasto público. El autor de este trabajo, James L. Nuzzo, describe la situación como una “paradoja”, cuando sería mucho más exacto llamarla simplemente desventaja masculina. De hecho, si analizamos parámetros básicos de salud, bienestar y educación (lo han hecho recientemente los psicólogos Gijsbert Stoej y David Geary) como son el acceso a la educación, la satisfacción vital y la expectativa de vida, resulta que el sexo privilegiado en las sociedades más prósperas del mundo es el femenino, no el masculino.
No se trata de hacer una diatriba contra la igualdad de género. Los hombres han mejorado, no empeorado, su salud y bienestar en las sociedades más igualitarias. Incluso la brecha de felicidad entre los sexos, que aún les favorece a ellas, se ha acortado en las últimas décadas de empoderamiento y derechos femeninos.
Es cierto que los temas de salud masculinos y femeninos requieren una atención diferenciada, debido a que distintas enfermedades y patologías impactan de forma diversa en hombres y mujeres. Pero, en última instancia, en la vida real la salud de los hombres y las mujeres, los niños y las niñas, está claramente relacionada, y no puede entenderse correctamente como un juego en el que unos ganan y otros pierden. El debate público sobre género y salud, a menudo entorpecido por astillas ideológicas, solo puede encarrilarse en base a la evidencia científica y una empatía social ampliada, lo cual incluye un mayor reconocimiento de los sesgos cognitivos y culturales que distorsionan nuestra visión del mundo. ~
(Barcelona, 1955) es antropóloga y escritora. Su libro más reciente es Citileaks (Sepha, 2012). Es editora de la web www.terceracultura.net.