Se fabrican escritores nacionales

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Anne-Marie Thiesse

La fabrique de l’écrivain national. Entre littérature et politique

París, Gallimard, 2019, 448 pp.

Aunque carece de la originalidad precursora de obras anteriores como La coronación del escritor (1973), de Paul Bénichou, o La República mundial de las Letras (1999), de Pascale Casanova, La fabrique de l’écrivain national, de Anne-Marie Thiesse, es un compendio muy útil para averiguar cómo los escritores medievales, tenidos por copistas o copleros, se transformaron, gracias al nacimiento de las naciones, en las encarnaciones de su espíritu e, incluso, a veces fueron inventados para fortalecer su pretendida identidad. Es de sobra conocido el caso de James Macpherson (1736-1796), quien se inventó al bardo gaélico Ossian, engañando a media Europa (J. G. Herder, Goethe, lord Byron y Napoleón) pero no al doctor Samuel Johnson, quien dictaminó que aquel nuevo Homero en realidad era el resultado de la hábil recreación de antiguas leyendas por una pluma distinguida y ambiciosa, la de Macpherson. Sin necesidad de recurrir a la impostura autoral, las oleadas que multiplicaron las naciones en el planeta (1776, 1821, 1848, 1918, 1950, 1989, 1991) recurrieron, antes o después, a la recuperación de una canción de gesta que fuese la médula de la nueva nación, siendo el caso más estudiado la Kalevala finlandesa, recopilada a lo largo del siglo XIX, inspiración de muchas otras sagas.

A la recolección de esos cantares, según explica Thiesse, se agregó, de manera paralela, el nacimiento del escritor nacional capaz de encarnar a su patria. Si Homero es colectivo y responde al demos, ese nuevo tipo de demiurgo se debe al ethos y disuelve la querella de los antiguos contra los modernos. Esa dualidad tormentosa fue, por ejemplo, muy problemática para los franceses, porque si la Francia del Gran Siglo y de la Ilustración encarnaba a la universalidad, ¿cómo podía entregarse al nacionalismo sin dispararse un tiro en el pie? El vizconde de Chateaubriand lo resolvió rescatando al cristianismo del estado comatoso en que lo habían dejado la Revolución y el Terror, mientras Victor Hugo abrazó el humanitarismo del siglo XIX. Ambos casos no hicieron mella en una derecha antirromántica creyente de que, abandonando su clasicismo, la civilización francesa renunciaba a sí misma. Y cuando el romanticismo heredó el respeto por las lenguas regionales, ello resultó intolerable para el centralismo parisino y sus academias, las cuales tomaron como una afrenta el Premio Nobel concedido en 1904 al poeta Frédéric Mistral, promotor de la lengua occitana o provenzal.

Mediante “la innovación retrógrada” acuñada por Abel Villemain, a quien Thiesse no cita, el proceso de modernización de la literatura requiere de los antiguos (incluso si se localizaban en el medievo). Walter Scott no solo modeló la figura patricia del escritor nacional (y del empresario editorial), sino inventó a la novela como el medio privilegiado para que este se expresase y la vanguardia misma hubo de doblegarse al nacer los totalitarismos del siglo XX: un Filippo Marinetti, futurista que llamaba a la destrucción de todo pasado cultural, aceptó la consigna mussoliniana de asociar al fascismo con el imperio romano. Pese a los precedentes de Dante y Shakespeare (del cual “el espíritu germánico” pretendió adueñarse por las buenas y por las malas), sin novela nacional y popular, leído por una ciudadanía decimonónica crecientemente alfabetizada y encabezada por las mujeres, no hay “escritor nacional” que valga. Sin Los novios (1842), del afrancesado Alessandro Manzoni, la unidad italiana habría tomado otro tenor lingüístico. Y no hubiera sido compuesto en su honor el Requiem, de Giuseppe Verdi.

Como lo muestra, didáctica, Thiesse, la globalización no ha resuelto el problema de las literaturas nacionales y de sus escritores: la justicia israelí dictaminó, contra las herederas de Max Brod, su albacea, que el archivo de Franz Kafka le pertenecía, aunque el autor en lengua alemana de El proceso haya sido un judío ambiguo ante el sionismo y muriese como ciudadano de Checoslovaquia, antes de la existencia del Estado de Israel. Las literaturas nacionales africanas, nacidas después de la Segunda Guerra, fracasaron –las más– en hacerse de una lengua nativa de uso literario, utilizando el francés y el inglés de sus colonizadores, lo cual volvió anacrónico el apotegma de Herder: la literatura nacional resulta de la suma de lengua + territorio. Ello no ha impedido que la escritura de historias de la literatura nacional sea, desde el siglo XIX, un hábito académico y una necesidad patriótica. En casos excepcionales, como el del hebreo, se dice en La fabrique de l’écrivain national, hubo de realizarse la hazaña de crear primero una lengua nacional antes de que tuviese un hogar y, desde luego, una historia literaria.

Los hispanoamericanos –pero también, se olvida, los estadounidenses–, no pudiendo sino apoderarse del español y del inglés, se sirvieron de las fantasías de la identidad nacional para distanciarse del Reino Unido y de España. Casos como el de Jicotencal (1826), la novela histórica sobre el héroe tlaxcalteca atribuida a José María Heredia, se multiplicaron en las nuevas naciones, agrego yo como nota al pie de La fabrique de l’écrivain national. Mientras que en el continente americano a nadie le ha parecido sensato –salvo durante 1940-1945 cuando la Europa libre parecía colapsarse– dibujar un perfil de la literatura del Nuevo Mundo contra la del Viejo, actualmente los africanos discuten con vigor si puede hablarse, en general, de una literatura africana, pese a la diversidad de sus lenguas, cuya naturaleza la definiría más allá de la descontinuada negritud.

El culto al escritor nacional revaloró los manuscritos, inauguró museos donde nacieron o murieron esos héroes laicos o santos culturales, y sigue dando como resultado la erección de estatuas y monumentos, festivales literarios y recorridos turísticos. Los totalitarismos deformaron vidas enteras, como la de Lu Xun, convertido de manera póstuma y equívoca en símbolo de la China comunista, mientras que la ambigüedad de Máxim Gorki en la urss y de Gottfried Benn en la Alemania nazi les salió cara, a ellos y a sus lectores: el primero, antibolchevique, se hizo del rogar para sumarse a la dictadura de Stalin y convertirse en gurú del realismo socialista hasta morir, acaso, envenenado; el poeta expresionista alemán pagó su inicial entusiasmo por la esvástica con un amargo arrepentimiento que lo condujo a un campo de concentración.

Naturalmente, querellas y guerras hicieron del escritor nacional enemigo, un mártir. Émile Zola fue la bestia negra de los antisemitas y también, probablemente, lo mataron, cerrando el tiro de su chimenea para asfixiarlo. Antes de su exilio, los nacionalsocialistas planearon asesinar a Thomas Mann y “grandes” escritores soviéticos, verdaderos o falsos, cayeron de la gracia del Partido y fueron liquidados durante el Gran Terror o calumniados sin miramientos, como André Gide al regresar decepcionado de la urss en 1936. Pero no solo las dictaduras movilizaron a los escritores. F. D. Roosevelt empleó a centenares de escritores como parte del esfuerzo bélico propagandístico de los Estados Unidos, desmintiendo la imagen dada por Jean-Paul Sartre del “escritor americano” como un tipo de la calle ajeno a las comodidades pequeñoburguesas del letrado francés.

Y con Sartre, verdadera paradoja del escritor nacional durante el siglo XX, hemos topado. Quien se orinase de joven en la tumba de Chateaubriand, su ilustre precursor, tuvo en 1980 un cortejo fúnebre majestuoso, como el de Hugo casi cien años atrás, en contraste con el desolado entierro de otro escritor nacional, Pablo Neruda, días después del golpe militar de 1973. Sartre rechazó el Premio Nobel –la más alta consagración internacional para una nación literaria– y sus restos nunca fueron llevados al Panteón donde descansan André Malraux (hace una década la familia le negó la autorización al presidente Sarkozy para inhumar allí a Albert Camus) y los filósofos empelucados del siglo XVIII. Su verdadera “panteonización”, concluye Anne-Marie Thiesse, fue la célebre respuesta de Charles de Gaulle. Interrogado sobre la beligerancia política del filósofo existencialista ante la guerra de Argelia, el general respondió: “No se puede meter a Voltaire en prisión.”

Luis XV, por cierto, ordenó en 1734 la detención de Voltaire ultrajado por las Cartas filosóficas. El general De Gaulle no podía darse ese lujo porque Sartre era, le gustase o no, el escritor nacional. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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